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21-11-2023 Notas

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Por Pablo Manzano

Qué duda cabe, escribe Chantal Maillard (si es que la estoy citando bien), de que las ciencias, al menos las que estudian el origen del universo, han ido asumiendo su carácter artístico, de que se mueven en el campo de la ficción, en el mundo diegético/estético de un relato con coherencia interna. Qué más le queda a la ciencia, escribo yo, en su afán divulgativo (mediático), que dejar a un lado su matemática inasible y narrar. Al final, la cosmología se vuelve tan acientífica como cualquier cosmogonía ancestral que explica el origen de todo con sus metáforas, fábulas o alegorías. Fuerzas nucleares o divinas (fuerzas misteriosas, extrañas: elementales), remolinos épicos de gases y polvos y colisiones como en una batalla de dioses, héroes y espíritus; o un átomo primigenio, también llamado huevo (cósmico), como aquel del que emergió un titán cuyos ojos se convirtieron en el Sol y la Luna.

Lo del átomo primigenio se le ocurrió a un cura antes que a nadie. A ese jesuita belga, llamado Georges Lemaître, hoy se lo considera el padre de la cosmología moderna. Aunque no fue él quien bautizó al Big Bang como tal, eso fue una ocurrencia burlona del astrónomo Fred Hoyle, que defendía la Teoría (antagónica) del Estado Estacionario, según la cual no hubo ninguna explosión que provocara el origen del universo. Hoyle, sin quererlo, creó una denominación que a la larga convirtió a la Teoría del Big Bang en una marca líder, y ese gran logro marketinero fue todo lo que consiguió, ya que sus propios postulados más tarde fueron refutados. Lemaître, debido a su condición de sacerdote, tampoco lo tuvo fácil para convencer a la comunidad científica, que veía en sus ecuaciones un intento por insertar la creación divina en el ámbito de la ciencia.

Primera Guerra Mundial. Lemaître empieza a leer libros de física y teología en las trincheras, entre batalla y batalla. Tras el conflicto se pone a estudiar en serio (física, matemáticas, astronomía), a la vez que ingresa en un seminario. Una vez ordenado, continúa becado en Cambridge, y más tarde en Harvard y en el MIT, donde termina su doctorado. Con el tiempo su interés se ampliará a las computadoras y los lenguajes de programación, pero en aquel momento, al regresar a Bélgica, el cura está metido de lleno en descifrar el origen del universo. Lemaître, además, es una de las pocas personas en el mundo que tiene un conocimiento profundo de las nuevas ideas esotéricas, metafísicas y oscuras (tal como se las consideraba entonces) de Albert Einstein.

En esa época la mayoría de la comunidad científica asumía que el universo siempre había existido tal y como era. Según la Relatividad General, sin embargo, las estrellas podían arder millones de años sin agotar su combustible, lo que sugería que el universo podría no ser estático como se pensaba: si no estuviera en expansión, las estrellas provocarían demasiado calor y el universo colapsaría. Pero Einstein no era cosmólogo y al principio, aunque su propia teoría lo contradecía, se conformó con aquel universo fijo pensado por Newton y otros de su época. «Tus cálculos son correctos –le dijo Einstein a Lemaître en uno de sus encuentros–, pero tu comprensión de la física es abominable».

La idea de un universo cambiante implicaba aceptar un momento de creación, y eso se aproximaba demasiado a la religión. Es probable que la familiaridad de Lemaître con el Génesis influyera en su teoría de un universo con un principio. En cualquier caso, su átomo primigenio hablaba justamente de eso, de un principio, y no de creación (incluso advirtió a Pío XII de que no interpretara su teoría en favor del creacionismo). Para Lemaître la fe ni siquiera era un obstáculo en su trabajo, pues, según él, no guardaba ninguna relación con su labor científica. Postulaba, a contracorriente de toda la ciencia, que el universo cambiaba y se expandía (y así lo confirmaría más tarde Edwin Hubble, al demostrar que las galaxias se alejaban). Esa idea de expansión lo hacía suponer que, en retrospectiva, el universo había sido mucho más compacto, y que originalmente todo había estado comprimido en un punto denso y caliente: el átomo primigenio. Según Lemaître, durante la fase de expansión ese átomo se habría fragmentado engendrando el polvo que se condensaría para formar estrellas, planetas y galaxias. La historia era tan buena que finalmente Einstein terminó comprando: «Es la explicación más hermosa y satisfactoria de la creación que haya escuchado jamás» (y dale con la creación).

Así fue como en 1927 un cura le explicaba a la ciencia que no había sido la palabra, sino una explosión. Pero lo cierto es que recién en los años sesenta esa Gran Explosión tuvo aceptación, gracias a una de esas señales lánguidas que cada tanto envía el universo y que los científicos (y sobre todo los medios) celebran con emoción cuál guiño de Dios. A veces es un leve zumbido, si se trata de ondas gravitacionales provenientes de un cataclismo cósmico ocurrido hace cientos de millones de años. A veces un tenue parpadeo, cuando revienta una Supernova. Esta vez fue un pitido, señal irrefutable de los vestigios de la radiación cósmica de ondas dejada por el Big Bang y que según cálculos de un astrofísico ruso (años cuarenta) atravesaría la inmensidad del cosmos y llegaría a la Tierra en los años sesenta. Pues efectivamente los restos de esa radiación, o mejor dicho el pitido llegó en 1965, solo que no llegó a Princeton, donde un equipo de investigadores lo estaba esperando con ansiedad, sino a un laboratorio cercano, en el que dos muchachos radioastrónomos estaban intentando sin éxito trabajar con una antena. Cuentan que uno de los muchachos llamó a Princeton buscando una solución: «Tenemos aquí un pitido muy molesto, muy agobiante, no nos deja trabajar. ¿Alguna idea de cómo eliminarlo?» Aunque solo los investigadores de Princeton podían explicar la naturaleza de aquel pitido, fueron los muchachos del laboratorio, sin tener la menor idea de lo que era, quienes recibieron el Nobel.

A partir de ahí la Teoría del Big Bang fue avanzando en la comprensión de las etapas iniciales. Sin embargo el estado previo original y más denso de Lemaître es algo para lo que las leyes convencionales de la física se vuelven inaplicables. Solo existe como un concepto teórico, llamado singularidad, que describe las condiciones extremas de calor, densidad y poco espacio (como si viajaras en el metro de Ciudad de México) en las que se habría originado el universo. La singularidad se puede predecir, pero lo que ocurrió en ese estado inicial escapa a la comprensión. Sí se puede explicar, en cambio, lo sucedido poco después del estallido, tras una fracción ridículamente mínima de segundo, para lo que el Big Bang incorpora el Modelo Estándar (o Física de Partículas). Lo que nos lleva a la Teoría de la Inflación (siempre actual pero nada nuevo) y la formación de la materia.

Fue el paso del calor al frío lo que habría hecho posible la transformación de la energía en partículas y átomos, evitando que todo se quedara en gas y oscuridad. Se cree que en ese momento el Big Bang podría haberse aniquilado a sí mismo, que esa danza de creación y destrucción en la que materia y antimateria, producidas en cantidades iguales, se atraen y se aniquilan, podría haber devuelto el cosmos a un estado de pura energía. Pero eso no ocurrió. La materia sobrevivió a la agitación de los mares cósmicos. De ahí que alguien defina al universo como los restos de un naufragio.

La formación de la materia no solo se explica con las matemáticas, también es recreada en los aceleradores de partículas: edificios enormes como ciudades para observar cosas tan ínfimas (invisibles) como las partículas. Fue en 2012, en el Gran Colisionador de Hadrones (CERN), cuando detectaron el Bosón de Higgs. La evidencia experimental fue crucial para validar las predicciones del Modelo Estándar y comprender los procesos que dieron origen al universo. Ya en los sesenta se había propuesto al Bosón de Higgs como una partícula hipotética, responsable de conferir masa a otras partículas mediante su interacción con ellas (los bosones producen fuerzas y las transportan para que los fermiones conformen materia). Su descubrimiento, al cabo de cinco décadas, ayudó a explicar cómo las partículas se agruparon y adquirieron masa después del Big Bang, sentando las bases para formación de estructuras a gran escala: estrellas, planetas, galaxias… Pero el Modelo Estándar (y su Inflación) va más allá y explica todo en su surgimiento: la gravedad, el electromagnetismo, las fuerzas nucleares. Todo se habría creado, según el Modelo, gracias a los valores justos. Con una gravedad más débil no habría interacción de materia y todo se separaría: el universo sería un espacio inerte y muerto. Si esos valores variaran, dicen, no habría universo.

El Sistema Solar, según cuenta la ciencia, se formó a partir de un remolino de gases y polvo (y no de una batalla entre dioses). Y las colisiones del polvo sobrante y flotante habrían dado origen a nuestro planeta. Mejor que en un mito ancestral, mejor que en Marvel, mejor que en la Big Biblia, la ciencia sitúa a nuestro planeta de entonces bajo un bombardeo de basura galáctica. En ese escenario de catástrofe, algo del tamaño de Marte impactó contra el planeta y todo el material desprendido de La Tierra se reagrupó en el espacio, y fue así (y no del ojo de un titán) como surgió la Luna.

Pero las historias no se terminan allí. A pesar de los cálculos sólidos que respaldan la primera versión de Lemaître, se dice que el Big Bang está incompleto. Es por eso que los mejores guionistas de la cosmología moderna proponen teorías alternativas para explicar mejor el inicio y quedarse con el Nobel (o el Oscar). Una de las marcas que compiten con el Big Bang es el Big Bounce, según el cual el Big Bang no fue el comienzo sino una transición en un ciclo de expansión y contracción que se repite. También hay observadores (narradores) que caen en el spoiler y nos cuentan el final con un nuevo comienzo: la materia es absorbida por agujeros negros que se evaporan dando origen otra vez a la luz. La teoría de la Eterna Inflación (con un nombre más que terrenal y verosímil) habla de universos que aparecen y desaparecen. Y hay otras teorías, con menos lógica que estética, según las cuales todo es un holograma, o una simulación. «En las teorías creemos –escribe Chantal Maillard, y ahora me limito a transcribir–, tal vez por cierta nostalgia de un saber verdadero».

 

 

 

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