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Por Luciano Sáliche
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No, odio no. Ya no. Al menos, ahora, no. Todo lo que tengo es sueño. En los oídos, en las manos, en el lagrimal: sueño. En los bolsillos, bajo la lengua, en las notificaciones: sueño. Bostezo mientras escribo estas palabras y me dejo llevar por algo adentro mío que no soy yo, que es otra cosa. ¿Un desdoblamiento? Mientras mis dedos se mueven, algo, ¿yo?, ¿quién?, ¿qué?, dicta las palabras. ¿O es al revés: yo dicto y él escribe? ¿O sueño que escribo? ¿O escribo que sueño?
La realidad se impone con fiereza. La realidad asusta. Un sobresalto. No sé qué día es, no estoy seguro de la hora. Solo puedo afirmar que en mis brazos, acurrucado, un bebé recién nacido batalla con la posibilidad siempre abierta de seguir existiendo. De momentos hay llanto, mucho llanto, desconsuelo, y a veces, como ahora, su representación es la paz. Sin embargo, pese a la armonía aparente, percibo que su relación con el mundo aún es conflictiva.
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¿Cuánto puede estar un cuerpo sin dormir? El récord lo tiene Robert McDonald: en 1986 estuvo 453 horas y 40 minutos (casi 19 días) despierto. En la web Guinness World Records se lee esta curiosidad: “Según todos los informes, siguió viviendo una vida feliz. Ahora tiene un hijo, Robert Jr, con quien construyó una réplica de un barco vikingo de tamaño natural a partir de 15 millones de palitos de helado”. Poco después sacaron esta categoría de los récords: notaron que era un poco peligrosa.
Pero la foto de Peter Tripp de 1959, entre carteles que decían “200 horas”, fotógrafos, periodistas y él, en el medio, bostezando, es icónica. Durante la década del cincuenta muchos conductores de radio buscaban romper el récord de permanecer despiertos mientras hacían transmisiones eternas. El objetivo era publicitar sus programas y, por supuesto, atención y fama. Era un acontecimiento mediático y una oportunidad de investigación científica. Y de saber cuánto se puede soportar.
Durante el proceso Tripp sufrió amnesia repentina y alucinaciones. Tenía 32 años y una buena dosis de estimulantes en el cuerpo. Lo que tuvo, en palabras del equipo de médicos que lo asistía, fue psicosis nocturna. También dijeron que lo produjo el Ritalin que había consumido. Superó las 200 horas y llegó a las 201 sin dormir. Su vida no se vio afectada: los cuatro divorcios, la quiebra financiera y la muerte por derrame cerebral a los 73 años no tuvieron nada que ver.
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Ya no tengo sueños; tengo sueño.
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“Yo no quería dormir porque vivía hacía mucho tiempo sabiendo que, si cerraba los ojos alguna vez en la oscuridad y me dejaba llevar, mi alma saldría de su cuerpo”, escribe Hemingway en Ahora que me acuesto. Es un cuento de militares con estrés postraumático. El protagonista se niega a dormir. Todo empezó un día, dice, que “estallé en la noche y la sentí separarse y alejarse de mí, y luego volver”. La sensación aparecía al acostarse. “Sólo podía detenerlo haciendo un gran esfuerzo”.
Otro fragmento del relato, publicado en 1927 en Hombres sin mujeres: “Tenía distintas maneras de ocupar mi pensamiento mientras estaba despierto, tratando de no dormir. Recordaba un río donde solía pescar cuando era niño e imaginaba estar pescando a todo lo largo de él; pescaba muy cuidadosamente bajo todos los troncos, en todos los meandros de la ribera, en los agujeros hondos y en los trechos largos y poco profundos, a veces logrando truchas y otras perdiéndolas”.
El planteo narrativo es más que interesante: un hombre, un soldado, en medio de la guerra, en una carpa precaria en algún lugar de Italia, en un paisaje hostil y peligro inminente, dibuja en su propia cabeza imágenes para no dormir. El temor de “perder el alma” lo persigue, entonces diseña una escena donde él ya no es él, ese soldado, ese hombre, sino un niño, alguien sin nadie a su cargo, ni siquiera su propia vida. El recuerdo de lo que fue. Un niño pescando. Alguien libre.
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La noche abre una ventana cuando un bebé llora y un padre lo acuna para calmarlo. Más llora, más grita, más tiempo deberá acunarlo para que alcance el sueño y más grande es la ventana. ¿Qué hay del otro lado? Un pueblo entero despierto. “¿Quién duerme por las noches? Nadie”, escribió la poeta rusa Marina Tsvietáieva. “El niño grita en la cuna, / el anciano sentado junto a su muerte, / y el joven habla con su amada, / le respira en la boca, la mira a los ojos”.
En Rusia, Tsvietáieva perdió una hija. Se exilió en Francia, tuvo depresión, parió más hijos, cuatro en total. A su marido lo fusilaron por traidor. Ella pasó ocho años en el gulag, seis en un pueblo perdido y otros seis en Tartaristán, cuando comenzó la ocupación nazi. Ahí, en 1941, se ató el cuello a un tirante y saltó. Dejó versos preciosos, como estos: “Van creciendo los arroyos / que en el sueño desembocan. Ya se me cierran los ojos. / En medio de la noche / alguien se ahoga”.
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A lo lejos, desde otra habitación de la casa, una voz, la de un bebé que ya no es bebé, la de un niño que no es ajeno, la de un hijo que me reclama, con otros modos, y me recuerda implícitamente que todo empieza, que todo termina, que este sueño demencial algún día quedará atrás.
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“De noche, cuando me desvelo, el mundo cobra otra tonalidad. Es más silencioso y más cercano”. Insomnio es un libro de la escritora británica Marina Benjamin. Un ensayo, una crónica personal, literatura del yo. “Empiezo a prestar atención a las texturas de las sombras. Percibo la oscuridad que se va espesando y cuelga como un paño de terciopelo sobre la noche profunda, y el tinte negro-verdoso que se observa cuando la humedad carga la atmósfera con estática”.
Los motivos de su vigilia son una incógnita. En mi caso el asunto está claro. Hay un momento en que estoy más despierto que dormido y percibo que en el ambiente flotan partículas extrañas. “En mis desvelos, he llegado a comprender que hay una taxonomía de la oscuridad por descubrir, y con ella un vocabulario nocturno que podemos aprender”, escribe la autora, y más adelante, sin tanto edulcorante, dice que “nuestro vínculo con el sueño consiste básicamente en estar en guerra”.
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“¿Dormía yo, esto es dormir?”, se pregunta uno de los personajes de Fernando Chulak, el protagonista de Tres meses; un año. “La noche se hace larga porque empieza antes, porque todo pesa y todo cuesta desde más temprano, y porque me duermo y me despierto, me duermo y me despierto, y tengo que despertarme al menos cinco veces para que empiece a clarear. Y en una de esas cinco veces, todavía en la oscuridad, siento su mirada sobre mí”.
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Si cuando te regalan un reloj, decía Cortázar, te están obsequiando “un calabozo de aire”, ¿qué clase de regalo de la vida es un hijo? ¿Cómo dormir profundamente, plácidamente, despreocupadamente cuando una vida depende de uno? En ese mismo texto dice también: “Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa”. ¿Y si un bebé es un pequeño reloj humano? ¿Y si un hijo es la única certeza que nos ofrece el tiempo: su regalo, su condena?
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Una vecina del barrio neoyorquino de Queens llama a la policía. Así empieza esta microhistoria que salió en algunos portales en 2021. Una vecina llama a la policía y dice que en el departamento de al lado pasa algo raro. ¿Qué clase de imagen se le dibuja en la cabeza al oficial que atiende el teléfono y solo recibe esta información? Los policías van: un patrullero con tres tipos cansados, aburridos, algo curiosos. Tocan el timbre, preguntan si pueden pasar. Son las 3:30 de la mañana.
Danezja tiene 23 años y está sola. Intenta algunas evasivas pero ya es tarde: los tres policías entran. ¿Qué encuentran? Dos bebés muertos hace cuatro días. Gemelos de seis meses. Uno está envuelto en una bolsa de consorcio: quemaduras de agua hirviendo. El otro tiene una herida profunda de arma blanca en la nuca. Danezja confesó todo: antes les había puesto veneno en las mamaderas. “No me dejaban dormir —dijo—, entonces me rendí y dejé de preocuparme”.
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Abu Zubaydah está preso en Guantánamo. Es un palestino nacido en Arabia Saudí que permanece aislado bajo custodia estadounidense. Fue encarcelado en la llamada guerra contra el terrorismo; no tiene cargos. Entre las torturas que recibió estuvo la privación de sueño: lo mantuvieron despierto durante días mientras lo interrogaban. Según Wikipedia, “se cree que algunos de los videos de sus interrogatorios se encuentran entre los destruidos por la CIA en 2005”. Hoy tiene 52 años. Nadie sabe nada de él.
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“Sueño lo indecible”, dice el protagonista de Tres meses; un año de Chulak. ¿Qué sueña un padre cuando tiene un hijo recién nacido? Lo indecible.
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Despertar, qué palabra sobrevalorada. Peor: tergiversada. El mundo es más acogedor cuando uno está dormido. Hay algo fascinante en el momento en que el sueño te vence, te gana, te come, te devora, te traga.
También hay una delgada línea en el coqueteo con el descanso. Con el descanso eterno. Quizás —pienso— pueda dormir, y descansar en plenitud, cuando sea definitivo, cuando duerma para siempre.
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¿De qué color es un exabrupto? ¿Qué tonos adquiere la apertura del despertar? Antes, en el sueño, en la pesadilla, todo es difuso. Tal vez haya algunos colores imaginarios flotando por delante del gran negro, pero ¿qué ocurre cuando la máquina humana se enciende y no es de día, no es de noche, es ambos y es ninguno, un momento perturbador, extraño, y la mano de la realidad te saca del sueño y te trae acá, a ésto, ahora? ¿Qué clase de mundo se nos presenta entonces?
A mí, por estos días, no es una imagen la que me devuelve al mundo material, sino un sonido. Un sonido muy específico: el llanto de un bebé. La vida puede modificarse en un instante. De hecho, contando los nueve meses de embarazo, hace rato que convivo con una lenta modificación cotidiana, pero ésto, ahora, hoy, ayer, mañana, es un gran cambio. En el medio de la noche, o del día, en definitiva del sueño, un grito agudo perfora mi domo mental y la vida acecha.
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¿Deporte? Anoche fui al club. Primer tiro: no tocó aro: air ball. A los veinte minutos la confusión escaló a decepción y los músculos, eso que llamo músculos, se abrazaron a mis huesos por temor a caer. Volví a casa y me sumergí en mi confortable celda. Sentí algo parecido al alivio.
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No quiero una reposera en la playa ni una hamaca paraguaya en el bosque. Quiero mi cama, libre, sola, desierta, sin nadie, solo yo, sumergiéndome en las profundidades de este deseo simple, torpe, egoísta, muy egoísta —¿cuánto tiempo más puedo fingir que al lado mío, todo el tiempo, antes, después, siempre, hay una mujer, mi mujer, la madre del bebé, despierta, hermosa, invencible?—, de dormir hasta que los despertadores se derritan, las alarmas estallen y el tiempo desaparezca.
Mientras espero la redención, acaricio con una sutileza exagerada las mejillas de un bebé que no sabe —claro que no lo sabe, no tiene ni la más mínima idea—: apenas está empezando a vivir.
* Portada: “Estudio de un niño” (1960) de Francis Bacon
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