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23-01-2024 Notas

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Por Leandro Diego

Me tocó inaugurar un ciclo de cine casero que empezamos con Romi, Juan y Cata. Proyecté Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera (Kim Ki-duk, 2003). La había visto hacía muchos años, a instancias de mi amiga María, que me había prestado el DVD de El arco (Kim Ki-duk, 2006). Me había gustado tanto que busqué todas las películas de Kim y las fui viendo de a poco. Cuando llegué a Primavera… me di cuenta de que, bastante antes, en la sobremesa de una cena familiar, con mi padre la habíamos agarrado empezada en I-Sat. 

En manos de ciertas voluntades, la capacidad de la tevé para irrumpir en la vida de las personas, supo ser una herramienta de expansión cultural. En un zapping cualquiera podías encontrar algo que te modifique para siempre. 

Hoy nada viene a vos, todo hay que irlo a buscar. Y lo que vamos a buscar es lo que ya conocemos. Ojo: esto no es nostalgia. Son hechos. Refútenlos si pueden.

 

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Dijo Carlos Solari en la anteúltima edición del ciclo Caja Negra

La ambigüedad es la retórica de la seducción: no hay manera de no usarla en cualquier manifestación, porque lo primero que tenés que hacer es causarle una buena impresión al otro y a partir de ahí empezar a hablar de igual de igual. La gente discute para ganar y esa es una especie de pavada que, los jovencitos ponele que está bien porque necesitan encontrar un lugar, pero los adultos… Yo discuto para que por favor alguien me diga algo que me llegue de tal manera que me haga abandonar lo que creo porque hay una puta novedad que me lleva a creer otra cosa. Entonces expongo lo mejor que puedo, si te tengo que tirar abajo toda tu teoría lo hago, pero no por vos, por mí: si tu idea soporta todo eso, bueno: bienvenida sea.

 

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Este mes vi tres películas de José Celestino Campusano: Vikingo (2009), Vil romance (2008) y Fango (2012). Todas forman parte de esta selección disponible gratis en Cinear. Me quedo con la segunda pero recomiendo, a modo de iniciación, la primera. Vikingo, tal el nombre del protagonista, es un motoquero de ley que vive en una casa humilde y no se sabe bien cómo se gana la vida. Una tarde encuentra a Aguirre tirado en la calle. Lo descubre después de identificar la rueda de una moto asomando por unos escombros. Ahí nomás va a comprar fiambre, le prepara un sánguche, se lo lleva a vivir a la casa y lo invita a mezclarse con sus familias de sangre y combustible respectivamente. 

Aunque Vikingo es una película de ficción, su protagonista es Rubén Orlando Beltrán, a quien Campusano conoció en Legión, tribus urbanas motorizadas, documental de 2006 sobre la vida en el submundo motoquero del conurbano sur. Es decir: Beltrán interpreta pero también es Vikingo. Esta frontera difusa, una constante en el cine de Campusano –que no persigue el verosímil sino lo verdadero–, hace que en sus películas el arte brote de la vida. 

 

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La primera vez que te enfrentás a la mengua del impulso creativo es letal: escribís algo que termina siendo un libro, algo en vos se cierra, un ciclo de años y vidas se reduce a algo muy concreto que, sin saber bien cómo ni por qué, de pronto está en el mundo. 

Hay una mínima excitación que dura cierto tiempo pero casi de inmediato se acusa una falta: toda esa energía vital que era parte de tu vida, que aceitaba los engranajes de tu existencia cotidiana, no está más. Desaparece, como si nunca hubiera estado. 

Uno sabe, porque ha leído, porque ha escuchado, que esto es lo que pasa cuando se concluye una obra, que la aparición de este vacío es parte del proceso. Uno sabe, también, que es un fenómeno pasajero. Pero el peso físico de la experiencia, el golpe que acusa el cuerpo, excede la previsibilidad que puede aportar la información: sentís que eso que se cerró en vos no va a volver a abrirse nunca más. 

 

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En otra batalla que le ganó a la muerte en forma de vejez, el Carlo (aka Boom Boom Kid) cumplió cincuenta y dos años y lo celebró, como es habitual, dando un concierto lleno de canciones de Fun People

El evento me dejó las siguientes escenas: un tipo se agacha ante un solidario círculo protector, saca una bolsita tamaño chasquibum de la zapatilla y, en un pase magistral, la abre y aspira su contenido; un rastamán enciende un porro que se le incendia en la cara antes de la primera bocanada; un joven se acerca a la barra, pide una bolsa de residuo y agua, se bebe el agua y vomita elegantemente en la bolsa. 

Lo mejor fue verme forzado a escuchar a otro artista. La costumbre del teloneo se había ido perdiendo. En tiempos algorítmicos (aunque, apurados y ansiosos, por momentos la odiemos) celebro su aparente retorno. Gracias a la generosidad del cumpleañero, por ejemplo, conocí a Fede Morosini, compositor, cantante y frontman de Julen y la gente sola, que abrió el show en modo solista.

 

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Dice Lucía Seles en una entrevista del año pasado en Rolling Stone

Hace veinte años que llevo conmigo cero ocho biromes de distintos colores. Me la paso todo el día anotando. No hay manera de que no tenga alguna birome encima, duermo incluso con cero dos debajo de la almohada. Para mí es como estar en guardia, es una felicidad infinita; la mayoría de la gente no está en guardia todo el tiempo. Me angustia eso: paso por una confitería y veo que nadie está anotando nada. Para mí, ser grafómana es más importante que la angustia y la felicidad.

La atención puesta siempre ahí, en lo espontáneo, lo que acontece, pero tomando notas, es decir, mirando también un poco hacia adentro. Para crear (al igual que para leer un libro, mirar una película, escuchar un disco) el artista se sustrae del mundo (una mezquindad tolerable porque su obra vuelve al mundo para expandirlo). Su atención es siempre flotante: con un pie en el sujeto y otro en ese objeto mutable, siempre nuevo, que es el mundo. Tiene que proteger bien ese balance. Todo puede volverse un entretenimiento, un pasatiempo, un refugio. Siempre puede caer en la trampa de reemplazar la vida por el arte.

 

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Detrás de la puerta semiabierta de un cajero automático, una señora muy anciana sentada en un banquito. Con los labios enrollados hacia adentro, escupe semillas de mandarina en una bolsa de nylon transparente. Del lado de afuera, un señor sentado en la vereda, apoyado contra un quiosco de revistas cerrado. En una lata de atún con aceite, sumerge un pedazo de pan que usa de cubierto y después ingiere. 

La (falta de) autoridad se diluye como un manto pecador sobre una sociedad corroída por la indiferencia. Queda una sensación de complicidad involuntaria cuyo origen es la mera existencia. Es una sensación pasajera. Se olvida rápido. Pero deja huellas en el cuerpo y el espíritu. Huellas tan hondas e inexplicables como el estigma de un ateo.

 

 

 

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