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18-10-2023 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

“Que estalle”, dice Javier Milei. Lo dice así, con esta dicción, en TN: “Si vamos a seguir con ese sistema parasitario, y que además, a la postre, tiene destino castro-chavista, ya sea a la velocidad supersónica que propone la izquierda, a la velocidad de un Fórmula 1 que es lo que propone el kirchnerismo o a la velocidad de tortuga embarazada que es lo que propone, digamos, Juntos por el Cambio, ¡pero todo eso tiene el mismo sentido!, que estalle, porque, digamos, o sea, no puede ser…”

Ahí, el periodista Diego Sehinkman lo interrumpe: “¿Qué dijiste?” Milei afirma: “Que estalle”. “¿Que estalle qué?”, repregunta. “Que estalle, digamos, la economía, sí, que estalle”. ¿Qué otra cosa puede estallar, también, además? “Se viene el estallido”, escribe en las redes, cada tanto, con frecuencia, de forma periódica. ¿Qué es lo que puede explotar y qué es lo que, según el propio Milei, ya explotó? ¿Qué cosa puede reventar: la economía, la política, el país, nosotros, algunos, todos, quiénes?

II

Pío XII pidió que no le quitaran los órganos. Por tradición debía ser embalsamado. Pero Pío XII —el papa de Hitler, según John Cornwell— quería conservar las condiciones “en las que Dios lo creó”. Su médico personal, el italiano Riccardo Galeazzi-Lisi, le habló de un proceso inventado por el cirujano Oreste Nuzzi. Aceites y resinas, como se hizo con el cuerpo de Jesucristo, dijo en una conferencia. Ósmosis aromática: desoxidar el cadáver y envolverlo con celofán durante un día entero. 

Parecía un método infranqueable pero los días posteriores a su muerte en la ciudad italiana de Castel Gandolfo —Pío XII falleció el 9 de octubre de 1958, del corazón, a los 82 años— hizo mucho calor. En un principio resultó bien pero a las horas comenzaron las reacciones químicas. Mientras ocurría la procesión fúnebre a Roma el 11 de octubre —el cardenal Angelo Giuseppe Roncall escribió que ningún emperador romano tuvo tanta ovación— la descomposición le ganó a la conservación.

Lo primero fue el abdomen: comenzó a inflamarse notablemente. Luego la cara: de los ojos y la boca empezó a salir —en palabras del doctor Antonio Margheriti— “una miasma oscura”. Entonces Pio XII explotó. Según el relato de Margheriti, “se puso negro, se le cayó el tabique nasal y los músculos faciales, horriblemente retraídos, le hicieron resaltar los dientes en una risa escalofriante». 

III

Zurdo de mierda. Zurdo ignorante. Zurdo fracasado. Zurdo resentido. Las variantes se agolpan en la ex Twitter como un tacho de basura rebalsado. Y delante de esa definición aparece un verbo en el imperativo y en el afirmativo del vos: reventá. (El detalle es que el tilde en la A final nunca aparece.) Reventá zurdo, dicen. Reventá zurdo, piden. ¿Cuál es la fijación que tienen los fans de la libertad, ya no con los comunistas, los izquierdistas o los progresistas, sino con la acción misma de reventar, de ver a alguien reventarse, de hacer que alguien reviente?

IV

Combustión espontánea humana. Así definieron durante mucho tiempo a los cuerpos que explotaban sin una fuente externa de ignición. El caso de la condesa italiana Cornelia Zangheri Bandi es uno​. Una noche de 1731 se levantó de la cena, “embotada y con pesadez”, y se acostó a dormir. Al día siguiente, cuando la criada la fue a despertar, la escena se componía de mucho, muchísimo hollín, olor nauseabundo y, sobre la cama, un cuerpo, o lo que parecía ser un cuerpo: una pila de cenizas y alrededor, completando la figura, las piernas intactas y parte de su cabeza.

Hay un libro de 1823 que aborda el asunto: Jurisprudencia médica. Dice que “los casos registrados tienen estas cosas en común” y enumera siete puntos, pero el más importante es el último: “La combustión del cuerpo ha dejado un residuo de cenizas grasientas y fétidas, de olor muy desagradable”. Dickens narra una combustión espontánea humana en su novela de 1853: Casa desolada. Buscan al señor Krook. “¿Se habrá ahorcado en algún rincón? Miran por todas partes. No”. Entonces ingresan a una habitación donde “flota un vapor sofocante y maloliente”.

Todo lo que explota, desde un reactor nuclear a una ballena encallada, causa muchísimo olor. Uno puede taparse la nariz cuando el hedor aparece, pero no es fácil. Aparece de repente, sin aviso previo, y luego hay dos posibilidades: el terror o el desmayo.

V

Los dientes apretados, bien apretados, y aún así los labios se abren, la boca se estira, las palabras salen. La bronca, pareciera, está contenida. No, la bronca no, porque la bronca sale, clama, se desata. El exabrupto tampoco, porque la reducción vulgar y efectiva de lo que llamamos “malas palabras” se ve, se escucha; sobra. Hay algo adentro, algo detrás de todo ese discurso, de toda esa oratoria, de todos esos deseos manifiestos que permanece reprimido. Pero qué. Y qué forma tiene, qué clase de materia lo compone, cómo se ensamblará con la realidad si es que, finalmente, se libera.

VI

En los años finales del siglo XX, Bucarest tenía un circo. Y en ese circo, un espectáculo con la belleza del fuego. Vlad Cazacu, un hombre de 43 años, escupía grandes llamaradas que alumbraban el escenario. Las primeras filas sentían el calor en sus mejillas. Vlad decía que podía “comerse el fuego”: se metía una antorcha encendida en la boca y luego eructaba humo. Era sorprendente y gracioso, arriesgado y divertido. 

Pero el 23 de enero de 1998 Vlad eructó antes. Eructar no es otra cosa que liberar un gas que se guardó en el tracto digestivo durante la comida. Ese día ese gas no estaba solo: Vlad tragó unas gotas del líquido inflamable. El eructo generó la combustión y su cuerpo ni siquiera llegó a prenderse fuego, directamente explotó. La reacción de los espectadores fue muy entusiasta: aplaudieron y vitorearon; creían que todo era parte del show. 

Lo que cambió el clima fue el grito agudo de la mujer que vendía pochoclos: en su máquina de vidrio cayó un pedazo caliente de la cara de Vlad.

VII

Cuando Pío XII explotó intentaron reconstruirlo. Lo llevaron a la basílica de San Pietro, y Nuzzi y Galeazzi-Lisi se pusieron a trabajar nuevamente en ese cadáver destrozado. No hubo más opción que una máscara de cera y ubicarlo a dos metros de altura para que nadie pudiera verlo de cerca. Pero la descomposición ya estaba muy avanzada. El olor era insoportable. Los cuatro guardias suizos que permanecieron cerca del cadáver se descompusieron y tuvieron que ser asistidos. Incapacitados para sentir terror, no les quedó otra que abandonarse al desmayo.

* Portada: Edición sobre foto original de Franco Fafasuli

 

 

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