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Por Margarita Martínez
Es una alegría para mi estar en este lugar, esta tarde, con una misión algo dificultosa. Esa misión es presentar un libro de alguien que conozco hace muchos años, y con quien, de algún modo, crecí intelectualmente dentro de un espacio mayor que nos amparaba. Si yo tuviera que poner un título a lo que voy a decir es “yo lo conozco a Daniel”, y lo conozco de una de las mejores maneras posibles en que se puede conocer a alguien. Lo conocí aprendiendo en dos maneras y en dos tiempos. Primero, cuando yo tenía veintipocos, fui alumna de un curso en el que él era docente, en una materia que se llamaba “Seminario de diseño gráfico y publicidad”. Todo eso pasaba en una carrera nueva, que era Ciencias de la Comunicación, que era algo experimental, algo bastarda y también bastante libre. Ahí aprendí a leer a Merleau Ponty. En ese primer tiempo entonces ya estaba claro que con Daniel se iba a aprender no sólo a leer (a un filósofo) sino qué significa leer. De hecho, después de esa cursada, momento en que lo perdí de vista, seguí leyendo cosas a las que Daniel había aludido durante un largo verano, por ejemplo a Hannah Arendt. En un segundo momento, con Daniel también aprendí a escribir en el entusiasmo mutuo de cosas compartidas. Esto fue un poco después, cuando nos cruzamos en otra materia en la cual yo empezaba a dar clases. Y ahí recuerdo que nos hicimos amigos. Solíamos encontrarnos para ir a librerías, buscando ediciones raras por el centro. Recuerdo las largas conversaciones sobre Camus, sobre la libertad (una palabra hoy connotada de otra manera), sobre la escritura, sobre Hannah Arendt. Pensamos alguna vez en escribir un texto juntos y nunca lo hicimos, pero sí pensamos juntos sobre un autor, Georges Bataille, al cual se le dedica un ensayo en estas páginas. Él me hizo un hermoso regalo que todavía atesoro, uno de los tomos de las Obras Completas de Bataille de la edición de Gallimard. Y a tal punto pensamos juntos que armamos un teórico sobre ese autor en la materia que ahora compartíamos.
Después pasaron los años y no cambiaron las cosas sino que cambió la realidad, esa realidad que, se dice en el subtítulo, habría que evitar. Todo un mundo en el que nos habíamos formado se deshizo. Esto lo pueden entender mejor los que tienen más de cuarenta, cuarenta y cinco: todos los molinos de viento contra los que combatíamos desaparecieron y se erigieron de repente otros. Ese fue el momento en que leer se volvió más importante todavía. Seguimos dando clases juntos, los años pasaron. Y hoy llega a mis manos un libro hermoso, una colección de aguafuertes que no buscan esconder el contexto en que fueron escritas, una serie de postales de la vida escritas en un tono coloquial, al paso, pero no por eso menos cuidado.
Cuando uno recibe un libro, da importancia a los subtítulos pero también a los epígrafes. Y en este libro hay tres epígrafes: uno del Marqués de Sade, uno de Diógenes Laercio que refiere una respuesta de Antístenes, y hay un tercer epígrafe de William Burroughs. Los tres epígrafes, de hecho, hablan de la libertad y de la verdad del vivir, y no hablan de qué significa leer sino que hablan de qué significa “leer el mundo en el que se vive”. La lectura del mundo es otra forma de lectura, como bien decía Foucault al referirse a la prosa del mundo. Para Sade, se suele decir que la real lectura de su obra está intervenida por mecanismos intelectuales que nos evitan obviar las reflexiones a las que Sade nos conduciría, o más bien que nos evitan enfrentarnos a las conclusiones a las que Sade llegaría cuando lee el mundo con sus ojos. Sade lo sabe y lo dice en este epígrafe: desdichado aquel que piensa para los demás, o bien que no piensa de acuerdo a la existencia que lleva. En el caso de Diógenes Laercio, narrando la anécdota de Antístenes, refiere que éste responde que filosofaba para poder convivir consigo mismo. Finalmente, en el tercer epígrafe, Burroughs explica el consumo ocasional de drogas ilegales como algo que no impide manejar la propia vida con éxito. Al contrario, “se puede seguir funcionando adecuadamente”. Es decir, Burroughs se refiere a poder evadir la realidad, pero a la vez hacerlo mientras se tiene trato con ella.
¿Cómo nos hablan estos tres epígrafes del libro de Daniel? (y el libro de Daniel, ahora, tiene connotaciones bíblicas). Es que, en efecto, este libro, incluso si habla de qué significa leer, también habla de qué significa escribir. Estos son textos que con toda evidencia, al ser escritos, permitieron a su autor evadir la realidad para poder a la vez seguir teniendo trato con ella. Y esa es una de las mejores cosas de movernos en ese mundo tan paralelo a la lectura que es el mundo de la escritura. Dedicarse a escribir (o al leer) nos sustrae del mundo. Luego nos devuelve a él. ¿Y cómo son estos textos que le permitieron a Daniel evadir el mundo para seguir teniendo trato con él? (y ahora llegamos al libro propiamente dicho). Inevitablemente autobiográficos. Inevitablemente afectivos. Hermosamente autobiográficos y hermosamente afectivos.
El primero ya nos deja en un borde. Es un texto escrito a las pocas horas de la muerte de un amigo. De ahí en más, la meditación de lo que dura y lo que se va, de lo que se pierde y lo que se encuentra es una constante a lo largo de todos los ensayos. Lo que se relata no hace más que insistir en una idea: ¿cómo se cuenta una vida a partir de hechos sensibles y menores? ¿Qué aspectos de esas experiencias no pueden sino pensarse en relación con otros? Tal vez cada uno de esos acontecimientos que se van experimentando no sea más que la consecuencia de la mirada de otro al que precisamos, en la cercanía o en la distancia. ¿Es eso la amistad (o la enemistad): la necesidad de una mirada? El primer texto, entonces, es un texto sobre la amistad y sobre la pérdida. Pero el segundo también es un texto sobre la pérdida. Hay una bombilla a la que se le pierde un tornillo. Qué extraño que todos hayamos perdido alguna vez una bombilla que creíamos la definitiva del mismo modo en que perdemos muchas veces cosas que creíamos para siempre, y eso nos obliga a reinventar el mundo. O perdimos la bombilla, o perdimos una parte, y volvemos a estar solos. Tal vez ser humano es la conciencia de que hay algo que no queremos perder, y entonces ir y perderlo.
Hay un balneario que va y viene como la marea en todas estas páginas. Una parte de Daniel es el mar y una parte de su vida transcurre en una playa, de la cual se habla. Y una parte de la escritura de estos textos es como la marea: los textos van y vuelven sobre ciertos temas. La pérdida. La amistad literal, pero también la amistad figurada con autores que siempre nos acompañan, como queda claro en el ensayo sobre Kurt Vonnegut, o como sucede con el propio Bataille, o con Martin Heidegger, al que también se le dedica un texto. Son amigos fantasmales. Pero también va y vuelve la amistad encarnada por exceso o por defecto: la que tenemos con otros, la que no podemos tener con nuestros hijos, ante los cuales habría que manifestar poder. Y después hay algunos ensayos nucleares sobre un modo de pensar: son precisamente los dedicados al ensayo mismo y al pensamiento, y a qué significa leer, que le da título al libro.
¿Qué significa leer? (ahora llegamos, después del subtítulo y los epígrafes, al título). Cito unas líneas: “La lectura provoca exactamente eso: te vuelve loco. Te hace huir de la realidad. El lector se vuelve un inadaptado social, alguien inútil para la sociedad, alguien que solo quiere leer y seguir leyendo sin saber por qué ni para qué lo hace —bah, sabe bien por qué: y es que no sabe hacer otra cosa—. Toda lectura auténtica es un plan de evasión. Un escape. Dirán: ‘Oka, pero la televisión también lo es’. Y sí”. Sólo dejaría la observación de que leer, igual que escribir, es un medio de escapar de la realidad, pero para tener trato con ella. No sé si todos los medios de comunicación, incluso los lugares donde leemos o escribimos permanentemente de modo público, como las redes, nos hacen más agudos para tener trato con la realidad, o nos paralizan, o nos vuelven infantes o incompetentes. En todo caso Daniel, que también sabe qué significa escribir, finge un tono ingenuo, un tono de descubrimiento al escribir sobre la lectura a la par de quien lee. Y este es uno de los rasgos más interesantes de la prosa de este libro, porque con toda claridad esa ingenuidad no existe.
El cuarto ensayo “de autor” que hay en este libro es sobre Luciano de Samósata, cuya obra encuentra en las bateas de una librería del balneario cuando buscaba algo al azar. Entre los autores que se presentan, y aunque Daniel destaca virtudes de todos, Luciano de Samósata se lleva las palmas. Dice Daniel: “los libros de Luciano son por lo general breves, y fueron pensados para entretener y molestar. Es una obra seria, erudita y jovial. Si me obligaran a indicar alguna constante en la obra de este seudo filósofo y hombre de letras itinerante, diría que es la defensa de la frugalidad, el desprecio por el aplauso del público y la satisfacción por alcanzar una vida tranquila, evitando los problemas: algo nada fácil de lograr ni en el primer siglo de nuestra era ni tampoco hoy”. El libro de Daniel es también erudito, sin hacer gala de erudición, y jovial haciendo gala de jovialidad. Y sin duda su intención también es entretener –lo cual es muy difícil y veremos cómo lo logra– y también no molestar. En ese equilibrio se mueve, similar al equilibrio del hombre que sabe hacer el té, el arquetipo del hombre sabio.
La segunda parte del libro (todo lo dicho corresponde más bien a la primera) tiene otra organización. Más allá de sus títulos (que no son los que siguen) se organiza para mí del siguiente modo: qué es (o cómo es) ser filósofo/ qué es (o cómo es) ser chino/ qué es (o cómo es) ser artista (el texto es sobre la firma en el arte)/ qué es (o cómo es) ser artista de otro modo (un personaje que vive en la calle en el balneario)/ qué es (o cómo es) ser artista total (como Charly García, su vertiente pintor, su giro en el disco Say no More). Y yo, que conozco a Daniel sin jactarme de ello, que lo conozco como se conoce a quienes leen con nosotros ciertos textos y se apasionan por ciertas cosas, creo que todos quienes lean Qué significa leer van a conocer a Daniel.
Agregaría algo más: leí este libro de un tirón. No tenía obligación de hacerlo. Al contrario, tenía tiempo y podía leerlo lento, haciendo marcas. Pero no pude leer lento. El libro me llevó con su ciencia jovial, el libro me entretuvo, me divirtió. Nunca me presionó. Por eso no me sorprendió del todo que se cerrara con un elogio del aburrimiento. El aburrimiento, como sabemos, no es uniforme, sino que suele oscilar entre la manía y la apatía. Pero hay también un aburrimiento nuclear del que fuimos todos víctimas en esa pandemia que también se recuerda en estas páginas. Este libro es un antídoto contra el aburrimiento al que elogia, no porque nos haga pasar más rápido el tiempo, lo cual es cierto, sino porque nos deja en un estado mental de observación de lo cotidiano que es una de las muchas cosas que le tenemos que agradecer.
* Palabras pronunciadas en la presentación de “Qué significa leer. Ensayos para evitar la realidad”, de danimundo
** Portada: «La nueva novela» (1877) de Winslow Homer
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