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26-12-2023 Notas

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Por Leandro Diego

En aquella recordada intervención a Cecilia Rosetto, Mirtha Legrand no dijo muy política. Dijo muy politizada. El valor semántico más común del participio es denotar un estado que puede considerarse resultado de una acción. Es decir, que no refiere a una característica del sujeto sino que es el resultado de un hacer: un estado con un principio (la acción de la que resulta) y por lo tanto un final. 

La ilusión de que en las mesas “otra vez” podía hablarse de política, religión y otros tabúes duró muy poco. Y sin legarnos un fruto colectivo se encargó de reprimir opiniones con el ímpetu de la venganza. A veces lo hizo explícitamente (por no considerarlas pertinentes, esquivando argumentos a lo Matrix), otras de manera implícita (la clásica presión del consenso devenida en autocensura), pero siempre con el mismo resultado: una suerte de encono personal hacia quien iba en contra de los discursos que –en gerundio– se estaban instalando. 

 

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La poesía no está solo en los pájaros y las nubes de un cielo esplendoroso. También está en la bolsa de basura apoyada contra la corteza de un árbol cuando empieza a caer la noche. Es algo que asalta, interpela. No está en el objeto a la espera de que un sujeto la contemple. Es el cruce entre sujeto y objeto, esa zona donde los límites se desvanecen y ya no hay ni uno ni otro. Es irrisoriamente democrática. Apenas requiere un tipo de atención que no tiene nada que ver con la educación del alma o la percepción. Un tipo de atención que se parece más a un estado (muy bien tratado en las filosofías orientales y en la idea de observador de la física cuántica) que no requiere de ningún mérito para ser alcanzado. 

 

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Cuando era chico, para la gente del barrio el café era de Bonafide. Uno podía comprar café en el supermercado, tal vez en algún almacén, pero cuando la gente hablaba de café, hablaba de Bonafide. Recuerdo muy bien la cuadra de la avenida San Martín en la que estaba el Bonafide de La Paternal: se sentía el olor apenas trepar el cordón de la vereda.

Con los años, el olor a Bonafide se me fue disolviendo en la memoria, mezclándose con otros olores similares que fui oliendo en el camino. El resultado fue un genérico y relativamente consensuable olor a café.

Ahora mi olfato sabe distinguir entre varios tipos de grano. No percibo un olor a café sino muchos. 

Y ya no sé bien a qué remiten. 

 

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Nunca se puede estar a salvo: la vida siempre te llama, te toca. Toda incomodidad es un grito primal que clama por salvarte de tu mierda mental e íntima. Podés creer que te pasan cosas que te afectan y te dañan, que los acontecimientos de la vida y el mundo pretenden destruirte. Pero no. Es la vida haciendo lo posible por despertarte, por minar la cómoda y adormecedora noción de sujeto y recordarte que estar vivo es otra cosa.

¿En qué momento la certeza de creerte incomprendido te hizo perder la pasión por hacerte comprender, el primitivo anhelo de establecer comunicación?

 

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En Corrientes entre Ayacucho y Riobamba, mano derecha mirando para el bajo, hay una invasión de caídos. Pasar por ahí requiere cierta fortaleza, sobre todo después de las seis de la tarde. Me descubro apretando los dientes, haciendo un esfuerzo físico para no sentir, para aferrarme a toda costa la idea cada vez más insostenible de que ser un sujeto, la mejor versión de uno mismo, es el modo de hacer un mundo mejor.

 

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No me voy a sumar al nuevo hábito de caerle encima al progresismo. Sobre todo porque decir progresismo ya es un modo de hacer lo que se le achaca al propio progresismo: creer que el mal es siempre otro. 

No hay responsables. O sí: vos. Yo. Todos. Pero no el otro. No el progresismo, ni la ultraderecha, los jóvenes, o la gente

Todos sentimos la mosca joder detrás de la oreja. Fracasó un modelo de interacción. Los lazos sociales reventaron contra la ilusión de la autonomía y la insuficiencia de la endogamia. Llevando a cuestas los restos de una lucidez vana, estamos todos más pobres, más viejos y más solos. Y probablemente se ponga peor.

 

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La cultura de masas agoniza. Pasó de lo masivo al nicho, del nicho a la comunidad, y de la comunidad al sujeto: el individuo-segmento. Y, como nosotros, tiene miedo. Está acorralada, no tiene a dónde ir. Basta ver la desesperación con la que se aferra su década estelar. Toda esa moda retro que acaso haya empezado como consumo irónico pero que ya no puede distinguirse del consumo a secas. 

 

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Fui a ver Hojas de otoño, de Aki Kaurismäki, un director muy prolífico del que no vi muchas películas (y en algunas me dormí). Metió tres canciones. Enteras. Dos en escenas de karaoke, cantadas por extras y actores de reparto, y la tercera interpretada en vivo por sus autoras reales, dos chicas, una con sintetizador y otra con guitarra que, además, cantaban. Me caen bien los directores que hacen eso: meter una obra adentro de otra. Forzar, dentro del marco de su película (que de pronto se convierte en soporte) la predisposición del espectador para que realmente escuche una canción. Las decisiones de Aki durante esas secuencias incluso parecieron tomadas para potenciar la música. Un acto de tremenda generosidad: darle espacio y tiempo a otro (no en la vida, que ya es bastante difícil, sino) en la propia obra.

 

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La cosa no es elegir qué mirar, qué causas defender, de qué estar a favor y de qué no, sesgar con la preferencia a qué prestarle atención y a qué no. 

La identidad es el grado cero de la mezquindad.

La cosa está en atender a todo lo que acontezca. Que el mundo, la experiencia de estar vivo, no sea escamoteada por la estúpida necesidad de definirse.

 

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Hace diez años, cuando vivía en Belgrano y no tenía aire acondicionado, dormía todas las noches con la ventana abierta. El ruido del motor del aire de la vecina de arriba sumado al ruido de todos los motores de todos los aires del pulmón de manzana al que daba mi ventana, a veces, se me hacía insoportable. Hubo noches en que toda esa gente, todos esos aires y todas esas ventanas cerradas me dieron muchas ganas de gritar.

Después tuve aire acondicionado. 

Ahora, los días de mucho calor cierro la ventana y lo prendo. Y si bien a la noche no lo prendo nunca, a la tarde puede haber algún vecino abajo o arriba, con la ventana abierta, odiándome en silencio.

 

 

 

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