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Por Diana Rogovsky
I.
Una célebre escena de El Acorazado Potemkin, de Serguei Eisenstein, de 1925, ha sido recreada por numerosos cineastas. Es la de la escalera, en Odesa. Parece que de allí vienen algunos de mis ancestros, dicho sea de paso, lo que quizás incida en el hecho de haberme generado una urgencia de decir. De hecho, ¿quién no desciende de quienes lograron, cuanto menos, sobrevivir?
Serguei dijo que el material del que se hacía la película, tal como para el compositor de música su materia eran los sonidos y las líneas de los instrumentos, para el pintor la línea y el color, y así sucesivamente con las otras artes, eran los trozos de film, y que el arte cinematográfico consistía en cómo se combinaban estos en el montaje. Algo parecido podría decir quien compone una sinfonía, coreografía o cualquier constructo que se desarrolle a lo largo del tiempo. Se trata de separar y unir fragmentos, insertarles otros en medio, sacar y poner, potenciar unas líneas en paralelo a otras que se silencian, poner de relieve, pasar al fondo, elaborar rítmicamente, combinar y recombinar trozos, retazos, segmentos potencialmente portadores de mayor o menor grado de fuerza y belleza. O de capacidad de conmoción de su audiencia, lo cual quién sabe sea lo mismo a la hora en que cantan los gallos.
Los maestros soviéticos escribieron acerca de esto y vale la pena leerlos. Porque dejaron las bases acerca de la manera en la que ya llevamos un siglo de lectura del mundo: los modos audiovisuales posproducidos.
Otro maestro, Orson Welles, en los EEUU, nos demostró que podemos creer cualquier noticia según el modo en la que se nos presente. El, de hecho, hizo creer a la población de su país que había habido una invasión extraterrestre en 1938, basándose en la novela de H.G. Wells La guerra de los mundos, y en cosas que él ya sabía, por supuesto, acerca del proceder de esto que llamaremos la especie humana. Hubo suicidios, incluso. No es ningún chiste el asunto. Aunque parezca que se olvidan estos ejemplos, viene bien recordar que si hay gente diciendo barbaridades y practicando un desapegado sadismo y apatía todo el día, habrá quienes escuchan, crean y transformen sus vidas según lo que se les diga. Quedará para otro día tratar la relación entre la escucha y la salud mental. En lo particular, tal como diría Dostoievski, padezco de un “oído de tísica” que no pocos espantos me ha deparado.
Pues entonces veníamos diciendo que hoy, nos enteramos de lo que pasa por las pantallas y accionamos más por lo que vemos y escuchamos a través de nuestros apósitos más preciados, los “teléfonos celulares”, que lo que nuestra carne y los sentidos en modos menos mediados nos muestran. Ni que hablar de lo que nuestros propios cerebros, vapuleados y rebotando entre tantas cosas, pueden elucubrar por las suyas.
II.
En la escena interminable de la escalera de Odesa sufrimos porque un bebé que ha quedado sin madre a raíz de la balacera de los cosacos, cae y cae y cae en su cochecito y no sabemos si sobrevivirá. Otra madre es baleada con el mismo en brazos y nuestra indignación y angustia roza lo insoportable al verlo. Es como si el hijo de la humanidad misma hubiera sido masacrado. Los maestros del cine ruso sabían bien que ese dolor, por ejemplo en nuestro país inmediatamente asociable a las imágenes de las Madres de Plaza de Mayo, pero también -en una línea que se se puede rastrear en la iconografía ortodoxa hasta la madre de Cristo con su hijo en brazos- nos llevaría a sentir rabia, nos haría pensar en si seríamos nuestros verdugos (el pueblo contra sí mismo obedeciendo a los jerarcas de las clases sociales que están por encima) o seríamos quienes, como dijo Margaret Mead, fuéramos capaces de acompañar al herido hasta que cicatrizara su fémur.
Compararé solo la escena con la de Brian De Palma (el católico furioso, como dijo Angel Faretta) en Los Intocables, de 1987. Allí, nuestro héroe Elliot Ness, a diferencia del maestro soviético, salva al bebé. Exagera en el uso del ritmo (si esto puede afirmarse) porque sabe que sabemos, exagera el silencio y el contraste con los picos sonoros, exagera un uso virtuosísimo del plano secuencia y el montaje porque ya sabemos que se trata de Brian De Palma (y se lo agradecemos por las maravillosas horas que nos ha hecho pasar, no está de más decirlo).
Brian, en una de sus películas más encriptadas, al salvar a ese bebé nos devuelve, junto con Elliot Ness, la esperanza de la hermandad del pueblo ante quienes le roban, lo estafan y lo engañan con sus mentiras y alianzas ególatras y espurias.
III.
Quizás seamos un día depalmianos y al otro eiseisteinianos. Quizás haya que ser como haga falta. Sobrevivir, primero, no olvidar la justicia para el pueblo, para el que está en el llano, luego.
IV.
Por alguna razón creemos a toda fe en lo que vemos en las pantallas. El cine, la televisión, la Internet se nos han metido bajo la piel de tal modo, que resulta muy difícil descreer, sospechar y desentrañar el cómo está hecho lo que está ante nosotros. El montaje, el guión, la pre y posproducción se han hecho invisibles. Esa sería la educación por venir, aquella que nos enseñe las reglas básicas, las estructuras fundamentales de la ficción y la narratología para que podamos distinguir un buen relato de aquel relato que se aproxime genuinamente a nuestras propias dimensiones políticas. Despejar un poco la incógnita de cómo nuestras elecciones serán influyentes en los derroteros que están, al menos en parte, a nuestro alcance.
Etiquetas: Brian De Palma, Cine, Diana Rogovsky, El Acorazado Potemkin, La guerra de los mundos, Los Intocables, Orson Welles, Serguei Eisenstein