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Por Graciela Scarlatto
Aquel día, la oscuridad en el galpón era cerrada. Quise tomar la mano de Julián, pero él ya me apretaba los dedos. Alcancé a ver bultos recortados contra la pared, pilas de revistas y lo que deduje que sería el baúl donde mi mamá guardaba los cubiertos de plata de la abuela y la vajilla japonesa. Contra la pared de la izquierda había una mesa llena de cajas que trepaban hasta una banderola.
–Prendé la luz, Bibi –dijo Julián.
–Es un galpón –dije–. No hay luz.
Él soltó mi mano, se subió a la mesa y de un tirón descolgó la cortina de arpillera que tapaba la ventana. Entonces el sol cayó sobre las cosas como una ola de agua limpia, perfilándolas con nitidez. Ante nuestros ojos apareció el mundo del pasado glorioso que enorgullecía a mi mamá: el baúl brotó de la oscuridad y de las telarañas y se impuso como un tesoro.
–Exploremos –dijo Julián y se abalanzó sobre él.
Yo, que conocía su contenido, quise tentarlo con otras cosas.
Las pilas de revistas eran dos y estaban compuestas por números de Anteojito y Billiken, la primera, y Patoruzito e Isidoro, la segunda.
–¿Te gustan? –dije.
Con cierta codicia, Julián miró las pilas; pero se concentró en el baúl.
–Te cambio las revistas por los patines –dije.
Él exhibió una sonrisa torcida.
–¿Todas las revistas?
–Sí.
–Te presto los patines una semana.
–No. Me los tenés que regalar –exigí.
Pero ya Julián se entretenía con el candado del baúl.
–¡Abrámoslo!
Las cajas que se apilaban arriba de la mesa eran de Black & Decker. Una sierra, un taladro, una amoladora y ya olvidé cuántas cosas más había juntado la laboriosa capacidad de mi papá para construir muebles y arreglar desperfectos. Pensé que alguno de aquellos tesoros podría tentar la imaginación de Julián.
–Llevate el taladro.
Él lo revisó y luego lo descartó con seguridad. Se interesó, en cambio, por una caja de herramientas que estaba debajo de la mesa. La abrió y sacó un destornillador y después unas tenazas con las que intentó forzar sin suerte el candado del baúl. Al final, con un cortaplumas que sacó de su bolsillo, logró abrir la cerradura y comenzó a sacar las cosas del baúl.
Lo último que yo quería era perturbar la caja de tesoros de mamá. Sin embargo, la curiosidad también era como un sarpullido que subía por mi estómago hasta la boca. Me mordí un labio. «Van a matarme», pensé, mientras aparecía ante nuestros ojos una cantidad indefinida de paquetitos envueltos en papel de arroz.
Como una máquina infernal, las manos de Julián se abalanzaron sobre ellos y rompieron el papel doblado con primor sobre las cosas. Un cucharón nos deslumbró. Iluminado por un rayo de sol, despedía destellos azulados y reflejaba, como un espejo, la nariz respingona de Julián, que se zambulló sobre el siguiente paquete. Desolada, yo recogí el cucharón del piso y lo acaricié contra mi pecho. Después lo miré mejor. El cuenco era profundo y pulido, y el mango estaba tallado con hermosos adornos. Detrás de él había una inscripción en letras de imprenta, grabadas sobre el metal que yo suponía precioso: «Acero Inoxidable», decía, igual que en nuestros cubiertos habituales. Sentí lástima por mamá, pero averigüé también que podía mentir sin vergüenza.
Saber el secreto del baúl me hizo sentir importante.
–Te voy a pegar –dije–. ¡Soltá eso!
Julián ya había desparramado por el suelo tenedores, cucharas y cuchillos.
Se aburrió de abrir los paquetitos y se interesó por uno en particular, que estaba envuelto en papel madera y atado con hilo de algodón. También me llamó la atención. Era alargado y fino, de no más de un centímetro de espesor. Por un extremo roto del paquete asomaba una punta plateada que terminaba en una bolita de metal. Ante un grito de mi parte, Julián rompió el papel y nos quedamos mirando, asombrados. Corrimos él y yo, con el hallazgo, hasta la luz que caía de la banderola. Era un facón que tenía empuñadura de plata y funda de cuero. Julián sacó la hoja de la funda. Tenía un poco de óxido, pero así y todo despedía luces y reflejos que bailaban por las paredes oscuras del galpón. Una inscripción en letras raras adornaba la hoja. No medía más de sesenta centímetros y tenía un sello que decía «Gloria».
Después supe que había pertenecido a mi bisabuelo, policía del ferrocarril, y que esa hoja valía una fortuna. Nos quedamos con la boca abierta, la mirada puesta en el descubrimiento. El deseo que yo había visto en los ojos de Julián al descubrir las revistas se había multiplicado por mil. La boca abierta, el facón en la mano. Comprendí que era el complemento perfecto para su disfraz de El Zorro.
–¿Me lo puedo llevar? –dijo.
–Primero ordenás todo y traés los patines. Después vemos –dije y de un manotazo se lo saqué.
Y entonces ocurrió un milagro.
Aquellas manos mecánicas y destructoras que habían asaltado el baúl se pusieron a recoger los cubiertos con obediencia. Julián envolvió todo otra vez en el maltratado papel de arroz. Cada tanto miraba el facón e intentaba una sonrisa. Con un movimiento de la cabeza, sin embargo, yo le indicaba el desastre de envoltorios y cubiertos, inflexible; y él entonces volvía contento a sus deberes. Intuí que el deseo y la esperanza podían ser una debilidad si yo tenía con qué atraerlas hacia mi fortaleza. Y tenía, en una palabra, el facón.
Cuando el baúl estuvo cerrado, pusimos así nomás la cortina sobre la banderola y sacamos el paquete, que volvimos a envolver. Lo escondimos entre las plantas que crecían en el patio de tierra. Mi mamá se había levantado de la siesta y era imposible guardarlo. Julián, aunque no pudo llevárselo, se vio obligado a traer los patines, pero ya no me importaban. Ahora yo tenía un tesoro y él tenía esperanzas.
Y nunca, nunca olvidé esa sensación.
* Este cuento forma parte de «Dejar la infancia», de Graciela Scarlatto, libro que acaba de publicar Erizo Ediciones.
* Portada: Detalle de «El afligido Pyramus se suicida» (hacia 1670) de Jan Andrea Lievens
Etiquetas: ficción, Graciela Scarlatto, Infancia, Jan Andrea Lievens, Libros, Literatura