Blog

12-12-2023 Notas

Facebook Twitter

Por José Luis Juresa

Algo sencillo y breve. Algo que no pretende pontificar ni deslumbrar. Algo que tal vez ayuda a entender de qué se trata lo que está sucediendo. Algo que no va contra nada ni contra nadie y que solo es efecto de lo que mueve la corriente, y de lo que, de ese movimiento, roza los cuerpos. Algo tan pequeño y leve, casi inmaterial, que tiene el peso de una letra. Sólo una letra. Algo que posee el alma de la cosa y que la humaniza. Algo que, en su enjundiosa razón, en su enrevesada lógica —que despista a algunos y aterroriza a otros— presentimos. Algo que ansiamos decir y no sabemos cómo, del mismo modo que en la angustia nos expresan los movimientos descontrolados, el bamboleo sin dirección ni sentido, la desesperada búsqueda de un lugar para frenar, y frenarnos. Algo que solo puede ser leído en conversación. Algo que se piensa con otros. Algo como el inconsciente, que se revela en el relato, y en lo que todo relato supone: la existencia del otro. Algo como una canción de los Beatles, tal como aquella que dice “Algo”. Algo, una reflexión, que se me presentó conversando con una persona muy inteligente, investigadora de un organismo científico del estado.

Puede que, de lo que hay, termine no quedando nada, y esto que escribo será entonces ese “algo” que, por esa misma causa, se transforme en una resistencia no buscada, no organizada, una resistencia como la del cuerpo, que más que resistir, insiste. Esa es la inadvertida presencia del espíritu, que no será posible atrapar, envasar y procesar como si fuera un producto para la venta. Es algo que hace del misterio el cortinado que vela y erotiza, que nos entusiasma en la idea de que una voz humana sigue ahí, y sigue siendo posible. Una fe que sostiene que en ese escenario en el que el misterio aun no corre las cortinas, habrá lugar para una presentación, y una representación, como en el teatro. Actuaremos para vivir.

Ese algo recorre la realidad como un fenómeno que a veces es sombra, otras es brillo, y otras un sonido que no se identifica, que asusta, que viene del más allá. Hay algo que no se asimila, que no se incorpora, que no se deja elaborar, y que a los más locos los pone a masticar indefinidamente, a rumiar como si creyeran que todo debe ser asimilado, dominado, controlado, y que la existencia debe ser coherente, maciza, consistente como una millonada de siglos, tal como lo podría parecer una ola gigante avecinándose con la fuerza de todos los océanos sobre una playa.

Los últimos días nos invaden con una pregunta y una afirmación que funcionan al unísono: ¿Quiénes serían los que están incluidos dentro del conjunto de la “gente de bien”? La respuesta puede funcionar como una afirmación que no interroga nada, que da por sentado lo que eso significa: la gente de bien somos nosotros. Mejor dicho: la gente de bien soy yo. Ni siquiera podemos suponer un “nosotros” que haga conjunto, sino que la frase podría ser apenas un sello con el que envasar el producto que, a partir de este momento, ahora soy, ahora somos, cada uno en su aislamiento. Yo, el producto, el bien. El bien comercializable; otro bien dentro de la góndola del supermercado global, que se autoimpone valer algo, ser de utilidad, al menos para hacer plata. Yo, un producto individualizado, empaquetado según los parámetros mercadotécnicos que perfila algún tipo de consumidor. Yo, la partícula mínima de una lengua robotizada para situar el lugar de una acción eficaz, eficiente, sin pérdida, sin derrota, sin piedad. Yo, esa breve denominación del lugar de la crueldad. Yo, el que se impone, el que domina, el que controla, el que sale a correr, el que está preparado, el que trabaja para que nadie sea más que Yo. No hay allí inconsciente, no hay donación ni reconocimiento de lo que el lenguaje nos dona. Todo es Yo, el emperador, el tirano, el autoengendrado.

No hay “algo” —o no lo puede haber dentro de esa lógica— que exista como un sobrevuelo de misterio, como el rayo sobre el cielo oscuro, partiendo la noche en el dibujo blanco de una grieta, donde contracciona una existencia viva. Hay Yo: el producto, el bien, el puntal de una construcción en la que la bondad solo es el reflejo de alguna organización benéfica de aparente “sin fines de lucro”, y en la que el amor es un acierto de las aplicaciones de citas: un “match”.

La pregunta por “la gente de bien” se responde casi por sí misma, en el desvío que una y sola letra nos permite, para cambiar el sentido de todo el conjunto, de todo el cuadro. La inesperada y sorpresiva resistencia del lenguaje a la comunicación total, que solo pretende que el otro “entienda” lo que tiene que entender. Sabemos: la comunicación lograda solo es un buen palazo en la cabeza: eso es lo que finalmente se entiende sin equívocos. Y eso habrá.

Una subjetividad que niega el inconsciente, eso es lo que está en el fondo de la denominación “la gente de bien”. Lo que la lengua tiene por carácter central es que no es de nadie, no es objeto de apropiación. Las palabras se “imponen” colectivamente, y no porque alguien pretenda que una palabra se diga y se use por decreto. Y el problema del capitalismo es aquello que no es objeto de apropiación. El lenguaje, de por sí, lo resiste. Y como los cuerpos nacen a la lengua, algo en ellos insiste: la existencia.

El discurso, apenas en un leve desvío que responde a la estructura del deseo, hace aparecer “algo”, aún sin que eso sea “militado”. La “gente de bien” a la que se refieren los principales voceros del momento sería, en realidad, “la gente del bien”, es decir, la gente que se ve a sí misma, y se asume como un bien más dentro del mercado. La desesperación que atraviesa la época, en los cuerpos, en los espíritus, es la desesperación por representar algún tipo de valor, sea bajo la forma de una utilidad directa o de manera potencial, o sea, estar “preparados”, ser competitivos, activos, fuertes. Y si no, podremos envidiar con suficiente fuerza como para querer y buscar la destrucción de todo aquello que es culpable de que yo no tenga nada. El yo es el punto de intersección de todas las fuerzas que reducen la subjetividad al resto mínimamente vivo de la derrota total del deseo, finalmente confundido con un catálogo de inductores del querer: productos publicitados hasta el hartazgo que nos domestican aún más, que nos hacen más “yoes” que nunca, iguales a todos los yoes que pelean por un lugar en la góndola del supermercado.

En definitiva, la gente del bien muere y vive por el bien, incluso por el bien de todos. Nadie se salva de ese flujo. Lo importante es que no nos tome de lleno, a la espera de una oportunidad.

* Portada: «Paraíso» (1912) de Maurice Denis

 

Etiquetas: , , , , , , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.