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Por Luciano Sáliche
No parece haber, allá, en el horizonte cercano, otro escenario que el colapso. Lo sabemos ahora, con mayor o menor grado de conciencia, pero ¿lo supimos antes? Con una inflación que crece desde hace décadas, con una pérdida salarial que se ganó un lugar notable en los manuales de historia, con una marea de al menos tres gobiernos consecutivos en retirada, el diario del lunes dice que estuvimos viviendo la estela de un colapso. ¿O acaso se puede sostener en el tiempo esta incertidumbre acelerada? ¿Existe la posibilidad de que este panorama dure? ¿Hasta cuándo?
En Contra la tentación populista, Slavoj Žižek escribió que el capitalismo “se ve lanzado a una dinámica constante, a una suerte de estado de excepción permanente, a fin de evitar el enfrentamiento con su antagonismo básico, su desequilibrio estructural”. De alguna manera, el gobierno de Javier Milei manifiesta una imposibilidad sistémica. Y si Argentina efectivamente va hacia un colapso, ¿se puede frenar o ya es tarde? ¿Retroceder es una opción? ¿Y si de lo que se trata es de volantear hacia otra dirección? La pregunta también es qué hay después de la colisión.
Libre mercado y revolución
El 9 de enero de 1848 Marx hizo una recordada intervención en una sesión pública de la Sociedad Democrática de Bruselas. Tenía 29 años, estaba exiliado. El texto está en internet. Se lo conoce como “Discurso sobre el libre cambio”. Ahí aparece una cuestión central e histórica: “Los obreros, a su vez, preguntan a los fabricantes: ¿Cómo se explica que en el curso de los últimos treinta años, en los que nuestra industria ha alcanzado el mayor desarrollo, nuestro salario haya bajado en una proporción mucho mayor de lo que ha subido el precio de los cereales?”
El punto más jugoso está sobre el final: “No crean, señores, que al criticar la libertad comercial tengamos el propósito de defender el sistema proteccionista. Se puede ser enemigo del régimen constitucional sin ser partidario del viejo régimen”. Y más adelante: “En general, el sistema proteccionista es en nuestros días conservador, mientras que el sistema del libre cambio es destructor. Corroe las viejas nacionalidades y lleva al extremo el antagonismo entre la burguesía y el proletariado. En una palabra, el sistema de la libertad de comercio acelera la revolución social”.
Dentro del marxismo clásico hay una premisa sólida: que la exacerbación de las relaciones capitalistas tiende a una paradoja, la de ricos más ricos, la de pobres más pobres, y eso, en definitiva, generará una conciencia de la desigualdad tan patente que sólo puede ocasionar una revuelta, un estallido, una revolución. En ese discurso, Marx cerraba así: “Y sólo en este sentido revolucionario, yo voto, señores, a favor del libre cambio”. La pregunta incipiente es si la actual alienación en los trabajadores no ha generado, por el contrario, un adormecimiento implacable.
Las tendencias aceleracionistas
Todo lo que se pueda decir sobre eso que llamamos actualidad está contenido y condenado por un aceleracionismo de la necesidad. Hay una sensación consensuada de que ésto, así, no va más; de que ésto, así, no sirve; de que ésto, así, nos fulminará. Por eso: fijar un rumbo y acelerar. Un shock que nos saque del pantano. Y así pasó: un país en crisis pidió un cambio grande y puso en el sillón presidencial a un tipo que se define como anarcocapitalista y que cree que no debería existir otra soberanía que la individual, que la de la propiedad privada, que la del libre mercado.
La pregunta entre lo que muere y lo que nace, tal como la planteaba Gramsci, se renueva con una incertidumbre mayor. ¿Estamos en camino a un postcapitalismo? Dirigentes como Javier Milei sostienen que no, que todo lo contrario: lo que el nuevo y flamante Estado argentino busca es refundar las bases para sostener un capitalismo puro. ¿Existe tal cosa por fuera de la imaginación de un libertariano utópico? Algo es cierto: liberar los mecanismos de protección e intervención estatal, por mínimos que sean, es una forma de acelerar las fuerzas económicas hacia esa utopía.
Si “modernidad = progreso = capitalismo = aceleración”, escriben Armen Avanessian y Mauro Reis en Aceleracionismo: estrategias para una transición hacia el postcapitalismo, “entonces la única posible resistencia supone la desaceleración, ya sea a través de una fantasía de autosuficiencia colectiva y orgánica o de una retirada en solitario al miserabilismo y a sagaces admoniciones contra las peligrosas contrafinalidades del pensamiento racional”. El problema de hacer del freno una resistencia es erigir el conservadurismo de algo que tampoco alcanzó. Retroceder no parece una buena opción.
Según el Manifiesto por una política aceleracionista de Alex Williams y Nick Srnicek de 2013, “el progreso se ve limitado por un marco rígido de valor añadido, capital flotante y un ejército reservista de mano de obra”, lo que hace que “la modernidad se reduce a medidas estadísticas de crecimiento económico y la innovación social se encalla en los restos obsoletos de nuestro pasado colectivo”. No se trata solamente de admitir que “el capitalismo es un sistema injusto y perverso”, sino de llegar a una conclusión más disputada: que es “un sistema que frena el progreso”.
Si “desde 1979 la ideología política hegemónica a nivel mundial ha sido el neoliberalismo” y el actual desarrollo tecnológico “está siendo aniquilado por el capitalismo”, la propuesta del manifiesto es que “el aceleracionismo es el convencimiento de que estas capacidades se pueden y deben liberar superando las limitaciones que impone la sociedad capitalista”. La conclusión de Williams y Srnicek es esta: “La elección que tenemos que tomar es crítica: o un post-capitalismo globalizado o una fragmentación lenta hacia el primitivismo, la crisis perpetua y el colapso ecológico planetario”.
El éxito de la autodestrucción
Luego de estudiar el capitalismo por casi cincuenta años, Joseph Schumpeter llegó a la conclusión de que el único destino posible era su autodestrucción. Y no por el fracaso de sus preceptos sino por el éxito. Por más que se introduzcan “nuevos métodos de producción y nuevas mercancías” —escribió el economista austriaco en Teoría del desenvolvimiento económico, de 1911—, “difícilmente podría concebirse en una situación de competencia perfecta” ya que “la mayor parte de lo que llamamos progreso económico es incompatible con ella”.
“El desarrollo es un fenómeno totalmente diferente a lo que puede ser observado en la corriente circular o en la tendencia al equilibrio”, sostiene y basta con mirar esta gigantesca y (no tan) nueva economía global: concentración del capital y precarización laboral, todo en aumento. “Es un cambio espontáneo y discontinuo en los cauces de la corriente, alteraciones que desplazan para siempre el estado de equilibrio existente con anterioridad”. ¿Acaso un Estado que deja de mediar en las relaciones laborales puede equilibrar las cosas? ¿Qué puede el mercado por sí solo?
Un buen ejemplo es la industria editorial argentina. Celulosa y Ledesma concentran el mercado del papel, insumo que a las editoriales les representa más del 50% de sus costos. Ahí el Estado no está —o sí: porque cierra las importaciones y beneficia el oligopolio local— pero sí en garantizar un precio único para los libros. Esto posibilita que las librerías de cadenas no bajen el precio para destruir a la competencia y luego imponer sus reglas (un ejemplo: Uber). Sin embargo, con la derogación del precio único —Ley de Defensa de la Actividad Librera— el Estado se retira de esta instancia.
El argumento de la retirada es que al desregular el precio los consumidores podrán comprar libros más baratos. Al principio es cierto: las cadenas acapararán libros, bajarán precios, venderán más. Las librerías más chicas terminarán cerrando y las editoriales pequeñas se verán perjudicadas. El mercado del libro se contraerá drásticamente en los dos sentidos: menos oferta, menos bibliodiversidad, y a la larga menos lectores. Schumpeter sostenía que el éxito del capitalismo lo destruirá. Acá se puede citar la vieja frase de que un pueblo que no lee… etcétera.
Liberalismo y fascismo
En 1952 los trabajadores de la refinería Tide Water hicieron una multitudinaria asamblea y votaron tomar la planta. El padre de Murray Rothbard —el economista del cual Javier Milei nutre prácticamente todo su marco teórico— era director de la empresa y quedó atrapado adentro. Esa tarde, Murray, de 26 años —aún no era un referente libertario ni se imaginaba que iba a volverse un fantasmagórico guardián de la libertad de empresa—, sintió por primera vez la tentación fascista. ¿Qué hilo invisible ata a dos tendencias aparientemente opuestas: liberalismo y fascismo?
La noche del 7 de noviembre de 1921, el día previo a las elecciones del Partido Nacional Fascista que lo colocaron como su líder, y ante un Teatro Augusteo repleto, Mussolini dijo: “En cuanto a la economía somos anti socialistas, devolveré el ferrocarril y la telegrafía a manos privadas porque el estado actual de las cosas es inaceptable (…) En materia económica somos liberales”. El vínculo entre liberalismo y fascismo está muy presente en las últimas dictaduras de Chile y Argentina. ¿Estamos ante un refresh? ¿Esto es una aceleración fuerte en lo económico y liviana en lo represivo?
El presidente electo de esta recóndita tierra austral acaba de pisar el acelerador de una forma nunca antes vista: un DNU aparatoso, una Ley Ómnibus extensa —titulada ambiciosamente Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos—, un estilo de comunicación agresivo, una horda de fans entusiastas, mucha policía, mucho circo, poco pan y la fe de que luego del “sacrificio” llegará la gloria. Sin embargo, algo de esa aceleración permanece interrumpida por tiempo indefinido. Quizás haya que frenar y repensar el camino. Tal vez pegar el volantazo. Retroceder no es una opción.
* Portada: “Manejo de la contingencia” (2015) de Jake Scharbach
Etiquetas: Aceleracionismo, Alex Williams, Anarcocapitalismo, Armen Avanessian, Benito Mussolini, Capitalismo, fascismo, Jake Scharbach, Javier Milei, Joseph Schumpeter, Karl Marx, Liberalismo, Mauro Reis, Murray Rothbard, Nick Srnicek, Postcapitalismo, Slavoj Žižek