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22-01-2024 Notas

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Por Enrique Balbo Falivene

Cuando Fritz Lang (Viena, 1890-Berverly Hills, 1976) rueda M, el monstruo de Düsseldorf Alemania es un avispero de malas ideas. El país se encuentra sumido en una gravísima crisis económica, no puede pagar los desastres de la guerra y el acuerdo de Versalles se va a encargar de redactar un castigo humillante; hay miles de desocupados en la calle y la inflación sume a la población en la incertidumbre: una barra de pan cuesta el sinsentido de un millón de depreciados marcos alemanes. Es 1933 y en este escenario, que a los argentinos puede resultarnos familiar, surge el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP).

Lang va a ilustrar en parte, sin perder la idea original y violenta, ese ambiente ganado por el totalitarismo. El argumento es básico con dos o tres puntos notables: hay un asesino serial de niños y el único (aquí viene el primer hallazgo) capaz de reconocer al monstruo es un ciego vendedor de globos; el otro punto es la ineficacia de los poderes del estado porque quienes van a detener, juzgar y condenar al asesino son los representantes de las organizaciones mafiosas de la ciudad, un variopinto conjunto de delincuentes de poca monta.

El guión, que Lang coescribió con su mujer Thea Von Harbou (Tauperlitz, 1888-Berlín, 1954), está inspirado en un asesino real, Peter Kürten, que mantuvo en vilo a Alemania, pero como matar no le alcanzaba también bebía la sangre de sus víctimas, de ahí lo de vampiro. Kürten fue detenido y ejecutado y, al parecer, antes de que la guillotina cayera preguntó al verdugo si después de muerto podría beber su propia sangre. Para los amantes del gore añado que su cabeza cercenada puede verse en el museo Ripley’s de Wisconsin Dells en Estados Unidos. En el film este rol está interpretado por el atribulado Peter Lorre (con esta declaración no revelo ningún secreto: Lang nos hace saber que el papel del monstruo es casi secundario), que reúne más cualidades que Herodes a la hora de matar criaturas. Ya se sabe que lo real puedo no ser verosímil, así que Lorre construye un perfecto asesino para la gran pantalla, movido por una fuerza interior y un cierto instinto patológico que lo obliga a seducir niñas y a ejecutarlas sin miramientos.

¿Pero por qué la cinta se ha convertido, con un argumento tan básico, y repetido, en una joya del séptimo arte, en el gran pedestal del cine negro? Las razones son primero que el autor prescinde de situar a la bestia en un castillo, un bosque o una mazmorra húmeda como se había hecho hasta entonces; el asesino, un hombre común de carácter terrenal, se mueve en un entorno urbano de una cotidianeidad aterradora, perfectamente reconocible para cualquier espectador de entonces; lo segundo es la música: el cine está en plena transición de lo mudo a lo sonoro y, de hecho, los grandes estudios conminan a los directores a rodar con sonido, en muchos casos con pésimos resultados. Lang va a usufructuar con nota este advenimiento, la banda sonora enlaza planos y nutre la trama; el director escoge además ciertas zonas de silencios en momentos cumbres del thriller. Doy una muestra: antes de matar Lorre atrae a las niñas con un globo y un silbido, cuando el crimen se produce, que no se muestra pero intuimos que ha sido consumado, impera un silencio que el realizador mantiene hasta la próxima escena; tercero: la irrupción del nazismo. Como dijimos antes son los delincuentes los que detienen y someten en un juicio sumarísimo al culpable, esto no es otra cosa que el paroxismo colectivo de la gente común denunciando, juzgando y condenando en pos del estado, del nuevo orden. He aquí la metáfora.

He querido recordar esta maravilla del cine porque por aquí abajo el joven director Pablo Larraín (Santiago de Chile, 1976) ha hecho un ejercicio similar con El Conde.  Es una sátira negra en donde Augusto Pinochet es un vampiro; tiene 250 años, sus orígenes fueron franceses en tiempos de María Antonieta mordiendo a cuanta prostituta se le cruzara por los callejones oscuros de París, pero ahora desea morir porque no soporta que lo acusen de ladrón. Para mantenerse en forma bebe batidos de corazones y sangre (afirma que la mejor sangre es la inglesa y la peor la de los trabajadores locales). La cinta está rodada en blanco y negro con una fotografía digna del expresionismo alemán; el prólogo, con una voz en off que recuerda a Margaret Thatcher, es sencillamente soberbio. Es verdad que la película pierde tensión al acercarse al desenlace, pero merece un visionado, es un buen ejercicio de sátira: Pinochet y su familia, sus ambiciosos hijos y su mujer acaban dando risa.

Aquí en Argentina no hemos tenido películas tan dignas, hemos tenido otra pasión: las elecciones. En campaña el candidato Javier Milei empezó mostrando las garras; aparecía en las televisiones con los pelos revueltos, patillas y chaquetas de cuero al estilo rockabilly, dando puñetazos en las mesas, gritando e insultando como un demonio a todo el mundo. También en su currículum, además de economista, consta que ha sido portero del glorioso Chacarita Juniors y sus ex compañeros afirman que defendía la valla como si le fuera la vida en noventa minutos.

Finalmente se ha quedado con el sillón de Rivadavia y lo primero que uno se pregunta es cómo conseguirá gobernar si se ha peleado con todos. Pero eso es lo que ha seducido a los electores, un sujeto no político que parece decir la verdad, que se enfada y no se esconde, y que está dispuesto a arrasar con todo y con todos. Se ha erigido en soledad y se ha hecho a sí mismo como los vampiros que están condenados a tolerar la eternidad sin compañía, solos, armados con el apetito filosos de sus colmillos.

Ahora que hace escasos veinte días que gobierna ya ha anticipado profundos cambios y, en todos los casos, el asunto se presenta apasionante, porque Milei ha sido obra del peronismo, que lleva años dando vueltas en redondo por un patio cerrado, como una gallina a la que le han rebanado el cogote.

Para lo demás, para que este país y su clase política dejen de dormir durante el día en un ataúd, sólo hay que sentarse y esperar: es así como suceden las cosas y es así como entregamos nuestras yugulares.

 

 

 

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