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23-10-2023 Notas

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Por Diego Fernández Pais

Está bueno El niño terrible y la escritora maldita porque Jaime Bayly, esa especie de excepción que confirma la regla, es un escritor que hizo bastante guita. Y parece que en una época, alrededor de los cuarenta años, llegó a conducir tres o cuatro programas de televisión al mismo tiempo, lo que lo obligaba a llevar un ritmo de vida frenético, agotador.

Precisamente, tenía que volar tres o cuatro veces por semana entre Lima, Bogotá, Buenos Aires y Miami. Pateaba con las dos gambas desde siempre, pero la primera mujer (una peruana muy conservadora que en la vida real se llama Sandra) no quería saber nada con el divorcio. Tuvieron dos hijas casi de la misma edad. Cuestión que cuando las nenas cumplieron diez y doce años respectivamente, o algo así, él le pidió el divorcio y se enganchó con un argentino escandaloso, farandulero, en verdad impresentable. 

Entonces Sandra, la ex, lo empezó a volver loco con que le comprara una buena casa o un piso en Lima. En la ficción Bayly se llama Baylys y a la rompepelotas de Sandra, por esa obsesión inmobiliaria, le pone de nombre Casandra, es decir: casa + Sandra. La mina se pone tan pesada que él accede a comprar los dos pisos más altos de un edificio todavía en construcción. Uno para ella y sus hijas, y el otro para usar él cada vez que volviera a Lima. 

El dueño de la constructora del edificio y la cara visible de ese proyecto ABC1 en el que Baylys ya había invertido casi un palo verde, era el padre de la mejor amiga de —obvio— Sandra/Casandra. A la postre, el padre de la íntima amiga de la ex, más que un fabuloso empresario, resultó ser un terrible cagador y, de un día para el otro, abandonó todo y desapareció de Perú sin terminar el edificio en el que nuestro héroe Baylys ya había metido (repito) ese casi palo verde acumulado a fuerza de tolerar una calidad de vida espantosa, muy agitada, que incluso llegó a quitarle las ganas de dormir. Que lo volvió, literalmente, un tipo insomne. En otras palabras: ganó un palo, pero perdió el sueño, la capacidad de dormir. 

Redondeo: está bien narrado en los primeros capítulos de la novela ese vertiginoso ritmo de vida del protagonista entre cuatro países distintos que, como ya he dicho, le permitió juntar un palo a los cuarenta años; también hay destreza por parte del autor en la descripción psicológica de Sandra/Casandra y lo pesada que ésta se pone con el tema inmobiliario y, además, en cómo nuestro héroe Baylys (en menos de 50 páginas) pierde ese casi palo verde que tanto le había costado juntar. Por supuesto, como eran conocidos, no habín escrituras ni boletos de compraventa de por medio. Y entonces a Baylys, quizá con placer, no le quedó otra que comerse ese flor de pijazo.

La historia del libro, sin embargo, es distinta. El consuelo de Baylys será una hermosa aspirante a escritora maldita que se llama Lucía Santamaría. Ella tiene apenas veinte años y un culo divino, y el es un cuarentón regordete con fama de gay. De igual modo, contra todas las probabilidades, se enamoran furtivamente y él hasta llega a blanquear la relación ante el mundo en una entrevista que le hace en su programa de televisión. Finalmente, con el tiempo tienen una hija y comen perdices en su mansión de Miami. 

El otro punto de vista de esta historia está narrado por Silvia Núñez del Arco, el personaje en el que se inspiró Bayly para crear a Lucía Santamaría, en su novela Nunca seremos normales.

Literatura sin pretensiones, menor, para leer en la playa. Y que nos invita a todos a persistir en la ilusión romántica de que, no importa a la edad que sea, siempre estamos a tiempo de poder llegar a encontrar el verdadero amor. Más que bueno, un deleite.

 

* Foto portada: Gustavo Gavotti

 

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