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12-09-2023 Notas

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Por Pablo Manzano | Portada: Dennis Ziliotto

Hubo una época en la que los químicos (casi todos hombres, aunque también se hablará aquí de Marie Curie) se jugaban la salud. Ya sea por escoger el bando equivocado en una revolución o por experimentar con sustancias tóxicas.

En tiempos de la alquimia hubo un germano llamado Brand (en alemán «incendio») que, convencido de poder convertir la orina humana en oro, la convirtió en una pasta que, pese a su brillo, lejos estaba de ser oro y que resultó ser una sustancia que ardía en llamas con facilidad: el fósforo. Pero su producción, a pesar de la gran cantidad de soldados dispuestos a aportar la materia prima, resultaba más costosa que el oro. Tuvo que aparecer un sueco llamado Scheele con un nuevo método para que en el año 1750 el mundo tuviera al fin sus cerillas o fósforos sin olor a orina. Así como apareció, el tal Scheele pronto volvió a apagarse como una llamita en pleno vendaval. Si bien descubrió algunos elementos importantes, como el cloro, con el que hizo rico a incipientes industriales, tardaba mucho en conseguir que le publicaran sus investigaciones (quizá porque no era británico) y siempre algún otro químico inglés le ganaba de mano y se llevaba los aplausos. A Scheele lo encontraron duro en su silla, con una expresión congelada en la cara, rodeado de esas sustancias con las que trabajaba y que tanto le gustaba probar.

En la Inglaterra de la primera Revolución Industrial (la única de la época con la que los químicos no tuvieron conflictos) eran los hombres de negocios quienes se interesaban más por los avances de la química, mientras que caballeros, hombres cultos y gente de la Real Sociedad salían a recolectar piedras con levita y galera. Esto no era tan así en el continente. De hecho, en la Francia de ese periodo un noble llamado Lavoisier contaba con un laboratorio de lujo para experimentar con más de mil vasos, llamas y polvos. Todo el financiamiento y los recursos los recibía de una institución que recaudaba impuestos en nombre del Estado, pero solo entre la gente más pobre. Por si esto fuera poco, en 1780 y como miembro de la Real Academia de Ciencias, Lavoisier despreció una teoría sobre la combustión que, si bien era ciertamente errónea, había sido desarrollada y presentada a la Academia por un científico joven y prometedor: su nombre era Jean-Paul Marat. En 1791 Marat alzó su voz (que en ese momento no era precisamente cualquier voz) para denunciar a Lavoisier y recordar que ya hacía tiempo que se le debería haber ejecutado. Lavoisier fue detenido y conducido junto con su suegro a la Place de la Révolution (hoy Plaza de la Concordia).

Si en la Inglaterra de finales del XVIII la química iba bien encaminada (como impulsora de la Revolución Industrial), esta empezó a perder el norte a comienzos del XIX. Se dice que quizás a causa de la disipación provocada por el ácido nitroso, o gas de la risa, que se puso de moda en la primera década del nuevo siglo y fue furor durante cincuenta años. Se sabe que los teatros ingleses organizaban veladas en las que algunos voluntarios inhalaban gas de la risa sobre el escenario y divertían al resto del público con una performance dislocada. Muchos químicos importantes de la época estuvieron bastante entretenidos y distraídos con este gas. Las risas en los teatros debían de ser tan estridentes como los gritos en las salas de operaciones. Porque hasta 1846 nadie se dio cuenta de que el ácido nitroso también podía usarse como anestesia para evitar el terrible dolor bajo la cuchilla del cirujano.

Un célebre adicto al gas de la risa fue Benjamin Thompson, fundador de una importante sociedad científica en su paso por Londres: la Institución Real. Antes había sido espía para la metrópoli durante la Revolución de las Trece Colonias (otro que escogió el bando equivocado), hasta que en 1776 abandonó a su familia y huyó perseguido por una horda de enamorados de la libertad (lo acusaban de tibieza), armados con cubos de alquitrán y sacos de plumas. Thompson también pasó por Francia, donde se casó con la viuda del guillotinado Lavoisier: duraron poco. La Institución Real creada por él fue casi la única sociedad de la época que fomentaba la química. Allí destacó un joven llamado Humphry Davy, que descubrió una docena de elementos e inventó la electrolisis. Y eso fue todo. Porque Davy también se entregaba con frecuencia a la relajación del ácido nitroso, varias veces al día. Se cree que fue el gas de la risa la causa de su muerte.

Pero no todo era morir de risa, entre los químicos siempre había otras formas de fatalidad. Después de que Mendeleyev inventó la tabla, inspirado en el juego del solitario, el futuro Nobel francés Henri Becquerel dejó por descuido sales de uranio en un cajón que terminaron manchando una película fotográfica. Su estudiante polaca Marie Curie se ocupó de analizarlas y descubrió que aquellas piedras liberaban una cantidad enorme de energía. Marie llamó a este fenómeno «radioactividad». Aunque Mendeleyev, ya viejo e inestable como algunos elementos de su tabla, se negó a creer en este nuevo fenómeno, la radioactividad fue considerada en ese momento y durante muchos años un milagro energético. De hecho, hasta la segunda década del siglo XX se usaban materiales radiactivos para muchos productos, como la pasta de dientes, hasta que finalmente se prohibió su uso en artículos de consumo. A Marie Curie, increíblemente, también le dieron el Nobel (no solo el de química, también el de física), sin embargo no la aceptaron en la Academia de Ciencias francesa, se dice que a causa de un affaire que tuvo con un físico casado. Curie murió de Leucemia. Hasta el día de hoy sus documentos siguen estando contaminados y no se pueden utilizar, mientras que sus libros de laboratorio están guardados en cajas forradas en plomo y quien quiera consultarlos debe ponerse un traje especial (o espacial).

 

 

 

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