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Por Cristian Rodríguez
Llega a mí un antiguo número de la icónica Rolling Stone, “Manson ahora, la confesión de un hombre que sepultó el Verano del Amor”, Rolling Stone Nº 191, febrero de 2014. Como en las ficciones literarias, la producción del saber excede la temporalidad fáctica y evanescente de un mensuario. Otro tanto sucede con la crítica literaria o la crítica de material de escritura, este texto llega a nosotros con una actualidad incesante que bien podríamos encontrar en la sala de espera de alguna barbería de moda, no por eso menos eficiente en su tremolar de vientos y ornamentos. Esta nota fue escrita mucho antes de la película de Tarantino: Érase una vez en Hollywood, donde trata y reescribe el tema. Mientras llega mi turno imaginario tendido en los sillones de espera de color tabaco de esta barbería de asientos rotatorios de barbero retro y verde inglés frente a los amplios espejos del salón, mientras creo escuchar el estruendo de las líneas de guitarra de Hendrix en Woodstock a la par de los estruendos del napalm en Vietnam, mientras persevero a pesar del zigzag incesante de las tijeras podadoras del recinto embadurnado en vapores, vahos y humaredas, coligo pienso escribo anoto siento me adormezco. Estos vapores malsanos son mis vapores preferidos, con ellos vivo y persevero. Considero entonces que esta entrevista fue una oportunidad desperdiciada. En principio, despoja la chance del testimonio directo del convicto Manson, por un exceso retórico en el uso del discurso diferido por parte de Erik Hedegaard. El narcisismo y los prejuicios del entrevistador, a la sazón el narrador de la historia, superan así la fuerza del testimonio. Hedegaard confunde el llevar adelante la fuerza del relato con la profanación, en el aspecto periodístico del Manson profético como potencial narrador ligado a las vicisitudes y multiplicidades de la versión, respecto de dar al relato su complejidad verídica. Escuchen escritores y periodistas, no retroceder frente al horror.
Se pierde así aquello auténticamente valioso de las declaraciones de Manson, el testimonio de un psicópata en su telaraña de disculpas, pisoteos, premoniciones, coartadas truncas, delirios megalómanos, manipulaciones dispersas y fragmentarias, como un empaquetado de pop art, un Warhol negro, un negativo contemporáneo de la experimentación del “verano del amor”, tomando en cambio de los mecanismos y emergentes de esa compleja época sólo el armazón, el señuelo de alambre retorcido: ácido, amor libre, música psicodélica, instalaciones y happenings, flecos en la ropa, vinchas y Harleys. Y es aquí, en su posible oportunidad de hacer la diferencia, donde se deshacen y caen los gajos podridos de la manzana del entendimiento: mientras la cultura hippie intentaba desarmar el horror intervencionista y paranoico de la cultura de masas, reflejado perfectamente en el perfil político que tuvo la década de los sesenta en EEUU –asesinato del presidente Kennedy incluido, la guerra fría y armamentista, las persecuciones raciales, la invasión a Vietnam-, Manson, el monje negro, el Rasputín autoproclamado, el vulgar hombrecito marginal que salta a la notoriedad y busca su célebre inscripción mitomaníaca, le da consistencia a estas facciones más fanatizadas y conservadoras de la cultura capitalista mimetizándose con la cultura hippie. Manson el infiltrado, Manson el doble agente, Manson el eco que veríamos polinizar en el Travis Bickle de Taxi Driver.
El presumido Hedegaard, el periodista que se aprecia de sí mismo tanto como ahora yo lo hago con vosotros, antepone sus presunciones moralizantes al estilo “así es como pasa sus días… así hasta la muerte”, como respuesta literaria y defensiva. Esa no es la cara descubierta de una auténtica entrevista, que tendría que dejar drenar lo crudo del testimonio y la tensión de la relación con un personaje, Manson negro e inmortal hecho a sí mismo para la celebridad, a partir de los asesinatos de Tate y Lobianco, y no la reducción a un torneo de narcisismos, de los cuales el periodista toma venganza en la mediatez de la publicación y no en el riesgo –que podría haber sido calculado- de la relación viva del durante de las interlocuciones con Manson en la cárcel. Hedegaard no entiende jamás como interpelarlo. Y puedo asegurarles que en la cárcel no se cuecen los estigmas ni los afeites de la cosmética periodística.
Allí, en esa otra estrategia, algo hubiera estallado hacia el interior de la entrevista con fuerza de verdad, hubiera “soltado la lengua del condenado”, como supo hacer de manera premonitoria Truman Capote en A sangre Fría, y hubiera podido dejar registrado el valioso resplandor de una verdad que excede la propia dimensión mortal del hombrecito Manson, para volverla registro universal, agazapado, completamente actual. Allí encontraría un auténtico valor histórico, no sólo como colección de datos de color de una época.
Soportar esa tensión hubiera sido valioso para la entrevista, y no referir una pseudo fascinación mórbida por su contacto corporal, la caricia del perverso que apenas roza, como modo de reviviscencia actuado de las supuestas razones que llevaron a la hipnosis colectiva alrededor de su figura satánica, eso que derivó en la constitución de un artificio, el del Clan Manson como efecto de los asesinatos. Ese modo de intentar retratar el hedonismo tanático alrededor de su figura en aquel final de los sesenta, del amor y a su vez de la violencia, resultan una banalización y una manipulación discursiva tan pobre como los argumentos esotéricos y delirantes de Manson alrededor de su aura fatal ¿Manson y Hedegaard se parecen, se destilan uno sobre el otro, se adaptan y se mimetizan? Tal vez. Ese estilo en que se igualan las fuerzas discursivas de entrevistador y entrevistado cierra cualquier posibilidad real de testimonio, de emergencia de alguna verdad, de novedad en el relato, en definitiva de potencial descubrimiento de los complejos imaginarios sociales y geopolíticos de una época que también es contemporánea por los horrores que Estados Unidos acometió en Vietnam como símbolo de su intervencionismo a nivel universal y también megalómano ¿Manson es a los Estados Unidos lo que estados Unidos es al mundo? Juego de espejismos relanzados y mortales. Del mismo tenor que las cuencas de la mirada trémula, fatal y casi ciega del vetusto Charles Manson, enaltecidas y exaltadas al lugar de ícono industrial, apología en la larga serie de fetiches de la fascinación.
Tengo que dejarlos, acaba de llegar mi turno y me llaman por mi número. Dejo la Rolling Stone sobre la mesita, me dispongo a entrar en el verde sillón acolchonado de la barbería de Manson, siento o presiento napalm en mis narices.
Etiquetas: Charles Manson, Cristian Rodríguez, EPC -Espacio Psicoanálisis Contemporáneo-, Erik Hedegaard