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25-01-2024 Notas

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Por Eric Schvartz

Por una política de la lengua:

Una compañera de la facultad me dice que luego de tres años de psicoanálisis “puramente” desde Freud ahora puede conocer otras escuelas. Dice que practicará el TCC, pero “usará” los conceptos psicoanalíticos. Sostiene que también le gusta Victor Frank, el psiquiatra que sobrevivió de los campos de concentración de Auschwitz para contarlo, y “fundó” la logoterapia. El mismo que sostuvo sus prácticas desde la higiene mental, brutal ironía del destino (pero no un antojadizo azar), que aquel hombre terminase en un campo de exterminio sosteniendo un discurso eugenésico. Discursos que, conscientes o no, calan la inevitable historia, y se es parte de ella, se sepa, se quiera, o no. Urden una narrativa, y despliegan una ficción.

La compañera cree también, que lo mejor es tratar a los pacientes como amigos.

¿Qué es el Logos, con aquella “logoterapia”?¿El “De la naturaleza” de Parménides? ¿Victor Frank?¿Estudió el recorrido de aquel hombre?¿Su historia?¿Su formación?

Amigos, dice, o se deja decir.

Por alguna razón la convoca a hablar un relato de un hombre lejano, remoto, completamente extraño. Un relato que es del otro mundo. De otros muchos mundos. De un tipo que no fue psicólogo. Un psiquiatra que, sabiéndolo o no, hablaba desde una lógica manicomial, y para ser del siglo XX tuvo el bagaje más llano de sus contemporáneos. La descarada adversidad que vivió Victor no se niega. Se rememoran sus virtudes: la lucidez y la bondad; extrañas que se conjuguen juntas en un escenario monstruoso. En El hombre en busca del sentido delata una trascendental superación, o conservación. Sobrevivió para contarlo, y eligió seguir produciendo Cultura en tan inhóspito paradigma. Eso es valeroso, potente.

Pero ese no es el punto que me convoca.

La compañera repite lo que escuchó. ¿De dónde lo escuchó? ¿De quién lo escuchó? Aquel que decía ¿realmente decía? Retorna un decir que se le impregnó, y lo repite en mimética cacofonía. Por alguna razón, eso es lo que caza con la oreja, y lo que hace “marca” en ella.

No se pregunta por los campos de concentración de acá. Tampoco habla de psiquiatras argentinos. Y no invoca el hilo que funda sus ideas porque desconoce que no lo hay. Quizá jamás haya ido a la ESMA. Espero equivocarme. Sostiene, o más certero, se sostiene de un autor y de un puñado de ideas que han migrado hasta ella para ser encarnadas en palabras. German García nos recuerda en El psicoanálisis y los debates culturales con esa cita transversal de Esteban Echeverría de una edición de 1937:

“Yo podría señores preguntaros cuales son los principios de vuestro credo político, filosófico y literario, podría hacer esa misma pregunta a esa multitud de hombres doctos tan vanos de suficiencia y avaros de saber. ¿Qué me contestarán? El uno, o soy utilitario, con Helvetius y Bentham; el otro, yo sensualista con Locke y Condillac, aquel, yo me atengo al eclecticismo de Cousin; este, yo creo en la infalibilidad de Horacio y de Boileau, muchos con Hugo, dirán que esta es absurda. Cada uno en suma, daría por opiniones suyas, las de su autor o libro preferido.»

Por lo menos, antes envidiablemente, había credo político con aspiraciones filosóficas y literarias.

Se deja hablar de logoterapia, pero lo más probable es que no sepa qué es el Logos, su sedimentación griega, y ese primer virtuoso afán de nombrar una de las lógicas fundantes de la idea de Verdad por parte de Parménides. Dice que hará TCC pero que las herramientas que usará serán psicoanalíticas, defenestrando la praxis que no tranza con una cognición que se sustenta en la conciencia como un mero dato fenomenológico, idea tan precaria que parece haber quedado anclada con Descartes y su obtuso cogito “Pienso y luego existo”, luego de tantas contribuciones al pensamiento desde aquella metafísica.

En las palabras de Echeverría, por lo menos quienes se sostenían de enunciados (por más ajenos que fueran a sí mismos, si partimos de que uno es un “sí mismo”), parecían conocer un poco más de la balbuceante materia que estaban pronunciando. Las palabras siempre son extranjeras, mismo los pensamientos. Esa vaga dicotomía de individuo y sociedad disociadas casi impermeablemente, donde una puede extrapolarizarse de la otra, es para “doctos tan vanos de suficiencias y avaros de saber“.

Los acontecimientos de la “mismidad” siempre son incorrespondidas. Emigrantes, ¿por qué acontecen estás “mismidades” en su hablar y no otras?

Las “cosas” afectan en la medida que hacen a algo de los afectos, y las afecciones sabemos que están al servicio del narcisismo. Lo que afecta, toca. Es un tocar que nada tiene que ver con un materialismo ingenuo, sino con algo que, ni corresponde a la conciencia. ¿Por qué la afecta ese autor tan incorrespondido? ¿Inmensamente, extranjero?¿Por qué le hace “marca”?

Pizarnik dijo clarísimo acerca de la lengua en un poema feroz:

“En esta noche en este mundo
las palabras del sueño de la infancia de la muerta
nunca es eso lo que uno quiere decir
la lengua natal castra
la lengua es un órgano de conocimiento
del fracaso de todo poema
castrado por su propia lengua
que es el órgano de la re-creación
del re-conocimiento…”

Lo que Alejandra nos recuerda, tenaz, es que la lengua natal ya es extranjera. Lo que los futuros analistas no hemos de obviar de está extranjeridad, es saber qué hacer con ella, que incorporamos para ampliar la práctica psicoanalítica, el credo político, filosófico y literario, sin que nos fagocitemos en el acto o nos quedemos rumiando algo que no se metaboliza en nada más que en su inevitable e inútil resto: la caquita.

Producción que abunda.

El supuesto psicoanálisis que aflora del discurso académico ha desatendido su propia tracción y su canibalismo positivista, culturalista y afrancesado, y hemos devenido con las dinámicas académicas en apéndices de la repetición, y aquello empieza a oler, pésimo.

¿Por cuáles discursos nos dejamos habitar?

Pizarnik insiste, lúcida, sensible, vibrante: “Nunca es eso lo que uno quiere decir”, insiste en la incorrespondida e inerradicable oscuridad de las palabras pero principalmente su extranjeridad que desvalida si se la reconoce, ”la lengua natal castra”. Aquella natalidad es cosa extraña para el argentino que hoy es hablado por migraciones remotas, como esta pobre alma que dice que hará “amistosa logoterapia”. Sabemos que Freud era alemán, si se quisiera usar esto como contra argumento, pero no lo leemos por ser una importación glotona, si es que, se lo lee. Descubrió algo que hasta el día de hoy no ha sido entendido, por eso se lo reprime, y naturalmente, se lo desfigura.

Así lo natal, o lo que no se puede incorporar, vira en completamente extranjero, y lo completamente extranjero es tierra hostil, la pura diferencia, y por esa misma razón no solo rechazable, sino, el chivo expiatorio que toda fantasía totalitaria que pone tieso los cuerpos con el borramiento de la diferencia que hoy se manifiesta tramposamente como “diversidad”.

Cuando se es hablado desde un afuera remoto se es un anacrónico. El epistemólogo, el psicólogo, pero que “usará” el método freudiano e irónicamente no bajan la “materia” que dicen conocer para componer un saber, están atenazados por un decir, una lengua que no es natal. Hacen un como sí de las prácticas psicoanalíticas, que hace del profesional ni un psicólogo, ni un analista, pero sí, un académico extraviado.

Castrado por su propia lengua, es el órgano de la re-creación”

El órgano de la re-creación produce al semejante, y él, a “uno”, y al Tiempo, pero eso tiene la condición de ser receptivo a lo extranjero, con la propia castración y la del conjunto de semejantes, llameselé Patria, grupo de estudio, familia, instancias todas decayendo.[1]

Parecen obviedades pero al nivel de la lengua se delata un copioso rechazo a todo lo que desvalida, ¡lo que hace la política que es entre semejantes y no entre iguales! Así la propia lengua es una narrativa que implica la reescritura, y a eso le sucede la trascendencia, práctica que Victor hacía cada vez antes de dormir, el “reescribir sus reflexiones, repensarlas para convalecer de los azotes del campo”. Batallar el presente pleno, inmanente, que animaliza. Pero guarda, no hay que confundir la reescritura con la tracción de época que centrífuga con la laxitud de todos los decires y colma las bocas con palabras vacías, pensamientos extranjeros de imprecisados orígenes, como la de está compañera. En ese sentido, Victor no devino sino que supo no dejarse centrifugar por las condiciones voraces siendo su virtud la de prevalecer, conservarse.

Así la lengua, es precursora del decir, y la condición del verdadero hablar, conocer eso que puede castrar. Un gracioso acierto en Descartes es el genio maligno. Él es el que tranza con engañarnos, con hacernos creyentes de nuestro pensar, por más que sea de doctos tan vanos de suficiencias, así el “Pienso y luego existo” quedaría “Existe la lengua, y ella me piensa (genio maligno).”

Pero si la extranjeridad es susceptible de conciencia, puede haber un componer, un verdadero decir. En el mejor de los casos: un cantar.

 

Lo extranjero

En esa cristiana y concurrida frase “hay que tolerar las diferencias”, subyace un claro, se rechazan las diferencias, y la frase no lo niega, por el contrario, lo testimonia pero en la universal ley de hospitalidad, uno aloja lo extraño desde lo semejante. Si no no habría incorporación, solo rechazo. Responder de donde se sedimenta está ley, sería tarea ambiciosa que incursionaré en otros escritos. Me interesan sus efectos.

¿Está operando la ley de la hospitalidad al nivel de la lengua?

Con la pregunta por el semejante emerge el problema. De ella se invoca el otro, el arte, la política, el amor, “El credo político, filosófico y literario” dirá Echeverría. El semejante evoca lo extraño, nos asemeja, pero no es un igual, sino sería un simétrico reflejo especular.

El paciente como un padeciente y no como alguien que legitimiza una posición de poder ignorada, insospechada, o incomprendida desde el discurso académico, como evidencian algunos residentes en los centros de salud.

La pregunta por la extranjeridad o del extranjero (que es la extranjeridad encarnada), es vital para pensar que se incorpora. ¿Por qué este psiquiatra del siglo XX sin desarrollos teóricos y no otro? ¿Por qué la logoterapia sin el Logos? ¿Cuál es la lógica de incorporación hoy?

Nada mejor que un ejemplo traído de afuera, importado de otro mundo, de otros muchos mundos, algo extraño. En El sofista o El Ser de Platón, charlan tres pensadores, un extranjero, o Él extranjero (ya que se lo recibe con hospitalaria fraternidad), Teetetes y Sócrates. Sócrates viene a auxiliar lo extraño. Él es el receptor flotante, y sorprendentemente nulo en resistividad a la diferencia, básicamente, susceptible de transferencia.

Hace de un entre lo que está fuera y dentro: un entre Teetetes y Él extranjero, en el que deja de ser completamente extraño, para tener algo semejante, No se trata de “tolerar las diferencias” de este tipo que emigra de Elea y de otras muchas inumerables ciudades sino de encontrar su semejanza. Imagino, que quienes dialogaron con Sócrates, sabían que él lograba sacar de sus adentros reflexiones plenas. Los corría de las fijezas instaladas o las quietudes elegidas. Desde Sócrates podemos pensar que, a diferencia de Pizarnik, la lengua natal no sería un castrar sino un “parir”, dado que él decía ser inerte en sabiduría pero generoso con las preñeces. Por eso se lo prefirió muerto, por embarazar a la juventud con la engendrante diferencia castrante.

Pero acá va a ser, o hacer que la diferencia sea tolerable e incorporable.

Teetetes y Él extranjero discutirán del “decir” del sofista, que en mi opinión es muy similar a de los “doctos tan vanos de suficiencia” que describe Echeverría, y en esa tertulia se topan con la idea del ser; de lo falso y lo verdadero, de lo que existe y de lo que no. Y si lo que no existe no puede jamás ser, dado que no es. Acá la cuestión que graciosamente me ha traído “mi antojadizo azar”, mi genio maligno, que más que maligno, es picarón.

Al Logos de Parménides (para pensar la amistosa logoterapia). Él extranjero fue un discípulo del presocrático Parménides, pero ha migrado lo suficiente, en el espacio y el tiempo para dejar de ser enteramente uno de sus seguidores, por lo que no tiene la osadía de cometer un parricidio, le dice a Teetetes. ¡Apa la papaaa! Parricidio, que palabrita.

Ser y no ser, para Parménides, no pueden conjugarse. Si es, es, y si no, no es. Parece obvio ¿no? Acá la complicación lógica: “Ni fue, ni será” así reza la inmanencia de Parménides en De la naturaleza su único poema documentado en la que siendo la Verdad un hermoso círculo, ¡imposible que exista lo extraño!

He aquí cuando Él extranjero se pone caluroso, y retruca las ideas:

Extranjero

“Comprendes que es imposible enunciar el no-ser en sí mismo, y decir algo de él y hasta concebirle ; no está al alcance del pensamiento, ni del lenguaje, ni de la palabra, ni del razonamiento.“

“Quizá en el fondo del alma no sabemos más sobre el ser que sobre el no-ser. Cuando se habla de esto, creemos comprender el ser sin dificultad, y no comprender el noser , y quizá nos hallamos en el mismo caso respecto del uno que del otro.“

Lo extranjero, en si, lo que no es, no está al alcance de la palabra. Es inefable. Dicho en criollo, no se puede nombrar porque es la pura diferencia, que como más arriba les comenté, es lo que pone tieso a toda neurosis con su totalitaria necesidad de borramiento.

Para Parménides la imperecedera Verdad es lo que cierra el círculo, dado que lo que no es, jamás puede serlo, siendo que se escabulle a la palabra, pero en ese escabullirse, chistosamente, hay un siendo. Él extranjero, tiene la corazonada de que ser y no ser; no son excluyentes, tampoco son meramente dicotómicas podríamos decir pero siempre que haya un Sócrates, y la ley de la hospitalidad, ser y no ser, serán mezcla y desmezcla.

Como dije, la lengua natal ya es extranjera pero ahora se pone más interesante la cosa. Tiene la castrante implicancia de asesinar al padre. Él extranjero le dice a Teetetes que antes no había atentado contra Parménides, su maestro. Lo reciben como a un hermano y ahora tiene la fuerza para perpetrar el parricidio junto con Teetetes y Socrates como testigo.

Ser o no ser, no es la cuestión, como canónicamente se piensa. Ser y no ser es lo que acontece en la “mismidad”, sino el estadio del espejo de Lacan sería obsoleto. He ahí la dimensión singular de la verdad, que se corre de la dogmática inmanencia de Parmenides, y se muda en lo que podríamos pensar como el trascendentalismo de Freud, razón que, reducirlo a una importación europea es de las formas en las que el totalitarismo habla hoy con su anacronismo intempestivo.

Si se entendió el punto, y voz se le dio a estás letras, se encarnó la ley de hospitalidad: Solo puede haber algo más allá de Freud en la medida que se lo mata. Y bien muerto. Pero matar a padres colosales implica ser tan potentes como él. La misma vocación científica que él tenía, o más temeroso aún, una vocación superadora.

Ricamente se logra ver en el poema conjetural de Borges con el desfallecer de Laprida el rasgo único y constitutivo de ese ser y no ser:

“Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.”

Acá Laprida anheló ser otro, ideal que demanda descarado, pero grata sorpresa para los mortales es saber que morir puede darse valerosamente incluso sin consolidación con la severidad que todos los ideales no logrados sentencian. Los referentes pueden elogiar la vida, más que castigar con empecinamientos mortíferos.

Ideales que conservan como el encarnado por Victor.

Continúa: Júbilo bajo la mirada de “Dios”, acabado como la perfecta forma que supo desde un principio. En el espejo de esta noche alcanzo, mi insospechado rostro eterno. 

Es clarísima no solo la discordia del ser y no ser, que se solventa en el círculo redentor, sino que además el círculo como lo divino, lo acabado, que peculiarmente es la figura que dibujan los buitres en el cielo cuando un cuerpo está pudriéndose y pasa al tremuloso e innombrable no-ser, a secas.

Se mató al padre, pero nadie se lo come. ¿Qué padre? A todos los padres. A los que se dicen superados, a los que se dicen arcaicos, y a los que se dicen dogmáticos.

El académico asiste cíclicamente, inmanentemente, a una burocracia que no legitimiza ni conocimiento, ni su humanidad, pero siendo su título moneda de cambio, se devalúa ferozmente lo que sabe, lo que podría saber… ¡Y lo que jamás querrá saber si encarna la inmanencia!

La moneda de cambio no es su tiempo, es la ley de la hospitalidad. Así la axiomática función de aquella ley queda configurada en está secuencia: lo que se incorpora (Él extranjero), lo que se asesina (el parricidio), y lo que retorna, el semejante, que en el mejor de los casos, un sospechado rostro perecedero, que es el que invoca al otro como semejante, el Tiempo como engendraste de la irrefutable finitud, rúbrica de todo relato heroico. Esa tríada define los tiempos lógicos de un inconsciente activo.

Ser deseante tiene la inevitable y conflictiva implicancia de ser y no ser, la inherente contradicción de toda formación inconsciente, que no es la Verdad de Parménides, de ahí se deriva que la concurrida reflexión de que la ética es singular y que no corresponda al particularismo de época.

Aunque el deseo cuando se lo confunde con la voluntad, como sobradamente sucede hoy, puede calar cursos trágicos más que heroicos.[2]

 

 

 

*Gracias a Carlos Quiroga por contagiar tu deseo. Esperamos tu pronta recuperación. 4 de Octubre del 2023

 

[1] Me extenderé en Tótem y Superhombre.

[2] El deseo es por condensación, en el heroico relato de Prometeo, el fuego divino olímpico. Quién lo baje, corre el riesgo de que le devoren las vísceras, aquello es “ser político”, solo en la esfera pública se lo quieren comer a uno, crudo. Y quién lo viva “para sí” suele quemarse en el acto, en su “elegida soledad”.

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