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27-10-2023 Notas

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Por Pablo Manzano

Hoy parece una obviedad: los genes están en el origen de la síntesis de proteínas, un proceso decisivo para la vida. Pero con los genes pasaba como con los átomos. ¿Eran imaginarios? En los años treinta todavía se dudaba de su existencia. Capturar un gen era como capturar un pensamiento para examinarlo en un microscopio.

El ADN sí que había sido descubierto en un microscopio, en 1869, por un científico suizo (un tal Miescher) que estaba examinando vendajes quirúrgicos. Nucleína, así bautizó a la nueva sustancia, porque residía en el núcleo de la célula. El suizo pensó más tarde que podría ser el agente básico de la herencia. Estaba tan acertado que no le hicieron ni caso y hoy nadie lo recuerda. ¿Cómo podía ese ácido tan rudimentario escribir la historia de la vida con cuatro letras? Durante varias décadas a nadie se le ocurrió pensar que lo extraordinario eran las combinaciones de esos nucleótidos, ni que dos metros de ADN en cada célula no podían estar allí porque sí.

El papel clave de los cromosomas en la herencia fue confirmado por los experimentos de Morgan, que se iniciaron a comienzos del XX, tras el redescubrimiento de los experimentos de Mendel. Los resultados de Mendel habían sido demasiado buenos para ser verdad, sin embargo con el tiempo lo convirtieron en el padre de la genética moderna. Ni en tiempos de Mendel ni en tiempos de Morgan el gen (contenido en los cromosomas) existía siquiera como palabra.

La historia de la vida no es solo la historia de lo vivo; más bien de lo vivo y lo inerte. Un átomo, por ejemplo, en sí mismo no tiene vida, y si no hallara refugio en la membrana de una célula no pasaría de ser una sustancia interesante. Una célula, por su parte, tampoco sería nada sin los átomos que la componen. Otro ejemplo son las proteínas, que no están vivas como las células y sin embargo son determinantes en los procesos celulares, los cuales dependen de ellas (al mutar y cambiar de estructura, las proteínas provocan envejecimiento y enfermedades). Lo mismo da que la composición molecular de lo vivo sea más compleja que la de lo inerte. Son estas agrupaciones químicas necesarias lo que parecen demostrar que la vida es una manifestación obligatoria de la materia.

Ninguna molécula está viva, pero el ADN lo está menos aún. Es una de las moléculas inertes menos reactivas, de ahí que se pueda recuperar o extraer de fragmentos de semen o sangre, aunque ya estén secos, o de huesos muy antiguos. De ahí también que se haya tardado tanto en entender cómo algo con tan nula vida podía ser tan determinante en el proceso de la misma.

Hoy se sabe que los aminoácidos son los ladrillos de la vida (Kelvin incluso llegó a afirmar que su origen, y por tanto el de la vida, podría haber sido un asteroide; en 1969 se hallaron restos de uno en Australia, tan viejo como el planeta, que contenía los aminoácidos que forman las proteínas terrestres). Se sabe también, justamente, que los aminoácidos se combinan formando cadenas que se pliegan en estructuras de proteínas. Y se sabe sobre todo, aunque aquí la cosa se ponga farragosa, que el origen de la producción de proteínas son los genes: transcripción de ADN a ARNm y posterior traducción en una secuencia de aminoácidos que se ensamblan siguiendo instrucciones para formar proteínas funcionales y estructurales.

Pero en tiempos de Morgan se sabía poco más que lo referente a los cromosomas y la herencia. Estaba claro que el proceso de la vida se iniciaba en el núcleo de la célula, aunque la síntesis de proteínas se produjera fuera, lejos del ADN, que parecía dirigirlo todo. Era necesario atisbar el corazón del ADN, para así entender por qué su molécula hacía lo que hacía. Había que determinar su forma, visualizar su estructura.

Fue en la década del cincuenta cuando un cuarteto de científicos anglos dio con la famosa doble hélice. Eran tres hombres, James Watson el más sobresaliente (niño prodigio que triunfó en programas radiales de preguntas y respuestas y hasta inspiró un personaje de Salinger en Frannie and Zooey), y Rosalind Franklin, quien, adelantada al resto del equipo, era la que disponía de las mejores imágenes existentes de la posible estructura del ADN. Franklin las había obtenido gracias a la cristalografía de rayos X, una técnica crucial para esa investigación, y se negaba a compartirlas con sus compañeros (tampoco llegaría a compartir con ellos el Nobel). De hecho, hasta se burlaba de ellos y jugaba a despistarlos: si bien estaba claro para todo el grupo que el ADN tenía una forma helicoidal, Franklin insistía en negarlo. Watson fue quien más la presionó (acosó) para que colaborara, llegando incluso a ningunearla, tanto durante la investigación como años más tarde en su libro La doble hélice, donde Watson se refiere a Franklin como «una mujer deliberadamente antierótica, que no usaba barra de labios ni mostraba el más mínimo interés por la ropa». Más allá de su manera de vestir, es sabido que Rosalind Franklin nunca se ponía el delantal de plomo para trabajar y que se exponía a los rayos X despreocupadamente. Murió de cáncer a los 37, antes de que sus tres compañeros recibieran el Nobel (premio que no se entrega a título póstumo). Watson, sin el consentimiento de Franklin, había logrado finalmente hacerse con sus imágenes, lo que le iluminó el camino para que él mismo terminara presentando al mundo el modelo de la estructura del ADN.

Una vez aclarada la estructura del ADN, los avances en genética fueron veloces. Hoy sabemos que la replicación (vía polimerización: copiar y pegar) es un proceso fundamental para la vida (o la muerte). Sin división celular no solo no habría herencia, tampoco crecimiento, ni desarrollo, ni regeneración (ni tumores). El mecanismo es tan perfecto que hasta los virus lo usan, infectando células, para producir copias de sí mismos, de su propio material genético, y así sobrevivir. Claro que la replicación de vez en cuando podría no ser del todo exacta, podría suceder que una letra del ADN acabara en otro sitio y producirse una modificación/innovación que luego se propaga con la reproducción sexual: ya sea con ventaja o desventaja. Un error tal podría, por ejemplo, aumentar la cantidad de células rojas para transportar oxígeno. Esto puede tener un valor adaptativo si se vive a gran altitud, y no tenerlo al volverse la sangre más espesa. En la evolución, muchas veces un error es una eventual solución que precede a un eventual problema. Pero demasiados errores de replicación hacen que un organismo sencillamente no funcione.

La genética descubrió también que aunque los genomas (y no el genoma) son todos diferentes, los individuos en sí no lo son tanto. Se ha llegado a decir (Bill Bryson, Una breve historia de casi todo) que no estaríamos aquí sin un poco de incesto. El 99 % de coincidencia genética entre los seres humanos es lo que nos convierte en especie y nos hace casi idénticos. Solo el 1% restante es individualidad. Y algunos experimentos hasta han demostrado que nuestros genes coinciden en un 90% por ciento con los de un ratón. Podríamos incluso activar un gen y hacer que nos crezca una cola.

Sin embargo, por mucho que haya avanzado la genética, hay cosas del ADN que todavía apenas se comprenden. Por ejemplo, que el 97 % del ADN sean largas extensiones que no parecen tener ningún sentido. Es lo que se llama ADN basura. Porque solo en unas pocas hebras aquí y allá se encuentran segmentos específicos de ADN que controlan y organizan las funciones vitales: se trata de los genes, tan escurridizos durante mucho tiempo como un pensamiento. En cuanto a la gran mayor parte del ADN, basura o inútil, no parece tener otra finalidad que estar al servicio no de nosotros, sino del propio ADN. Su única función sería la de replicarse con monotonía, satisfaciendo así el deseo del gen (el gen egoísta, como lo llamó Richard Dawkins) de propagarse y perpetuarse. La vida, en definitiva, que solo quiere seguir siendo.

 

 

 

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