Por Pablo Manzano

«Ningún pueblo del mundo tiene un interés tan penetrante
en los experimentos monetarios como el argentino».
W.R. Lawson, Banker’s Magazine, 1899.

«La libertad avanza en cada nuevo comicio».
Roque Sáenz Peña, 1913

Lo que te cuenten de aquellos años dependerá bastante del pelo o peinado de quien te lo cuente. El entrevistado de esta nota, además del pelo fino y lacio recién lavado, lleva un jopo bien modoso sobre la frente. Y traje con corbata a rayas. Otro enfoque histórico bien distinto al suyo tendrá quien porte campera popular o sindical más flequillo anticapitalista, combinado eventualmente con mechas en la nuca, parietales rasurados o una barba descuidada poco hípster. 

–La historia no se puede cambiar –me dice el entrevistado bien peinado–. Siempre es un ejercicio tentador calificar las políticas económicas del pasado conociendo ya las sorpresas que entonces se entretejían en el contexto global. Pero ni los grandes economistas de la época pudieron predecir la crisis del 29. ¿Quién se habría atrevido a trastocar los fundamentos de un país que llevaba cincuenta años creciendo?

No diré el nombre de mi entrevistado. Revelaré, sin embargo, qué champú usa (ha sido mi primera pregunta, para romper el hielo): Curbicia, de René Furterer, París. También puedo añadir que el entrevistado del pelo recién lavado enseña en la Torcuato y colabora en La Nación y en una franquicia de contenidos sobre economía global cuyos presentadores en Youtube (auténticos enamorados de la libertad) van uniformados con moño y tiradores. Hay un video en ese canal con el título: «Cuando Argentina era un país rico».

–¿Se puede hablar de un país rico cuando hablamos de un país que dependía de los préstamos y la inversión extranjera?
–Sin financiamiento externo, sin el tren, por ejemplo, que abarató el transporte de mercancías hasta el puerto, habría sido imposible la expansión de exportaciones. Y los préstamos no eran un problema. Mientras nos siguieran comprando podíamos seguir pagando. Estaba claro que los fundamentos de la riqueza argentina no eran ficticios. Al final los préstamos siempre se reanudaban.

Ya en 1889 un corresponsal de The Economist escribió: «El gobierno argentino es un oportuno recordatorio de que no es fiable en los tratos con sus acreedores, y está bien que los inversores y tenedores de sus bonos tengan muy presente este hecho, ya que no tardará mucho en volver a intentar conseguir dinero aquí».

El entrevistado bien peinado me explica que aquella década del ochenta fue un comienzo difícil, pero prometedor. Las ideas de Adam Smith y David Ricardo habían sido las inspiradoras del libre comercio y la especialización. En aquel escenario comercial internacional Argentina podía especializarse y ocupar un lugar. 

–Una posibilidad más que atractiva para el país –me dice. (Tan atractiva, pienso, que allí se quedó). 

El entrevistado también me explica que Roca y toda la Generación del 80, lejos del liberalismo puro que se le atribuye, profesaban un liberalismo pragmático. Para ellos el estado tenía un importante papel que cumplir en un país extenso, despoblado y sin capital. 

–Fueron ellos quienes promovieron la inmigración –me atrevo a afirmar.
–En realidad ya lo habían hecho los constitucionalistas del 53, en el artículo 24: «El gobierno federal fomentará la inmigración europea».

Se me ocurre que en el texto original solo decía «la inmigración», y luego algún Alberdi, algún Sarmiento añadió «europea». 

–Entonces, en aquella división de roles, el país empezó a exportar carne…
–Al principio solo el cuero –puntualiza el entrevistado–. Nuestro cuero se usaba para forrar los asientos de los trenes en Inglaterra y como correas de las máquinas industriales. La carne era un desperdicio, las reses sin cuero se pudrían en el campo. Hasta la aparición de la cámara frigorífica, las posibilidades de exportación de carne eran muy limitadas. Más tarde, cuando Estados Unidos abandonó el mercado inglés de carne para abastecer solo su mercado interno, Argentina ocupó su lugar y se convirtió en una potencia exportadora de carne. 

Quisiera no ser tan básico y evitar las chicanas, pero…

–Aquella potencia exportadora tenía la carne –le digo–, no así los trenes, ni los frigoríficos ni los barcos. ¿Cómo es que Inglaterra trajo tantas cosas menos inmigrantes?
–A los ingleses no solo la lengua los desanimaba a venir, también los elevados precios de las manufacturas, que en Inglaterra obtenían a precio módico y en Argentina eran sumamente caras. Los inmigrantes italianos, en cambio, venían de una crisis agrícola y valoraban la abundancia de alimentos, ya que allá habían sufrido la escasez.

Eso último lo he oído mil veces: fue el hambre inmigrante, según dicen, lo que acabó por engendrar una criatura comestible de masa barroca con medio kilo de muzzarella encima: en Buenos Aires le llaman pizza. 

–¿Fue la rápida integración del inmigrante italiano lo que impidió la creación del crimen organizado, o fue más bien la mano dura?
–Fue la prosperidad, sin duda. Aunque otra razón podría ser que los italianos del sur emigraban más a Estados Unidos, y los del norte a nuestro país. Pero si bien la inmigración no trajo la mafia, a excepción de la Chicago rosarina ya en los años treinta, sí trajo el terror. La Ley de Residencia de 1902 se sancionó para expulsar a los extranjeros que perturbaban el orden público y la seguridad nacional. Después de todo se suponía que habían venido para trabajar.
–Tengo entendido que a algunos no había que expulsarlos. Regresaban solos al ver que la América, al menos esta, no era lo que esperaban.
–Eso solo ocurrió después de la Primera Guerra, que había encarecido el flete para las exportaciones debido a que el Atlántico era una zona de combate. Pero en la década del 20 la economía volvió a crecer y el Plata volvió a ser para los europeos un horizonte de promesas.
–El horizonte para algunos inmigrantes era bastante sombrío. A mi bisabuelo, por ejemplo, le pagaban sueldos de hambre para matar vizcachas en la zona de Maipú. ¿No será por eso que no vino más gente? Porque si nos fijamos bien, Argentina, pese a la inmigración, seguía siendo un país despoblado. Cualquier país europeo con la mitad de extensión, o menos, tenía una población cinco veces mayor.
–Las migraciones desde Europa fueron masivas, lo que demuestra que ese panorama sombrío es un error de apreciación histórica. Si se comparan los salarios de 1911, los de Buenos Aires eran un 25% superior a los de París. Que algunos inmigrantes regresaran, y otros malvivieran en conventillos o ranchos, no es un indicio de que en aquel contexto las oportunidades de movilidad social no fueran aprovechadas. En 1914 un 70% de los empresarios habían nacido fuera de Argentina. 

El entrevistado de pelo recién lavado me apabulla con otras cifras pujantes. Quizá debido a mi sesgo ideológico, a mi desconocimiento o a mi propio pelo percibo en esos números un mantra cínico: PBI per cápita, Ingreso per cápita, Exportación per cápita (me informa de que en 1910 cada argentino exportó no sé cuántos dólares, cinco veces más que el promedio de todos los países del mundo). Esa estimación del promedio de la riqueza por persona, como si división y distribución fueran lo mismo, le sirve tanto para medir el progreso económico como el progreso social.

–Para un país joven como aquel el crecimiento constante fue muy satisfactorio, sobre todo porque ese ciclo coincidió con la celebración del centenario en 1910. En aquella fase, Argentina creció un 4 % por año durante once años.   

Parece tan excitado con el crecimiento que quizá algo acabe por derramarse en su pantalón, como según él se derrama la riqueza.

–Es importante entender –continúa– que en aquellas circunstancias no había lugar para demasiados cuestionamientos. Los superávits eran más frecuentes que los déficits. No era prioridad consolidar un consenso en torno al modelo socioeconómico de la generación del 80. Porque el modelo había triunfado y, más allá de casos aislados, de los eventuales perdedores de un proceso tan vertiginoso, las condiciones de vida habían mejorado. Podemos hablar de desigualdades, claro que sí, entre las provincias, entre las regiones. Pero sin duda las desigualdades eran menores que las bondades. El progreso tenía su precio, y nada hacía pensar que fuera excesivo.
–¿Qué me dice de la seguidilla de revoluciones en esa época?
–No eran un reclamo económico, sino político. El mismo Pellegrini, en 1905, hizo mea culpa por el fraude y perdonó a los revolucionarios. Vea usted, el país tenía un poderío militar limitado, había bastado para acabar con la amenaza del indio y para sofocar esas revoluciones de final y principio de siglo. Pero de ahí en más ya no fue necesaria la intervención del ejército…
–La Semana Trágica fue en 1919.
–Correcto. Pero ya en la década del 20 la distención social fue el indicio más palpable del renovado crecimiento. Los reclamos sociales iban cediendo y perdían fuelle, víctimas de la bonanza. Ya casi no había huelgas, y no es una paradoja que en tiempos de poca agitación gremial se haya avanzado en la legislación laboral. Ya que en un contexto de riqueza y rentabilidad estas demandas no suelen enfrentarse a una resistencia por parte de los empresarios.
–Hablemos de la distribución de la tierra. En Estados Unidos Sarmiento había tomado nota de la división de la tierra en pequeñas granjas, como modelo de un desarrollo económico más amplio. Aquí, con el PAN en el gobierno durante tres décadas, eso no parecía muy viable, ¿verdad?
–Tampoco lo fue durante los gobiernos radicales, que rechazaron proyectos de reformas agrarias para dividir los latifundios y revenderlos a pequeños propietarios. Yrigoyen incluso no quería que los inmigrantes tuvieran acceso a la propiedad rural.
–Muy mal, ¿no?
–Puede cuestionarse desde el punto de vista de la justicia distributiva. Sin embargo no es cierto que las grandes extensiones de tierra tuvieran un efecto nocivo sobre la productividad del país. Sí lo tuvieron, en cambio, medidas económicas posteriores que, basadas en preocupaciones distributivas, terminaron siendo perjudiciales para el sector rural. Para la agricultura o la ganadería.
–Pero es innegable que el régimen de tenencia de la tierra…
–Es innegable, sí, que los peones rurales vivían en condiciones de miseria, muy en contraste con el nivel de vida de sus patrones. Si bien esto nunca afectó a la producción, tuvo un efecto social no deseado, ya que sí afectó a la clase productiva, que quedó estigmatizada como «la oligarquía terrateniente».

El entrevistado del jopo modoso me habla de la demonización del campo (muy habitual entre otros pelos, peinados y flequillos). El amor agro que él todavía siente por aquellos años está inspirado en más datos épicos y voluptuosos, que pasa a evocarme:

–Se exportaba la mayor parte de la producción rural. Las exportaciones agrícolas representaban más del 95% de las ventas externas. Lino, maíz, trigo… El trigo fue el símbolo de la revolución agrícola. En 1907 Argentina llegó a ser el tercer país exportador de granos.
–¿Nunca llegó a ser el primero?
–Estados Unidos siempre fue líder mundial en la exportación de granos –confiesa apenado.

Se exportaban granos, me dice mi voz chicanera, y se importaban tractores, quizá provenientes del mismo país del norte al que Sarmiento admiró.

Mi entrevistado se rearma.

–Pero en los años 20 Argentina creció más que Estados Unidos, tanto en términos globales como per cápita.
–Supongo que no me está hablando de 1929.
–Ya que lo menciona, en 1929 las exportaciones argentinas per cápita también crecieron más que en todo el resto del mundo y había tanto oro en la Caja de Conversión como para respaldar un 85% de la base monetaria.
–Pero pasaron cosas…
–Pasó que la Reserva Federal aumentó las tasas y hubo una fuga masiva de capitales. Pasó que la contracción monetaria obligó a los bancos a restringir los créditos y al gobierno a abandonar el patrón oro para poder emitir sin respaldo. Pasó que eso provocó la depreciación del peso, lo que provocó la huida hacia el oro y una corrida cambiaria que fue contenida por parte del gobierno con la venta de sus reservas metálicas. Pasó que estas se agotaron y que la cotización del oro se disparó, lo que dificultó el pago de la deuda externa. Pasó que el precio de los alimentos cayó en todo el mundo y por si fuera poco el mundo se volvió proteccionista. Pero como le he dicho antes, nadie lo vio venir, ni siquiera Keynes. Con el diario del lunes es fácil. Pero la historia no puede cambiarse.

La historia no puede cambiarse, solo puede repetirse. 

1880-1930: en 50 años pueden pasar muchas cosas, y muchas de las que pasaron en aquellos años cuna nunca dejaron de pasar. 

Siempre se vive en el primer día.

(Lo de los superávits y los salarios más altos que en París están entre las cosas que ya no pasan).

–En todo caso –sigue el entrevistado bien peinado–, antes de aquello Argentina, junto con Estados Unidos y Canadá, se había desarrollado muy por encima del resto del continente. Y todo gracias al empuje invalorable de la producción rural. 

Se me aparece de pronto un peinado elaborado de señora que tampoco se resiste a mi análisis de semiótica capilar. La señora enjoyada que preside almuerzos en televisión (probablemente desde aquellos años agro) y que solía decir: «El campo salvó a este país más de una vez». Y en otro flash simultáneo me acuerdo de un personaje de un film argentino del paleolítico, eufórico ante la visión de un cielo negro que rompe a llover: «¡Este año con una buena cosecha nos salvamos todos!». 

–¿Qué interés podía tener un país agro como aquel en hacer el intento de ir un poquito más allá en la cadena de valor?

El entrevistado hincha su pecho con corbata (a rayas), presto a ilustrarme sobre la revolución industrial argentina. Así me entero de que si bien en aquel país potencia no se fabricaban automóviles, aviones, dirigibles, ascensores, gramófonos o ametralladoras, sí se fabricaban galletitas. Aunque la hojalata para los envases había que importarla y en periodos de crisis se complicaba. 

–Algo que ha sido frecuentemente olvidado es el carácter complementario, más que rival, de la relación entre la industria y el campo. Un buen ejemplo era nuestra industria molinera, que exportaba harinas a Brasil.  

Actualmente, lo leí hace poco, la harina sigue siendo una de las principales exportaciones del país. Harina y aceite de soja: para cuya producción es necesario (sobre todo si hay sequía) importar casi tanta soja como la que se exporta.

–Cuénteme por qué no se avanzó más en la industrialización.
–Le cuento que sí se avanzó. Fue cuando el país se independizó del capital británico y creó su propia industria, con capital norteamericano. Así se dio comienzo a la producción de químicos, metales, artículos eléctricos y demás manufacturas que hasta entonces eran importadas.
–Las importaciones siempre han sido un tema político. ¿Cuán determinante fue la política de importaciones para el desarrollo industrial?
–Una de las mayores distorsiones históricas del modelo agroexportador retrata a una elite liberal conservadora que desde el gobierno imponía la libre importación. Por el contrario, la libre importación fue defendida siempre por los socialistas, con el argumento de que los aranceles encarecían los productos, y más tarde por el primer gobierno radical, una coalición de gente no vinculada a la industria. Es falso también el predominio de la libre importación en aquella época. Lo habitual eran los aranceles, que, aunque podían beneficiar a algún sector industrial, solían legislarse más bien para ampliar la recaudación del estado.
–Usted ha narrado lo que pasó en el 29. ¿Qué pasó luego?
–Empezó a salir más dinero del que entraba. Por pagos de deuda, por dividendos a empresas extranjeras, por remesas de inmigrantes a sus familias… Los países se habían cerrado y nuestros ingresos por exportaciones habían disminuido drásticamente. Si no se exportaba, tampoco se podía importar: ni bienes de consumo, ni insumos, ni maquinarias. Se paró la actividad y el gobierno siguió gastando por encima de los ingresos, toda una tradición hasta hoy. La diferencia con el presente es que aquel país al menos estaba en expansión.
–Por la situación que usted acaba de describir, ya no lo estaba.
–Después del 30 ya no, es cierto. El general Uriburu recibió una pesada herencia, si tenemos en cuenta el bajo nivel de ahorro nacional y la excesiva dependencia de las exportaciones a Inglaterra.
–El golpe fue promovido por la derecha, que no solo criticaba al gobierno, sino a la casta política en general. Fue una especie de «que se vayan todos». Corríjame.
–No solo la derecha contribuyó al desgaste del gobierno. También socialistas, progresistas y comunistas. En periódicos y universidades Yrigoyen tampoco tenía apoyo. Hay que entender que los golpes de estado reflejaban el espíritu de la época. Las experiencias antidemocráticas eran un signo de los tiempos, también en Europa. Aunque un año más tarde volvieron los comicios.
–Y volvió el Fraude.
–A partir de allí el panorama se tornó sombrío de verdad, como a usted le gusta.
–¿Por qué me dice eso?
–Porque se ve que cuando no tiene simpatía por un modelo socioeconómico, acaso porque sus filias y fobias se lo impiden, solo le gusta ver las sombras y no las luces. Ni siquiera me ha preguntado por la educación. La preocupación de aquellos gobiernos liberales por ilustrar a la población y los resultados de esos esfuerzos. Del casi 80% de analfabetos en 1869, el país pasó a un más que aceptable 35% en 1914. Y más tarde vino la Ley Sáenz Peña, y luego la Reforma Universitaria, un logro de aquellos hijos de inmigrantes que, gracias a la pujanza, se convirtieron en hombres hechos y derechos que se hicieron escuchar.
–Le agradezco que lo mencione. Ha quedado claro que fueron cinco décadas con sus luces y sus sombras.
–Y sobre todo con crecimiento económico, y no siempre con el viento a favor. Es cierto que a veces se dudaba de la capacidad de pago del país, pero déjeme que le describa uno de los sucesos argentinos más memorables, aunque poco conocido y mucho menos recordado. 

El entrevistado del pelo recién lavado sonríe satisfecho. Juega con su corbata y con mi expectativa. Sin duda lo que tiene reservado para el final de la nota tiene que ser fuerte.

–Descríbame, descríbame…
–¿Sabía usted que en aquellos años de riqueza Inglaterra nos pidió un préstamo?
–¿Qué me dice? No puede ser.
–Fue en 1918. Inglaterra debía afrontar sustanciales deudas contraídas durante la guerra. Así que aquel año fue Argentina la que le concedió un crédito a Gran Bretaña.
–No doy crédito. ¿De cuánto estamos hablando?
–Cien millones de pesos oro.
–¿Y para qué querían los ingleses nuestros pesos?
–Para pagarnos una compra de cereales. Les prestamos el dinero y les vendimos los cereales. ¿Qué otra cosa se podía esperar del granero del mundo? 

Sin duda ha sido su dato más épico. El campo argentino salvando no solo al país, sino también a la Madre Patria.    

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