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18-01-2024 Notas

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Por Guillermo Fernandez | Portada: Mathilde Roussel

Se puede pensar sin caer en error que, desde el nacimiento, el hombre se resigna a ser expulsado. Sería una condición muy ligada a su naturaleza. Primero, el ser humano es obligado a “caer” en la vida, en una suerte de desligamiento del vientre materno: una zona cómoda y con la temperatura ideal para poder agitarse hasta, gracias a la moderna tecnología radiográfica, poder ser visto en los movimientos que los manuales denominan indicios de vida.

La imagen que sigue al vientre materno es aquella que muestra al pequeño ser vivo en brazos del equipo médico para ser conducido a las manos parentales. Todo como si fuese una fotografía panorámica que lleva de una punta a otra al recién venido en posición horizontal. Que los besos y palabras dulces hagan del parto una situación gratificante, no diluye que ese desgarramiento materno deje de constituir una “expulsión”, un empuje hacia un abismo lleno de tanta luz que enceguece.

El especialista en literatura antigua, Pascal Quignard en uno de sus libros, El origen de la danza (2017) describe con minuciosidad ese “salto a tierra” que impone al niño la verticalidad, ese pasaje que va desde la calidez de una postura que exige la pasividad de “ser contemplado” hacia la incomodidad del tropiezo, de la tendencia a procurarse sin más el propio equilibrio.

Mucho tiempo antes de esta cuestión obstétrica del “alumbramiento”, el primer hombre y la primer mujer, Adán y Eva, según relata la literatura bíblica también fueron “arrancados” de un lugar ideal, para padecer el castigo de habitar la tierra y de ser sujetos al juicio de los otros. Merecer el Paraíso no iba a dejar de ser nunca el costo -quizá semejante a la condición de estar parados-, de desplazarse de manera automática y semejante a la de una comunidad que lo aguardaba involuntaria pero necesaria.

¿El hecho de pretender que el hombre se esfuerce por “habitar” un mundo que no haya elegido cabalmente no constituye una razón válida de miserabilidad con el otro? ¿Un motivo suficiente para creer que puede autoabastecerse para seguir “de pie”?

¿Por lo tanto, sería lícito pensar que el desplazamiento como primer abandono, dio origen a un encastre en un rompecabezas de una pieza sin pulir, pero que, sin embargo, debe ajustar sus bordes?

Muchos directores de un cine que no dejó de sacudir al espectador se ocuparon de construir un fotograma con ese hombre enemigo de su semejante. Recordemos la película If de Lindsay Anderson (1968), en la que un grupo de estudiantes “deshabitados” de un “centro de represión” responden a la crueldad de los directivos.

La naranja mecánica, la célebre novela del inglés Anthony Burgess (1962), llevada al cine por el director Stanley Kubrick (1971) expone el costo de la rebelión: transformar al hombre violento en un ser humano sin voluntad, fácil de someterse.

La literatura reciente también enfatiza el borde de esa pieza humana que no encaja con una totalidad, con un falso “orden” que es más descomposición, o quizás una resignación a una naturaleza perdida.

Para citar a una autora de entre las tantas que focalizan una narrativa del desencuentro entre los humanos, se debe mencionar a la argentina Selva Almada en sus cuentos agrupados en el volumen El desapego es una manera de querernos (2015). Resulta curioso el término desapego pues va en consonancia con la idea de expulsión materna.

El libro remeda un compendio de disoluciones familiares, de carencias de lazos y de enquistamientos lejanos y secretos de sangre. Almada tensa la utopía de la “sagrada familia” y desnuda ese inconformismo originario de la especie humana.

Se podría pensar una antología de las batallas que el hombre libra con ese fantasma que no es más que él mismo pleno de odio por ocupar un casillero, una pieza que quizá nunca le perteneció, pero le hicieron creer “dueño”, como el grito único con el que comenzó la vida.

 

 

 

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