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Por Leandro Diego
Es raro verse en otros. Más cuando ese otro es una madre o un padre. Uno piensa: soy así por tu culpa. Y es cierto. Pero porque la culpa que uno achaca es la de la mera existencia, la de haber estado tan expuesto a ella durante el tiempo en que se fue formando la propia personalidad.
Le achacamos a la familia lo peor que tenemos. Pero lo peor que tenemos suele ser también lo mejor. Una oscilación que podemos empezar a gestionar después de haber tomado consciencia de ella, después de haber llegado a la conclusión (como Capote en el prólogo de Música para camaleones) de que el látigo es el don.
Mi vieja dice que no puede dejar de procrastinar. No dice así pero yo le entiendo eso. Lo que ella dice es que todas las noches se acuesta pensando en lo que va a hacer el día siguiente: imagina, proyecta, construye. Pero después, cuando se despierta, no hace nada. Encuentra excusas para ir desinflando lo que la noche anterior parecía desear. Es consciente del mecanismo, dice, pero no puede hacer nada para evitarlo.
Las pulsiones de mi madre siempre estuvieron ligadas a la palabra, al discurso, al acto de decir, más que al de hacer.
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Hay un plan. Demonizar a los opuestos para propiciar una violencia discreta que disuada, que neutralice. Ahogar la comunicación en lo relativo y entorpecer el desarrollo y el perfeccionamiento con el regodeo del nicho, del ghetto, del grupo de pertenencia.
¿Qué hacer, cuando para toda idea surge una sátira? ¿Qué decir, con la certeza de no hacer más daño que callando? ¿Cómo proponer el vacío si en cada hueco acechan la pereza, la obediencia y la conformidad del consenso?
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Desde que leí esta nota de Manuel Quaranta, empecé a ver las películas de Lucía Seles. Mientras veía –de a poco– su tetralogía del complejo de tenis, leí algunas entrevistas y me fui adentrando en su fascinante microcosmos.
De todo lo que leí, lo que más me atrajo fue su militancia pro aislamiento. En la época del pensar con otros, en una era que colectivizó la creatividad provocando una legión de autores que no se las pueden ver solos con sus obras pero que sin embargo, a expensas de otros (a los que muchas veces les pagan), logran realizarlas, que una autora en actividad venga a discutirle a la moral del taller me parece altamente saludable.
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Hace un tiempo empecé a ir al Galpón de ropa, una mega–empresa (a estas alturas) de ropa de segunda mano. No lo supe entonces pero se trató de un punto de partida, de la puerta de entrada (o de regreso, si tenemos en cuenta la época escolar) al mundo de lo usado. La experiencia es similar a la de ir a librerías de viejo: se accede a un menú digitado por los restos de actualidades previas (que pueden ser de hace seis meses o de hace treinta años) y lo que otros han descartado (o de lo que han sido despojados por circunstancias inevitables).
Al mundo de lo usado se va con espíritu aventurero, con ánimo de búsqueda. Exige poner algo de uno (cuanto menos, tiempo). Comprar usado puede propiciar la sensación de extravío, de dejar de ser uno. Porque uno no va armado de sus preferencias, va al encuentro de lo que hay. El mercado está presente, porque lo está siempre, pero de otro modo (a partir de sus huellas en el tiempo), lo que genera la ilusión de estar eligiendo en una relativa autonomía.
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La desconfianza y la queja son lo peor de nuestra especie. La desconfianza máxima de una sociedad es la que desarrolla frente a sus instituciones. Esto, sumado al triunfo del Marketing (segmentación mediante) sobre la Sociología y el Estado sentó las bases para el reino del algoritmo. No hay sujeto ni ciudadano: hay consumidor, alguien que se queja si no tiene satisfechas sus necesidades. Se instaló entonces la indignación como zeitgeist inevitable, como tono de un discurso eterno sin destinatario, porque ya nadie supo bien a quién dirigir su insatisfacción crónica.
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En In treatment, esa serie que HBO adaptó en 2008 a partir de su homónima israelí (BeTipul) y que acá tuvo su versión protagonizada por Diego Peretti, cada capítulo recrea una sesión completa de un paciente con su analista. El profesional (Paul Weston) no solo es el denominador común sino también el punto de vista desde el que accedemos al discurso de los pacientes. Cada temporada se estructura de manera circular usando como base los días de la semana (lunes, paciente A; martes, paciente B, etcétera) y cada semana cierra con una sesión del propio Weston como paciente. Lo mejor de la serie es que, a partir de esa mezcla de flujo de consciencia y soliloquio que es el discurso analítico, recupera al encanto del monólogo.
En In treatment nunca hay acontecimiento. Todo se centra en el discurso sobre sucesos que los pacientes han vivido antes o sobre lo que creen que van a vivir. Como si los creadores hubieran partido de esa definición de Juan José Saer que dice que «la narrativa se construye como se vive: al margen de los acontecimientos, superponiendo a nuestra experiencia la reflexión confusa sobre sus sentidos posibles».
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Algunos fragments rándom que extraje de diferentes entrevistas a Lucía Seles: …cuanto más aislada estoy soy más feliz y más fuerte. // El aislamiento es lo que busco, ser sorda. // (el aislamiento es) …hacer lo que una considera, ser una costurera autoritaria de lo que se quiere. // Le digo que no a todo lo que no me gusta, eso se cimentó desde el aislamiento más extremo. // Nadie puede venir a decirme yo soy más solitaria que vos. // El aislamiento es como tener una caja de seguridad. // Todo en mi vida ha sido basado en la soledad y el aislamiento. No parás de acumular cosas, y no sabes lo doloroso que es eso cuando se interrumpe, aunque no se me interrumpe jamás. // (…el arte) es contemplación, venganza, diversión.
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En un vagón de la línea A subió un tipo con una nena en brazos. La nena lamía un chupetín. El tipo lloraba y pedía. En mis casi cuarenta años de vida urbana nunca había visto algo así. Su llanto, tan acongojado como desesperanzado (nosotros sabemos lo que es no tener), no intentaba convencer a nadie. Era pura expresión. El vagón estaba lleno, con bastante gente de a pie. Dos personas le dieron. Otras dos lo miraron. El resto no hicimos nada. Seguimos conversando, leyendo mensajitos, escuchando música en los auriculares.
¿Y si nuestro nuevo presidente es la expresión discursiva de lo que la mayoría hacemos aunque digamos otras cosas? ¿Y si nuestro nuevo presidente se parece más a nosotros de lo que queremos creer? ¿Y si es nuestra sombra junguiana, nuestro chivo expiatorio?
¿Y si es eso (y no el ajuste, las privatizaciones o los derechos presuntamente amenazados) lo que asusta tanto?
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