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28-09-2023 Notas

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Por Pablo Manzano

Si se hubiese ido con un torero la entendería, ¿pero un químico?
Comentario del físico Wolfgang Pauli a un amigo después de que lo dejó su mujer

La ciencia es toda física o filatelia
Frase de otro físico, probablemente

 

A finales del XIX unos químicos (o mejor dicho una química llamada Marie Curie junto con su marido) descubrieron que unas piedras de uranio liberaban una cantidad enorme de energía, pero no sabían muy bien por qué. Hubo que esperar una década hasta la famosa ecuación del físico más célebre para saber qué estaba sucediendo. Aquellas piedras de uranio estaban transformando la masa en energía con una eficacia extraordinaria.

Entre otras cosas la ecuación de Einstein explicaba que hay una inmensa cantidad de energía encerrada en los objetos; no solo en el uranio, también en vos (sí, en vos). Venía a decir que la energía es materia liberada y la materia es energía esperando suceder. Incluso vos, si supieras como liberar toda tu masa de energía, podrías hacerla estallar con la potencia de 30 bombas atómicas. Pero no es nada sencillo (es más fácil que vayas y votes a Milei). Ni siquiera la bomba de uranio 235 (la Little Boy de Oppenheimer) lanzada unas cuantas décadas más tarde llegó a liberar más del 1% de la energía que podía liberar. En cualquier caso, mientras aquella ecuación de Einstein de comienzos de siglo se orientaba hacia lo infinitamente grande (concentrado como estaba él en las estrellas y galaxias), otros físicos ya comenzaban a pensar en lo infinitamente pequeño. Y algunos no tardarían en darse cuenta de que la energía contenida en el átomo podía ser liberada. El resultado: una ciudad para iluminar, o bien para eliminar.

¿Pero cuándo fue que se empezó a hablar de átomos? La idea de que todo lo inerte y todo lo vivo está compuesto de átomos se remonta a presocráticos como Leucipo o Demócrito. Es la naturaleza ubicua y casi eterna de los átomos (viajan, se reciclan, se redistribuyen volviendo a conformar toda clase de cosas) lo que ha inspirado ciertas ideas filosóficas, literarias, místicas y cósmicas: como que la muerte no existe, como que un hombre son todos los hombres, como que la mente y el universo están compuestos de lo mismo. Pero la primera aportación científica la realizó Dalton, un cuáquero religioso de familia pobre y con ceguera cromática, en el año 1808.

A los doce años de edad Dalton el daltónico ya leía a Newton en latín, a la vez que dirigía una escuela de su comunidad. A los veintipocos, instalado en Manchester, escribió varios libros que abarcaban un amplio espectro de conocimiento. Uno de esos volúmenes ofrecía una aproximación al átomo muy similar a su concepción moderna. Dalton no solo reafirmaba la idea de que los átomos son la raíz indestructible de la materia, sino que explicaba qué tamaño tenían y cómo se unían. Pese a la resistencia del cuáquero, la Real Sociedad le impuso una membresía. A su funeral acudió una multitud. Sin embargo, la aportación de Dalton tuvo que esperar algún tiempo para ser tenida en cuenta: casi cien años.

Y es que un siglo después de Dalton todavía no se creía en la existencia de los átomos. Incluso el físico vienés Ernst Mach (velocidad del sonido) decía que «son cosas del pensamiento, ya que no pueden apreciarse mediante los sentidos». Tal era el escepticismo en el mundo germanoparlante que el físico teórico Ludwig Boltzmann, un entusiasta de los átomos, se habría suicidado a causa de eso. Pero eso estaba a punto de cambiar, y todo lo que se llegaría a saber sobre los átomos sería realmente de no creer.

Dice Jorge Wagensberg que las dos hipótesis quizá discutibles pero que la ciencia siempre asume son: la realidad existe y se puede comprender. En física puede ocurrir que no se vea lo que se comprende, pues se comprende mediante ecuaciones. Luego la tecnología, que no está para comprender sino para transformar, aplica esas ecuaciones (ecuaciones sobre el comportamiento de átomos y partículas, por ejemplo). No ver un átomo (o una partícula) pero comprenderlo es asumir un orden que se debe crear y en el que se debe creer para llegar a algo, aunque luego ese orden sea descartado. Las matemáticas, como construcción mental a priori de la que se parte, no tienen que hacer ninguna concesión a la realidad. En física, en cambio, la menor contradicción entre una ecuación y la realidad que esta descifra es suficiente para acabar con una verdad.

Cuando se empezó a estudiar la estructura del átomo los físicos se vieron en la misma situación que los místicos. Contaban con un sofisticado instrumental, pero el proceso de observación y conocimiento no se daba a través de la experiencia directa. El mundo subatómico quedaba más allá de la percepción de los sentidos, con los que solo se podía acceder al zumbido de un aparato (un ejemplo de culminación de un experimento). Al igual que los místicos, los físicos se encontraron tratando con una experiencia no sensorial de la realidad, y, al igual que ellos, tuvieron que enfrentarse a una realidad paradójica y absurda.

Se supo, entre otras cosas, que el átomo era en su mayor parte espacio vacío con un núcleo muy ínfimo pero muy pesado. La analogía más frecuente decía que si un átomo fuera del tamaño de una catedral el núcleo sería del tamaño de una mosca sobre el muro de esa iglesia: pero una mosca miles de veces más pesada que el edificio. Si todo está hecho de átomos y los átomos sobre todo de vacío, resulta difícil entender la solidez de lo que somos y habitamos. Por ejemplo, que dos bolas de billar choquen y no se atraviesen como hologramas.

La explicación a lo anterior es la carga negativa de los electrones, razón por la que los campos de las cosas se repelen entre sí. En Europa el electrón fue el gran protagonista de la primera física subatómica, bautizada como cuántica en los años veinte. Quizá por eso más tarde no se llegó a fabricar allí la bomba, sino en Estados Unidos, donde estaban más interesados en el neutrón y su uso para partir el núcleo de uranio y liberar energía (fenómeno descubierto en Alemania por la dupla Otto Hahn y Lisa Meitner).

Los electrones ayudaron a entender más cosas. Su atracción hacia el núcleo (electromagnetismo) y su interacción con los protones, de carga positiva, explicaban por qué eran posible la conductividad eléctrica o el enlace de átomos para formar moléculas (el enlace de partículas a distancia ya sería para volar pelucas, sobre todo la de Einstein). Se supo también, gracias al danés Niels Borh, y acá la cosa empezaba a enrarecerse, que los electrones no orbitaban alrededor del núcleo como planetas alrededor de su sol (como se ve en la ilustración del átomo), sino que lo hacían desapareciendo y reapareciendo al otro lado del núcleo sin pasar por él (salto cuántico). Pero los electrones, con su extraña conducta, generarían aún más desconcierto en los físicos europeos de la segunda década, debido a su comportamiento ambiguo (a veces como partícula, otras como onda) y a la imposibilidad de determinar su estado (ubicación, etc.) previo a la medición, pues las posibilidades de un electrón, hasta que se lo observe, serán todas y estará en todas partes y en ninguna a la vez: como el gato muerto y vivo que Schrödinger[1] pergeñó en su afán divulgativo para consuelo de los legos limitados que no tenemos la menor chance de entender una ecuación.

Aunque las ecuaciones lo confirmaban, nada de todo lo anterior se correspondía con la intuición ni el sentido común. No era así como se comportaba la materia en la realidad clásica del mundo visible. Y esto a Einstein lo cabreaba (le volaba la peluca). Él mismo había abierto el camino con sus fotones ambivalentes, los cuantos de luz que pese a no tener masa se comportaban como materia. Sin embargo, se mostró muy escéptico respecto de los fenómenos a escala nuclear, y sobre todo no concebía que en ese universo diminuto la información pudiera superar la velocidad de la luz (lo cual contradecía su célebre teoría). Hay quien dice que Einstein desperdició la segunda mitad de su vida, buscando unificar dos cuerpos de leyes para distintos niveles de observación: el de los átomos y el de los objetos.

Comprendida a medias (o mal comprendida, me incluyo), la física cuántica, que tanta literatura ha inspirado (los senderos que se bifurcan) y otra tanta simplemente decorado, es la que ha terminado cincelando este mundo en el que vos a diario te reís y consumís (ya sea con tu smartphone, tu GPS o tu panel solar). Porque fueron los héroes de esta saga atómica (Einstein, Bohr, Heisenberg, Dirac, Pauli, Fermi, Schrödinger, Planck…) quienes, aceptando el comportamiento extraño de las partículas, dieron con ecuaciones que posteriormente fueron aplicadas al desarrollo de diversas tecnologías: el láser, los rayos X, la energía nuclear, las armas nucleares, la informática… Tecnologías como esta pantalla, en la que ahora mismo se están produciendo billones de transiciones atómicas que pueden describirse con ecuaciones. Esta pantalla en la que vos leés cosas como esta. O probablemente otras mucho más interesantes (memes, comentarios en redes, noticias sobre Milei, whatever).

 

 

 

[1] Por cierto, Schrödinger realizó también la inquietante afirmación de que «el número total de mentes es solo una», evidenciando el estrecho vínculo entre la física de partículas y el misticismo oriental.

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