Por Ezequiel Bajder

1.

La pregunta obvia que sobreviene ante el título de estas notas sería: ¿qué es el Japón? Apenas puedo conceder una lista de palabras de un lugar que solo me aparece relatado. Anoto: sumo, origami, ikebana, sushi (y ramen y yakitori: comidas de sabores tenues me dice Mercedes). Ella agrega: Hiroshima y Nagasaki, paredes de papel, Karate Kid y Mr. Miyagi, la estricta crueldad del bonsái y los jardines japoneses: la disciplina que es capaz de torcer la forma que se quiere cuidar. Para mí también están el Nagatomi Plaza, Mr. Chispa, “entra cuchillo, salen las tripas”, los harakiri, los kamikazi.

Entonces, ¿qué es el Japón? Como todas las cosas, no llega a ser más que su metonimia, que, a su vez, es inocente y parcial tal como la presentamos, incluso si se trata de un espacio mítico, incluso si se trata de algo imaginado y consentido por quienes no lo habitamos.

Es ahí, en la contigüidad del gesto, que paso de la metonimia a la paranoia, que se me presenta como la multiplicidad de relatos que siempre son verosímiles. Así como el discurso paranoide moldea cualquier historia a los requerimientos de su narcisismo (cualquier situación es verosímil si coloca al paranoico como centro), con el Japón inventado sucede lo inverso: despojado de la tensión narcisística, se presta a ser lo que sea necesario para poder volverse relato hasta que la noción misma que lo unifica (algo así como la japonidad) queda disuelta en el texto que lo menciona.

De ese ardid, se vale Fernando Garriga para presentarnos Casi una novela japonesa. Esa reserva de la cláusula “casi” no hace más que nombrar la imposibilidad de que la historia sea por completo japonesa, porque esa completud no le puede caber a la fragmentación de un espacio inventado.

2.

Claro que en ese hiato del sentido que produce la cláusula “casi” hay un resquicio, una tenue habilitación para el humor, para el tono humorístico, separado del efectismo del chiste.

Sin embargo, “chiste” es como se suele traducir al término alemán “Witz”, que, a pesar de la literalidad de la traducción en la mayoría de las veces, encierra un sentido un poco más amplio que incluye a la ironía y al ingenio como arte: la respuesta cómica y certera, incluso lacerante por momentos, como una demostración de inteligencia. Por lo menos, así lo practicaba Friedrich Schlegel, así podía ejercer una forma de crítica.

De todos modos, si el Witz contiene este sentido por sobre el simple chiste, también implica, como en cualquier efecto de humor, una comunidad: para reírse, para entender la forma del humor, es necesario compartir contextos cognitivos entre quien enuncia y quien recibe. Valga un ejemplo, de Inodoro Pereira, de Fontanarrosa: Inodoro le dice a su mujer, Eulogia, que se va al pueblo a bailar el chimichurri. ¿Qué es eso?, pregunta ella. Como la salsa, responde él, pero criolla.

No voy a incurrir en la fatalidad de explicar el chiste. Solo voy a limitarme a señalar que, para que alguien se ría, debe poder compartir el contexto en el que se enuncia.

Eso mismo sucede con los japoneses extraviados en Argentina que cuenta Garriga. Para entender la nota de humor que los sobrevuela (la inteligencia crítica del Witz que los recorre), hace falta la pertenencia parroquial que se le atribuye a Freud: si no se comparte comunitariamente la enunciación, se puede incurrir en el error de leerlos literalmente.

«Casi una novela japonesa» (Salta el pez) de Fernando Garriga

3.

Entiendo a la lengua también como a una forma comunitaria, sin que esto pretenda tener el afán de una revelación. Es en la obviedad en donde siempre he podido moverme.

La transgresión de Garriga, esa forma de humor, es torcer levemente la lengua común a una extrañada, a una que se supone cercana y extranjera a la vez, a una que se sabe supuesta por la parroquia de hablantes. Esa lengua es la traducida, la koiné que se le atribuye a los que hablan un idioma que apenas pueden aprender, que es un balbuceo o un cocoliche. Es el habla que recorre fantasmática la novela, que cuenta la historia de una familia de inmigrantes japoneses, pero que no está atribuida a los personajes, salvo, tal vez, por la escena en que Teruki canta tangos en un casamiento. La astucia del texto es que esa forma de castellano inmigrante esté en las inflexiones del narrador. Lo mismo ocurre con las escenas del soldado yanqui Warren Kane, en las que la narración se solidariza con ese idioma de las traducciones mexicanas de las películas de acción, que, a su vez, apelan a la utopía de un habla neutra.

4.

Esa metamorfosis de la lengua está inserta en otra. Tal como Ovidio abandonó el dístico elegíaco por el hexámetro en Las metamorfosis, para que el cambio de tema tuviera también un correlato en la morfología del poema; de ese modo, Garriga abandona una escritura ligada a la acción, a un humor más insutil (pienso, acá, en las tropelías de Berenice, en la inédita Las buscanovios sumergidas), también abandona el escenario de Ezeiza, el mundo de dogos y Lauras, las letanías del delta, lo ominoso del hogar. En Casi una novela japonesa se aboca a construir una saga familiar que comienza en las razones de la emigración, los expulsados de la Segunda Guerra Mundial, la llegada azarosa a la Argentina, el progreso en el pos-peronismo, la inserción social de esa familia en el país que comienza a cristalizarse, el contacto con los otros japoneses que viven en la Argentina, la módica prosperidad con la que la clase media alardea orgullo.

Es decir, para que la obra de Garriga, llena de textos que se continúan en otros textos, que modifican a los anteriores, que los completan, pudiera metamorfosearse en tema y espacio, también hubo de mudar de forma, como Ovidio: un texto más lineal que los otros, más, si se quiere, clásico, pero también, como ya dijimos, en la lengua extrañada que hace la mirada rasgada de la novela.

5.

Hay, por los menos para el módico campo literario que habitamos con Garriga, otros japoneses de relevancia. Los escribió nuestro maestro, Hugo Correa Luna, a quien Fernando le dedica el libro. Mientras Fernando avanzaba en la escritura de Casi una novela japonesa, la leíamos en el taller, no recuerdo que Hugo haya hecho comentarios sobre sus japoneses aún inéditos en ese entonces. Se publicaron el año pasado con el sugestivo título de Pequeños animalitos. Se trata de una colección de cuentos sobre nipones afincados en Argentina. El primer relato, “El rizo”, es sobre un japonés gaucho que se enfrenta a un pato criollo. Parece ser una puesta en escena dionisíaca: el otro, el ajeno, que es el mismo, que es el más auténtico (si cabe el pleonasmo), en guerra con lo telúrico, con lo que define esa autenticidad.

Casi que los cuentos de Hugo pueden leerse como un reverso de la novela de Garriga: en ambos textos, los japoneses como un reverso exacto de los argentinos, pero, si bien ambos enfatizan esa distancia, en los de Correa Luna hay una búsqueda casi esencialista (como en la payada de Martín Fierro, los cuentos de Pequeños animalitos buscan definir el tiempo, el amor, la deriva, lo cíclico), mientras que en Casi una novela japonesa los personajes buscan asimilarse al entorno, no comprenderlo o transformarlo.

Asimilarse es también acercarse al delito como gesto fundante.

Fernando Garriga (Foto: Diego De Gregori)

6.

Una escena en Casi una novela japonesa termina de filiarla a la noción de delito: transitan Daizén y su primo Teruki, obeso, en bicicleta. Se recortan sobre el sol que comienza a salir, se mueven en una línea delgada, como si pedalearan en el horizonte mismo: no hay perspectiva posible y tienen que enterrar un cadáver, el amante de Teruki que ha muerto en un hecho policial.

De la descomposición de ese cadáver, saldrán los primeros zapallos kabutia de la Argentina, implantados por los protagonistas de la novela. Es decir, el delito se vuelve fundante.

Antes, al principio, en la primera escena, en Japón, Teruki espera a un amante. Llega, inesperada, una patrulla del ejército del emperador. Uno de los oficiales se acerca a donde se esconde Teruki entre el pastizal: quiere orinar. Al ver al otro escondido, el militar se sorprende, pero un gesto del que había permanecido escondido parece invitarlo a un momento de placer: esa felación fallida que no se concreta desata la huida de Teruki (en un camión de zapallos, como un espejo de la fundación del zapallal argentino) que ha de terminar en Buenos Aires y que ha de invitar a sus primos a vivir en Florencio Varela.

Esa transgresión a la normatividad sexual, que implica la huida y la vida en el otro lado del mundo, también es fundacional en la novela. Hay otras en el texto de Garriga: la infidelidad de Daizén, la crueldad de Miuki.

En las primeras páginas de 62 / Modelo para armar (confieso, con pesar, que nunca pasé más allá de ellas), Cortázar nos alerta: “A los posibles sorprendidos, les señalo que, desde el terreno en que se cumple este relato, la transgresión deja de ser tal; el prefijo se suma a los varios otros que giran en torno a la raíz gressio: agresión, regresión y progresión”. Agrego digresión. La otra forma que la novela de Garriga adopta, además del impulso de transgredir, que, como ya hemos intentado dar cuenta, aparece en el lenguaje traducido que el texto parece adoptar. La segunda en la arborescente linealidad del final, como si toda esa noción familiar del tiempo que solo sabe avanzar, tendiera, inevitable, como un delta, a ramificarse en el cierre para no confirmar un devenir unívoco.

En El cuerpo del delito. Un manual, Josefina Ludmer investiga la transgresión delictual en la literatura argentina: cómo vertebra las obras canónicas del siglo xix, cómo se mide la intensidad de lo transgredido de acuerdo a las diversas clases sociales. Esta articulación que produce la noción de delito en Ludmer se puede extender a toda la literatura de nuestro país: por lo menos a las que manifiestan tensiones e incomodidades para los lectores y para la comodidad canonizante.

Lo que Garriga vuelve a poner de manifiesto, con una novela plagada de sensibilidad narrativa, de humor, de reflexión sobre la construcción de la lengua, es la vieja discusión sobre la tradición en nuestro campo literario. Pero también actualiza esa idea de Ludmer, que el delito y la transgresión inauguran la literatura argentina. En Casi una novela japonesa, Garriga decide apropiarse (robarse) un país, la idea de un país, la forma desgranada de lo extranjero para volverlo inevitablemente propio.

Casi una novela japonesa
Fernando Garriga
Salta el pez, 2023
198 páginas

* Portada: Los luchadores de sumo (1830-1840) de Utagawa Kuniyoshi

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