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11-01-2024 Notas

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Por Rosángela Goncalves Meira y Cristian Rodríguez

Lo primero con lo que nos encontramos al cruzar suicidio con espectáculo en Google es un 0800. La época nos ofrece una alternativa mediatizada de contención. No es sin paradoja esta cuestión: contención mediatizada.

La segunda cuestión es la de considerar un cambio de paradigma de Occidente a partir de finales del siglo XIX. La muerte deja de acontecer en la casa. La muerte deja de ser un evento privado, de índole personal y/o familiar -salvo para los consagrados o figuras de estado-, deja de ser un evento de la intimidad, y se transforma en un evento público -las casas velatorias por ejemplo-. Un nuevo acontecimiento social sucede relacionado ya con el sanitarismo y el utilitarismo. La muerte se vuelve una mercancía entre otras.

En este cambio de paradigma deslizan, a partir de allí, una serie de experiencias de lo humano, entre las que también se encuentran el tratamiento de la muerte a mano propia. El suicidio, potencialmente, podría volverse entonces un hecho público, también un espectáculo, una mostración que desplaza su trascendencia de la carta confesional al nuevo hito urbano.

El de Mishima fue un caso emblemático, el artista fundamentalista japonés muerto en 1970, ya que nos permite pensar la mostración en los suicidios que se vuelven espectáculo. El suicidio dado a la posteridad como espectáculo. El suicidio de Mishima marca un hito en la historia contemporánea, ¿arte escénico, performance ancestral, desplazamiento de un harakiri? Pero este suicidio escénico nos pone a pensar en las implicancias clínicas del suicidio como mostración y del pasaje al acto como sacrificio y ofrenda de muerte ¿Para quién? ¿Puede recaer sobre un analista, sobre el médico tratante, sobre la estructura familiar, sobre una comunidad de intereses? El comienzo del film argentino “Relatos salvajes”, de 2014, dirigida por Daniel Scifron, toma esta cuestión en su centro.

En otro orden, en otra latitud y en otra temporalizad del Siglo XX, la paciente homosexual de Freud se tira en las vías del tren en un calculado lance de horarios para no ser arrollada por uno de ellos, mientras está acompañada de su amada. Freud colige que la presencia de su padre en un recorrido predecible por la ciudad es la razón por la cual ella se entrega a este escenario, ofrecido en pleno día a toda la ciudad. Lacan da un paso más y termina de dilucidar que allí hay pasaje al acto.

Se suele asociar escenario a acting out, pero no a pasaje al acto. Podríamos revisar en Personajes psicopáticos en el escenario -S. Freud- el germen de estos pasajes al acto dedicados al otro, a capturar en cuerpo y alma la atención del otro. Una inmolación que no se detiene ante la muerte, la propia en principio.

En las etapas infantiles de desarrollo el niño debe conquistar dos instancias: 1. la de la diferencia sexual y 2- la del descubrimiento de la muerte, es decir de la finitud, los conjuntos son finitos, no infinitos ¿Tendremos que pensar estas estructuras, estas tentaciones suicidas como espectáculo,  como regresivas respecto de esos puntos de fijación del desarrollo? Analizar esas predisposiciones en la anamnesis del paciente, y en el curso de sus tratamientos, tal vez permita anticipar ciertos movimientos y potenciales pasajes al acto como espectáculo. El suicida por espectáculo pretende entonces la inmortalidad, o más precisamente no se ha avenido a registrar, en la etapa de desarrollo específica, de la existencia de la muerte -la real y la simbólica- como límite de la experiencia humana. Esta pretensión de inmortalidad e infinitud, en el desarrollo de los tratamientos, funcionaría como un posible elemento diagnóstico de este tipo de fenómenos acuciantes -por sus implicancias éticas y jurídicas para los profesionales tratantes- y porque son una posible puerta de entrada para entender una serie de fenómenos clínicos más amplios.

El fin último es la inmolación de lo más preciado y a la vez rechazado propio -un trozo de real que proviene de lo siniestro familiar- para destruir algo en el campo del Otro, se trate de un mandato, una relación parental, un sesgo social o un condicionamiento cultural.

Es también el tipo de suicidio que vemos aparecer en “La sociedad de los poetas muertos”, film de 1989 dirigido por Peter Weir. Y a partir de allí, hay dos muertos, el protagonista de esa muerte -el joven asestado y castrado por sus padres, que si bien parece elegir una muerte íntima, sin embargo deja allí los estigmas de una muerte cuya responsabilidad recae en la figura de su mentor y profesor, ya que se encarga de dejar en el borde de la ventana la corona de espinas que asocia su suicidio al profesor, al arte actoral que su profesor había promovido en él. A partir de allí, muere él y también su mentor / profesor, quien queda responsabilizado, devastado y arruinada su carrera profesional. El suicida por espectáculo intenta arrastrar consigo al Otro, el de la lengua y el de las garantías de la cultura.

El suicidio como espectáculo toma la posición proyectiva del fanático, invirtiendo con el mecanismo proyectivo un semblanteo con la megalomanía delirante; “en este acto tomo las dimensiones del mundo entero”, es un paso diferente y más allá de la autopunición señalada por Freud. Es un paso diferente y más allá que la construcción de una metáfora delirante como estabilización en las estructuras clínicas.

Esta operación última y radical, transforma al suicida por espectáculo también en homicida -real o simbólico-. En última instancia, retomando la idea del cambio de paradigma de la muerte en occidente contemporáneo -Mishima “es” occidente, aunque tenga “acento” oriental-, es hacer del cadáver un espectáculo a mostrar al mundo como último recurso recobrado. El cadáver no se pierde ni se transforma, intenta así quedar como estigma inmortal. En el Siglo XXI, cuadra perfectamente con la época postcapitalista: muestro el cadáver recobrado para que no haya resto, para que nada se pierda y obtenga así su dividendo, una y otra vez, todas las posibles. Aspira a lo infinito -una especie de des-dicha interminable y ultra presente-, pero recobrado para que no valga nada simbólicamente, todo espectáculo.

Es por otra parte una fantasía de fin de mundo como espectáculo, una realización que occidente conoce muy bien y reseña Argullol respecto del cambio de paradigma que supone el evento Hiroshima en la vida de occidente. En el plano de los lazos sociales, y con plena actualidad, proponemos que ese tándem simbólico sea considerado del orden de una experiencia de campo conjugada: Auschwitz con Hiroshima.

 

 

 

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