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12-09-2023 Notas

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Por Hernán Ronsino

Hay muchas formas de convertirse en lector. Tantas como personas existen. Y esos caminos intrincados que llevan a leer muchas veces se dan por espacios ajenos a las bibliotecas o a las escuelas. Claro que es mejor que haya libros cerca a que no los haya. Obviamente. Pero creo que un lector se construye como lector antes de tener un libro en las manos. Primero está la mirada. Para leer hay que tener una mirada voraz, una mirada que esté incómoda con la realidad. Tengo la sospecha de que me formé como lector no en una biblioteca, tampoco en la escuela, creo que me formé como lector, por ejemplo, en lugares como este: cuando estas canchas no tenían tribunas, cuando estas tribunas eran un sueño de algunos socios, cuando la década del ochenta corría con sus complicaciones políticas y económicas.

Hay dos escenas que recuerdo con insistencia porque funcionan como un complemento.

Vivía cerca de la cancha de Cerámica Argentina. Iba a esa cancha en los días de semana como quien se esconde en un cuarto a leer. Entraba por un hueco del alambrado que había en una de las esquinas. Toda la cancha vacía, silenciosa y libre para jugar, para desplegar los partidos que quisiera. Largas horas pateando solo contra un arco. Montando jugadas imaginarias. El juego y la lectura tienen una tierra común. La soledad los hermana. Jugar y leer en soledad nos coloca en una posición de intriga, de expansión sólo amenazada por la distracción que pueda venir del entorno o de la emergencia del aburrimiento. Pero tanto la distracción como el aburrimiento son necesarios, como dice Raúl Ruiz en algún ensayo. El aburrimiento como una necesidad para salir y volver enriquecido a la escena de lectura.

El otro momento que vuelve insistente se daba en esa misma cancha pero los sábados a la tarde cuando había partidos. Me la pasaba pegado al alambrado, escupiendo cascaras de girasoles, viendo partidos malos, malísimos pero había algo en todo eso que me atraía con fervor. Eran las pasiones que se desplegaban en la cancha, en las afueras, en los preparativos, en los festejos. Por ejemplo: una tarde de sábado gris y ventosa, jugaban Alsina y Varela. Se jugaba algo importante, había algo en juego importante pero no recuerdo qué era, tampoco recuerdo el resultado final. Solo recuerdo una jugada: el lateral derecho de Varela salió a cruzar un ataque, le ganó la posición al delantero y despejó, tiró la pelota lejos, con fuerza (todo eso ocurrió en el arco que da a los vestuarios); el arquero había quedado a mitad de camino, sorprendido, por eso la pelota se le metió por encima. Era un golazo si no se tratara de un gol en contra. El lateral se tiró al piso y lloró desesperado mientras los de Alsina festejaban a los gritos. El lateral era un tipo gigante, nunca pasaba desapercibido en ningún lugar. Había ido a la escuela Industrial con mi hermano. En los boliches bailables se lo veía desde cualquier punto panorámico. Su cabeza resplandecía con las luces de colores. Trabajaba en la Seven Up. Cargaba los camiones. Después de ese gol nadie se le acercó a consolarlo. No fue necesario. Salió de la cancha, así como estaba, con la camiseta y los botines puestos, montó una bicicleta y se fue. Alguien le empezó a gritar, el aguatero lo corrió unas cuadras pero ya no había manera. Cada vez que después lo veía en el montacargas o con una lata de cerveza acodado en la barra en cualquier boliche, no podía dejar de pensarlo hundido en esa tristeza que lo hizo llorar contra el pasto de la cancha. Hay detalles que desnudan. Que definen una personalidad y la atraviesan. Los personajes de ficción se nos incrustan en la memoria de la misma manera: son singularidades que se constituyen en los detalles, para volverse imborrables.

En “El arte del biógrafo”, por ejemplo, Marcel Schwob plantea una idea parecida y que es central para entender la mirada del lector y que es central a su vez para todo narrador. “El arte del biógrafo consiste en la selección. No debe preocuparse por ser verdadero, debe crear un caos con rasgos humanos. El biógrafo sabe elegir lo que es único, lo singular. Por desgracia, los biógrafos creyeron que eran historiadores. El arte es ajeno a esas consideraciones. Vale lo mismo un retrato de un desconocido que el retrato de Erasmo. El arte del biógrafo consistiría en valorar la vida de un pobre actor como la de Shakespeare”.

Mirar la singularidad del mundo para poder leer y para poder escribir.

A propósito del arte del biógrafo, pienso en el biógrafo más importante de esta ciudad, pienso en Gaspar Astarita. La primera vez que vi a un escritor fue a Gaspar Astarita. Cada vez que lo cruzábamos por las calles se decía: ahí va Astarita, el escritor. Siempre me generaba lo mismo, un misterio. Una intriga. Un tipo con un mundo propio. Las cosas que pensaría, pensaba yo. Una vez me lo crucé atrás del Polideportivo. Los dos andábamos en bicicleta. Y cuando lo vi, con la parsimonia del que va pensando despacio pero para llegar profundamente a esos lugares a los que a veces solo se llega con la escritura, lo empecé a seguir. Anduve cerquita un par de cuadras, Gaspar llevaba un broche en la botamanga del pantalón; cuando decidí pasarlo oí que silbaba bajito un tango. No me atreví a decirle nada.

Astarita escribió libros fundamentales para la memoria de esta ciudad. Si Birabent escribió el monumento, si Mario Visiconte discutió desde el rosismo contra ese monumento implacable que es El pueblo de Sarmiento, Astarita trabajó con personajes, supo desplegar lo que Schwob plantea en “El arte del biógrafo”: es decir, narró las singularidades, esas vidas que llevaban encima algo extraordinario. Los libros sobre Pascual Contursi, Argentino Galván o Julio Cortázar son un ejemplo de lo que digo. Astarita murió en 2003. Solo estuvimos tan cerca esa vez que lo pasé en bicicleta. Nunca imaginó Gaspar que ese pibe que lo seguía en bici para ver cómo era de cerca un escritor iba a recibir varios años después su archivo personal. Patricia Astarita, la hija de Gaspar, un día me ofreció el archivo de su padre. Fue una enorme emoción. Los manuscritos, las anotaciones, la preparación de cada biografía. Los detalles del crimen de Carlos Ortiz, los retratos de los italianos que forjaron un barrio, su pasión por el lunfardo y el tango. Tener esos papeles era ver finalmente lo que andaba espiando en la bici: ver cómo lo hacía un escritor, cuál era su modo de trabajar, su trazo íntimo. Nunca hablé con Gaspar. Pero, sin tenerlo muy claro en ese momento, siento que percibí en Gaspar Astarita un modelo de escritor. El que deambula, el que busca la orilla para pensar de otra manera, el que no se olvida del pasado porque el pasado nos acecha.

Entonces, uno es lector antes de tener un libro en las manos. Se trata de construir una mirada que destruya la esencia de las cosas y pueda ver lo extraordinario en lo cotidiano.

Joaquin Giannuzzi dice algo así en este hermoso poema.

La poesía no nace.
Está allí, al alcance
de toda boca
para ser doblada, repetida, citada
total y textualmente.
Usted, al despertarse esta mañana,
vio cosas, aquí y allá,
objetos, por ejemplo.
Sobre su mesa de luz
digamos que vio una lámpara,
una radio portátil una taza azul.
Vio cada cosa solitaria
y vio su conjunto.
Todo eso ya tenía nombre.
Lo hubiera escrito así.
¿Necesitaba otro lenguaje,
otra mano, otro par de ojos, otra flauta?
No agregue. No distorsione.
No cambie
la música de lugar.
Poesía es lo que se está viendo.

* Texto leído en la segunda edición del Festival del Libro de Chivilcoy (FLICH),
el sábado 2 de septiembre de 2023, en la cancha de básquet del Club Colón, como discurso inaugural.

* Portada: Jeff Jamison (detalle)

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