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Por Leandro Diego
Estimulado por Leit Motiv, el newsletter de cine de Martín Flaiszman (al que pueden suscribirse desde este enlace) vi Anatomía de un caída (Justine Triet, 2023). En una familia compuesta por una escritora, un docente que quiso ser escritor pero no pudo, un hijo y un perro, sucede un incidente. La policía entiende que la protagonista no puede ser del todo exonerada y se inicia una investigación.
Más allá de la sinopsis, es una película sobre el amor, la singularidad de las relaciones, el peso de las decisiones que tomamos y el de las que no.
El clímax dramático se alcanza cuando la fiscalía usa como evidencia el audio de una discusión que la pareja había tenido el día anterior al incidente (una discusión que el jurado escucha pero los espectadores vemos). El desenlace jurídico queda del lado del hijo, que decide dar un testimonio clave antes del veredicto. Tiene una teoría, la verifica empíricamente pero la presión lo devora: no está seguro. Le pide ayuda a la Asistente Social con la que pasa el fin de semana para no ser influenciado. La Asistente se niega. El pibe insiste. La Asistente se queda un rato en silencio y después dice: Cuando nos falta un elemento para juzgar algo, y esa falta es insoportable, lo único que podemos hacer es decidir.
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Caminar con otros fue una actividad central en mi vida vincular. Con mi amigo Ezequiel, a quien ya no veo pero con el que viví el pasaje de la niñez a la adolescencia, caminábamos de Paternal a Caballito. Con mi amigo Facundo hemos caminado desde Parque Centenario hasta el bajo. Ahora, con Romi, transitamos gran parte de nuestra vida juntos (el lento y postergado ingreso a eso que llaman madurez) caminando. Caminando y hablando, como en Glosa, de Juan José Saer, esa novela en la que los protagonistas caminan veintiún cuadras conversando sobre un cumpleaños al que ninguno de los dos fue.
A diferencia de la conversación en un espacio determinado (un bar, una casa, un parque) la caminata, cuadra a cuadra, paso a paso, renueva el contexto. El movimiento impone un ritmo particular a la conversación, propicio para el diálogo por turnos, pero también –sobre todo– obliga a los caminantes a mantener una suerte de atención flotante: ni del todo en la charla, ni del todo en sí mismos, ni del todo en el mundo.
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Estoy en el lado B de Niceto. Vine a ver una banda que no conozco. Sé de buenas fuentes que están atravesando un momento delicado: la inesperada y repentina inclusión en sus filas de Roberto Petinatto. Después de un par de temas con lo que –sospecho– venía siendo su formación habitual (batería, bajo, teclado, guitarra, percusión, trompeta y saxo), sube Petinatto. En su primera intervención, Nico me mira y me dice: usa los mismos efectos que en Sumo: reverb y delay, idénticos.
En este tipo de conciertos es habitual que el repertorio incluya algún cover y que los tracks devengan en largos loops donde cada instrumentista improvisa un rato. Roberto primereó a sus compañeros cada vez que pudo, invadió solos ajenos antes de que terminen, tocó los instrumentos de otros, pretendió dirigir la atención hacia el guitarrista para impulsar solos que acompañaba con un poco de air guitar (como en Duro de domar), intervino los finales generando un ritornello del que nadie sabía cómo salir, volvió desprolijas todas las interacciones entre músicos y hasta se dio el gusto de contar una de esas anécdotas en la que queda mejor parado que los muertos. Y así y todo fue el canal por el que se coló la dinámica de lo impensado (y de lo impensable).
De pronto el trompetista y frontman de la banda nombra a Milei. La gente canta que hay que saltar. La gente salta. Se hace un silencio y todas las luces apuntan a Petinatto, que no parece entender muy bien lo que se espera de él. Mira al público y dice: todavía se puede hacer la revolución caminando por la vereda.
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¿Qué pasó en el mundo para que lo que alguna vez fue contracultura y ahora es entretenimiento socarrón de gente sin swing tenga de referencia a comediantes como Ricky Gervais? Un tipo con un supuesto humor negro e incorrecto cuyo negocio consiste en llenar teatros para venderle a los traidores que él es el traidor máximo porque además de la traición que comparte con su público escupe la mano que le da de comer.
¿Qué tipo de sujeto se ríe con Gervais? ¿El mismo que lee a Slavoj Zizek y Byung-Chul Han? ¿El mismo que creía que de la cuarentena saldríamos mejores?
¿Por qué la supuesta crudeza de Gervais me parece tan inofensiva e inocente como los versos de René Pérez Joglar que, convencido de estar abriendo una grieta en la Matrix, hace unos años gritaba que Adidas no lo usaba porque él estaba usando a Adidas?
¿De dónde salieron estos voceros avivados que, en medio de la catástrofe general, lucran mostrando su éxito?
¿Por qué son todos tipos?
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Al borde de los cuarenta estoy, como decía Lebón, parado en el medio de una vida que, como dijo Alighieri, se empieza a parecer a una selva oscura donde solo hay extravío. Obligaciones, responsabilidades, ingresos, gastos, mantener sano al cuerpo, el espíritu, la mente. Tengo cada vez menos tiempo disponible, el entorno empuja para abajo con las fuerzas del cielo y las redes sociales estimulan falsariamente la producción de sustancias que antes requerían la cercanía de otros cuerpos.
No obstante, me siento joven. Tengo ganas. Unas ganas que, para convertir en hechos requieren (y van a requerir cada vez más) voluntad. Decidir en qué y con quiénes gastar (no digamos, por favor, invertir) el tiempo y la energía disponibles parece más importante que nunca.
Cuando a mi padre le diagnosticaron un principio de Alzheimer, me explicaron por qué la mayoría de sus episodios sucedían al atardecer. Existe algo que se llama síndrome del ocaso y que, según algunos especialistas, en realidad padecemos todos (solo que en personas con demencia se manifiesta de manera extrema).
Cuando cae la tarde, si no hago lo que quiero hacer ni estoy con quienes quiero estar, Bob sale del cuento de Onetti y me pregunta, desafiante: ¿Esta noche es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu de salvación o salto en el vacío?
Por ahora, decido caminar.
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