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05-10-2023 Notas

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Por Luciano Lutereau

En ciertas mujeres es común que les cueste mucho dudar de una relación.

Dicho de otro modo, no pueden estar con alguien sin verlo como un “candidato”; es decir, el “vamos viendo” -que los varones pueden llevar al extremo de que sea el estado mismo de la relación- para ellas es imposible.

En esta actitud hay una cuota de autoengaño, en la medida en que muchas veces ni saben quién es el otro, es como si se convencieran del vínculo antes que explorarlo; también es clara la determinación social de esta posición, en una cultura en la que el deseo de las mujeres tiene una forma privilegiada en la fantasía de ser elegida.

Sin embargo, no es esto último lo que me importa, sino el rasgo psíquico de no poder dudar y el esfuerzo que requiere.

Algunas llegan a decir que si dudaran, dejarían de amar. Esto es lo interesante, ¿qué amor es el que no está afectado por la duda, la vacilación, la elección que se elige a sí misma cada día, en cada ocasión?

En principio, este es un tipo de erotomanía, una muy poco investigada. No necesariamente psicótica, pero tampoco neurótica -este no es el amor de la histeria femenina, lleno de inquietudes y más pendiente de que el otro quiera.

Este tipo de erotomanía tiene como condición -a diferencia de la histeria, orientada por el padre- la relación con la madre, un forma particular de dependencia en el vínculo materno.

En términos generales, con matices que varían en cada caso, se trata de mujeres que nunca pudieron cuestionar a su madre.

En este punto, la crítica se les representaría como una interrupción del vínculo. Por lo bajo, saben que la madre se equivoca, que su palabra no es absoluta, pero jamás dirían algo en voz alta.

Para estas mujeres, solo hay una voz: la de la madre. Por eso cuando hablan de sus vínculos, siempre cuentan lo que otros dicen, escondiendo lo que puedan tener ellas para decir.

Son mujeres que esconden, tan diferentes de las mujeres con secretos. Y sobre todo se esconden de ellas mismas. Su amor, de raíz materna, encubre un odio imposible de asumir.

Freud decía los segundos matrimonios de las mujeres eran más felices. Porque el primer matrimonio es con la madre y, en casos como los de estas mujeres, el relevo de la madre es también un sustituto materno.

Una mujer que no es capaz de engañar a su pareja no es muy confiable. Estar en pareja con una mujer es estar advertido de sus micro-infidelidades -que cuanto más “micro” sean, mejor, pero querer evitarlas sería un disparate.

Este es el precio que hay que pagar para no ser la madre de una mujer. Ni aquella ante la que calla, pero tampoco aquella con la que se pelea sin motivo, por cualquier detalle, solo para diferenciarse.

Es poco cierto que los varones son más infieles que las mujeres. Es verdad que muchas jamás se lo permitirían, por temor a dejar de amar. La debilidad de este amor no es una virtud.

Son varias las mujeres que pueden ser infieles sin necesidad de escapar de un vínculo en el que temen quedar atrapadas. Algunas son infieles con los hijos, con sus amigas, con la actividad que más les gusta desarrollar.

Ahora bien, la estructura del amor necesario -es decir, la necesidad de amar- es sumamente problemática y requeriría una mayor consideración desde el punto de vista de su psicogénesis.

 

* Detalle de «A Chelsea Interior» (1857–1858) de Robert Scott Tail

 

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