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Por Luciano Sáliche
No hay un solo fan de La Libertad Avanza que no tenga una relación conflictiva con la belleza. Ya sea por posesión o por carencia, siempre hay una tensión con eso que suele llamarse buen gusto. Y no me refiero a una búsqueda por modificar los cánones estéticos ni cuestionar la supremacía de cierto ideal de belleza. Diría, incluso: todo lo contrario. De lo que se trata, pareciera, es de emular o alcanzar ese ideal. ¿Qué otra cosa sugiere tanta pose, edición, retoque e inteligencia artificial? Pero en ese deseo precipitado ocurre el tropiezo y queda al desnudo el anhelo ordinario, la humillación.
Esa relación conflictiva con la belleza es central en el discurso del partido que comanda Javier Milei. Resalta, por ejemplo, en aquella sentencia de los años de raid mediático: “la superioridad estética de la derecha”. La apreciación tiene lógica: al monopolio de la belleza siempre lo tuvo la aristocracia, primero, y la burguesía, después. Si eso alguna vez fue una discusión, queda vieja cuando vemos los hijos por maternidad subrogada de los millonarios. Pero, ¿qué tiene que ver esta vulgar nueva derecha con la vieja estética patricia de las familias conservadoras?
La papada
Hace dos meses, en los spots electorales de cara a las PASO, el rostro de Milei comenzó a adquirir una forma más estilizada, más aesthetic, más dramática. La sombra bajo su rostro y el delineamiento del mentón le dieron una sutil contundencia a su imagen y, por consiguiente, a su discurso. La figura carnavalesca, la euforia mediática, la deformidad exacerbada de aquellas habituales performances desquiciadas se retrajo detrás de un nuevo estadío en su evolución. Ahora, en esta fase, el tono es apacible y condescendiente; y la imagen, equilibrada y sobria.
Bajo la papada de Javier Milei hay una mujer. Se llama Lilia Lemoine: cosplayer, fotógrafa, actriz. Hay una microhistoria que vale la pena desarrollar en un párrafo. En 2014 se hizo un tratamiento con láser para aclararse el color de ojos. En las redes recomendó al doctor y varias mujeres se lo hicieron, pero muchas quedaron con secuelas graves. Hay una denuncia. Entonces dijo que era un escrache. “Cuento todo lo que me hago porque me gusta”. Sobre el final de ese video jugó la carta de la victimización: “Mencionan a Milei, que soy libertaria… qué raro, ¿no? Vamos…”.
Hace ya varios años que es, según ella misma se define, una influencer política. Es candidata a Diputada Nacional por la Provincia de Buenos Aires y vicepresidenta del Partido Libertario. Pero hay otro rol, quizás más importante para la estabilidad de La Libertad Avanza: el maquillaje. Hay una nota reciente en La Nación donde dice que va con Milei a todos lados. Es su maquilladora personal. ¿Y qué clase de maquillaje hace? “Apenas le acomodo algún mechón cuando hace fotos. Pero nada más. ¿Si le corto? No, para nada, ahí sólo mete tijeras su peluquero”, dice.
Lo que le aplica bajo el mentón se llama contouring. «¿Sabes lo que es el contouring? Es la técnica de maquillaje de las celebrities y tus it-girls favoritas», se lee en la web de Maybelline, en la versión en español. Le coloca tonos oscuros para que su papada se convierta en una sombra, un efecto permanente de la iluminación del lugar, estilizando su rostro, volviéndolo más amigable y a la vez más severo. Sus ojos celestes concentran toda la atención. Una belleza natural, incluso racial, podría decirse. Pero abajo, apenas, imperceptible, una sombra delata el artificio.
La motosierra kitsch
Hay algo kitsch en la estética del universo Milei. Pienso en los souvenirs de la costa. Un delfín de yeso con detalle de olas y el nombre de la ciudad balnearia. Son baratos, bonitos, divertidos, pero nada dice ni de la costa argentina ni de los delfines. Desde una óptica frankfurtiana, lo kitsch está ligado a dos cosas: reproducción técnica y alienación. Federico Klemm defendía lo kitsch porque decía que ya no era «una sistematización del mal gusto» sino «una exacerbación de lo artificial y lo desmesurado». Y esa desmesura ponía en jaque el status quo estético. Para él, Disneylandia era el paraíso del kitsch.
Pero también está en la forma de hacer política. Ya en 2003 Martín Plot decía en El kitsch político que lo kitsch es “una práctica que parece estar consolidándose como hegemónica en las democracias contemporáneas”, cuyo objetivo es “limitarse a decir lo que la mayoría quiere escuchar”, ya que “el sentido que la acción asume en el espacio político es determinado por la interpretación de los espectadores”. Y lo contraponía con la “política ideológica”, que piensa a la acción más allá del “juicio público”. Tanto en la teoría estética como en la política, lo kitsch llega al espectador como una flecha.
El muñequito de Milei con cara de asesino serial y una motosierra amarilla es el prototipo. Si como escribió Theodor Adorno, “el arte puede llegar a ser kitsch”, ¿acaso la política ya no lo es?
La mandíbula que todos quieren
¿En qué mandíbula piensa Lilia Lemoine cuando le oculta la papada a Milei: en el Batman de Ben Affleck, en el Superman de Henry Cavill, en el GigaChad que tanto circula por las redes? En una entrevista con Martín Sivak, dejó caer una respuesta: “Mi padre tenía preferencias que no podía admitir frente a la policía y su familia rusa: le gustaban los hombres. Campeón de atletismo, campeón de judo, tenía mi mandíbula, la mandíbula que todos quieren, brazos fuertes, alto. Lo vi perseguir a delincuentes, agarrarlos y traerlos. O sea, mi papá era Superman para mí”.
El sueño tecnofílico
La máquina de hacer memes es libertaria. “Es una mala traducción al español: son libertarianos”, explica Christian Ferrer. El accionista mayoritario de toda esa gran batería de ingenio al servicio de reducir la vida a un chiste, sobre todo la vida mediática —hacer que lo que pasa en los medios tradicionales ingrese a internet en forma de meme—, es Javier Milei, incluso a pesar suyo. Pero algo se separa de esos memes, aunque se usen como tales: las imágenes hechas con inteligencia artificial que lo convierten en un yuppy musculoso, en un hércules de la timba financiera.
Hay un dato interesante acá. Según el diario El País, “el 96% de las imágenes generadas por Inteligencia Artificial son imágenes de pornografía no consentida” y “el 99% de las víctimas son mujeres”. Gente que le pide a aplicaciones de IA que les cumpla la fantasía de ver a personas, en general famosas, desnudas o cogiendo. Una pesadilla tecnofóbica o un sueño tecnofílico, según se lo mire. Pero lo que circula en la red antes conocida como Twitter son imágenes eróticas. La candidata a vice de Milei, Victoria Villarruel, es habitué: reina vikinga, Atenas, Mujer Maravilla.
La operación evidencia una necesidad: darle un manto erótico a la política, una belleza apolínea que se empalme con cierta fortaleza bélica premoderna y consagre una estética mesiánica. Pero, ¿qué clase de ideas necesita estos condimentos? ¿Qué discurso se mutea para que suene fuerte esta narrativa estrafalaria y aparatosa? ¿Qué tipo de washing opera acá?
Detrás de la máscara
El cambio de estrategia fue notorio. Una vez instalado como figura disruptiva, bochinchera e incorrecta en sets de televisión y conversaciones digitales, el viraje fue hacia la edificación de un candidato serio y decoroso. Cada tanto aparece alguna motosierra y el grito afónico de “zurdos de mierda”, pero una vez dentro de la “lista chica” de candidatos a la presidencia, se privilegió una imagen más cauta. ¿Es posible ofrecer a una parte del electorado bronca y destrucción y a otra análisis y mesura? ¿Se puede segmentar la audiencia en la vida real?
Los gritos y las metáforas violentas forjaron una estética rebelde. Cuando Milei le dijo a Luis Novearesio en 2018 que “el Estado es el pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina” la estrategia disruptiva alcanzó cierto límite. Ese mismo año, en el Canal de la Ciudad, le vendaron los ojos y rompió con un palo una piñata con forma de Banco Central. Inmolarse frente a cámara de ese modo implica cierta humillación. Pero quizás, solo quizás, esos espectáculos corrosivos generaron menos vergüenza que piedad e identificación.
¿Qué hay en el medio de esos dos polos, entre la exacerbación del colapso y la tranquilidad del “profesor”, como le llaman algunos de sus seguidores? Quizás ahí, en esa contradicción, esté el hombre, el ser humano. Sin embargo, esa fase aún permanece oculta. Como si la pretensión estética y discursiva fuera una máscara. Quizás la imagen perfecta es la selfie. Cada retrato que se toma con colegas, compañeros y fans está signado por una pose particular: junta los labios como si estuviera dando un beso, levanta los pulgares hacia la cámara, inclina levemente la cabeza hacia abajo y abre bien los ojos.
No hay un solo fan de La Libertad Avanza que no tenga una relación conflictiva con la belleza. Javier MIlei también la tiene. Su estética parece original, a veces burda, otras exagerada, pero siempre está. Como quien sale al carnaval con una enorme careta de lentejuelas. ¿Qué hay detrás de la máscara? Slavoj Žižek decía que no siempre hay algo. De hecho, las máscaras nos permiten ser quienes somos realmente. Y parece ser que Javier Milei es todo lo que esa máscara nos muestra.
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