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Por Guillermo Fernandez
En la actualidad se priorizan los discursos en los que se enfatiza la necesidad de una elección como horizonte, como una meta a alcanzar. El hombre contemporáneo, además de sentirse prisionero en la sociedad en la que vive, está cautivo por el hecho de tomar partido, de definirse; por otro lado, se observa cómo los grandes argumentos se desmoronan con facilidad por falta de pruebas, de evidencia.
Se debe pensar que las grandes estrategias discursivas quedan relegadas a la literatura; un espacio en el que la libertad del error puede estar entendida como un fin estético en sí mismo.
La conducta, entonces, resulta un mero ejercicio con el mero compromiso de someterse a la pasión estilística.
¿Qué rasgos cautivaron y, por ende, fortalecieron las virtudes? ¿Hoy se podría pensar en las palabras de Casio, en el drama Julio César de Shakespeare (siglo XVI) frente al cadáver del cónsul asesinado?
No es que al mundo le falten muertes, sino que, por el contrario, carece de las palabras que impulsen el carácter. Resulta fácil depositar en el período clásico toda la gesta de varones o mujeres empeñados en modelar lo ejemplar.
Iuri Lotman, un especialista en semiótica de la Escuela Rusa de Tartu, en su texto Semiótica de la cultura (1979) hace referencia a un concepto significativo: el de la lengua como modelización del mundo. En otras palabras, hay una impronta semiótica, como proceso que desarrolla significantes para comprender esquemas complejos, a partir de los cuales hay una adhesión de hábitos a imágenes visuales o textuales. Siguiendo esta línea de pensamiento, no resulta difícil entender la imitatio, como pregnancia, que surgió con los personajes de la literatura francesa, para tomar un ejemplo, creados en los tomos de En busca del tiempo perdido por Marcel Proust en el siglo XIX.
¿Cuántos gestos, maneras de “amar”, de escuchar música y también de vincularse con el otro se modelaron a partir de esos siete tomos? ¿Cuántas mujeres sufrieron el despecho de cualquiera de las divas de Guermantes?
Hablar de “calco” resulta reducir el concepto y llevarlo a la idea de una mera reproducción, de disminuir el efecto de una lectura que provocó seguidores entusiasmados por correr la misma suerte que los personajes. La heroicidad se convirtió en un pathos, una razón de existencia, sin otro argumento que el de “identificarse” con la víctima.
En el mismo sentido, la ópera atrajo auditorio para enaltecer el dolor. Madame Butterfly (1904) de Giacomo Puccini conmovió a los oyentes con su famosa aria Un bel di vedremi, protagonizado en lo posible por María Callas, en su versión de Cio-Cio San. Quizás todos estaban atentos a la vida íntima de la soprano, que no estaba tan alejada del martirio, y escuchaban cómo el bel canto y la vida personal de la artista confluían en escena.
Fue una prueba de que el desamor y la traición nunca dejarían de ser un tópico con la cuota de sadismo indispensable para lograr la perturbación. Lo heroico abandonó, pues, el campo de batalla y la victoria sobre los territorios enemigos; se convirtió en un acto privado, a escondidas que requería de “otro”, un sujeto que se transformaba en una matriz impiadosa.
Julio César, Casio y Marco Antonio se convirtieron en mártires del poder y de la ambición que lo sustentaba. William Shakespeare delimitaba contornos para “ajustar” conductas públicas.
El amor no correspondido nunca podía ser público, sucedía entre bambalinas o en un territorio como Guermantes, en el que las pasiones se discurrían en los grandes salones.
Después de todo, una conducta siempre se pergeña; el arte sólo atempera, en el mejor de los casos, las consecuencias.
* «Gigantes» (1898) sw Viktor Vasnetsov
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