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Por Ezequiel Bajder
1.
De la interminable lista de trámites bancarios a los que mi oficio me ha sometido a lo largo de los años, como una versión réproba e innoble de los barcos homéricos, tal como señaló Fernando Garriga, han acontecido lecturas durante las esperas en sillas de metal, que no ha sido bruñido del escudo de Aquiles; lecturas, en fin, que provocaron en mí la escritura: la silla de metal de la que soy capaz. Este texto, creo, no es la excepción.
Apurado, entonces, por la inminencia del pago de una deuda en el Banco Provincia, busqué entre los libros de la biblioteca que está en la oficina y encontré la edición de 1995 del Cuaderno de navegación de Leopoldo Marechal. Lo había empezado a leer apenas lo compré, a mis dieciocho años, pero nunca había terminado la lectura de más de uno o dos ensayos del libro.
En la mayoría, ahora que la espera de un turno en una pantalla estridente me ha devuelto esas páginas, sino en todos –los dos apólogos chinos se refieren metodológicamente a lo mismo– Marechal aborda el descontento con la actualidad –la de esa escritura, de mediados de los 1960– y la falta, a su juicio, de una metafísica frente a un materialismo que todo lo deglute.
El procedimiento es similar en varios de los textos. Por ejemplo, en “Cosmogonía elbitense”, cuenta la historia de dos astrónomos británicos que se han peleado por sus diferencias acerca del origen (y el fin) del universo. Mientras uno sostiene que hay una repetición cíclica (que no explica el origen) y que estamos en el borde de una de las vueltas de ese espiral; el otro habla de la explosión primera y de la continua inflación del universo hasta que se disgregue en otra explosión, ya esta, final. Marechal, entonces, aborda la falta de metafísica con un silogismo mayéutico: si el punto hace la línea, y la línea el plano, y el plano el espacio que se vuelve tal al ser ocupado, puesto que sin ocupante no hay noción de la dimensión espacial, entonces, ¿qué entidad metafísica ha dispuesto el punto para que haya línea, plano, espacio, ocupante? Esta pregunta por sí sola, la posibilidad de pensar que hay un antecedente del punto remite a la concepción metafísica del mundo. (También, claro, a la visión de un católico, cosa que Marechal no oculta, aunque su método sea helénico.)
En la notable “Autopsia de Creso”, va un paso más allá: no solo reclama por esta ausencia metafísica, sino que historiza al materialismo para negarlo. Creso, el representante del capital (lo que hoy sería un burgués, pero uno de esos cuyos nombres son conocidos por todos gracias a la inmensidad de su billetera) triunfa sobre la milicia y los sacerdotes. En principio, para un bien común, como lograr una justicia distributiva del dinero (aquí ya no es el católico, sino el Marechal peronista el que nos habla), para, luego, destacar más y más el lugar de unos pocos, que son los que legislan a través del dinero. Por otro lado, la diosa Razón que entroniza a Creso es también el abandono de todo plano espiritual (metafísico) posible. Finalmente, la justicia distributiva se pierde en función del afán (de la adoración como a un dios) del dinero que Creso hace.
Resumo aquí, en muy pocas líneas, textos complejos, llenos de erudición y humor, como casi toda la obra de Marechal. Intento tomar mi flaca glosa para la modesta idea que se me ocurrió mientras veo cómo en el Banco Provincia llaman a todos menos a mí, aunque no pretendo abarcar la complejidad profusa de los textos del Cuaderno de navegación.
Sin embargo, sí coincido con Macedonio Fernández cuando dice: “El materialismo es una metafísica; no es ciencia; su inquietud es la misma que la del idealismo, la esencial perplejidad metafísica: el asombro de inexplicabilidad de que algo ‘sea’”.
Aun así, me seduce la prosa silogística de los textos de Marechal que se oponen a esta visión macedoniana. Para el autor de los ensayos que acá someramente visito, la división se vuelve tajante, taxativa entre el mundo de la física y el de la metafísica, que denuncia ausente. Es la idea que recorre otros textos como el “Manual del astronauta” o las mismas “Claves de Adán Buenosayres” o, también, “Las cuatro estaciones del arte”.
Escribo estas líneas en noviembre del 2023, momento en que ha sido electo un presidente que dice saberse asesorado por Dios, que se comunica con él a través de su perro muerto. Pienso, entonces, que tal vez no sea metafísica lo que falta en estos días o que esa forma metafísica sea percibida, quizá, de una manera más laxa, menos incólume, porque una parte de nuestra cotidianeidad, esa que está mediada por internet, si bien sucede en un universo físico (los datos, el éter o cómo se llame, las ondas del wi-fi, los servidores), tiene una entidad intangible que la asemeja a lo que parece estar “más allá de lo físico”.
Es acá cuando recuerdo la novela Sesiones en el desierto de Nicolás Mavrakis y empiezo a suponer que también allí se plantea esta dicotomía (o más bien esta imbricación como el yin y el yang) entre física y metafísica.
2.
De Sesiones en el desierto, me rehúso a decir, como la mayoría de la crítica hasta ahora, que es una sátira. Entiendo que a diferencia de, por ejemplo, Los bruzundangas de Lima Barreto, no tiene una pretensión moral sobre lo que se supone que satiriza. Tal vez, la palabra “parodia” funcione mejor, porque encierra un gesto amoroso por lo que está parodiado. Aun así, el problema este, este problema de la definición de la novela, reside en que no tiene un comportamiento solidario con el realismo, por lo que las lecturas tienden a simplificarse en una definición de género. Tal vez no estén del todo equivocadas al atribuirle a ese género que suponen uno implicado en el humorismo.
En esa línea van los nombres: “Squet Coll”, el protagonista, un influencer a cuya fama logra volver efímera, parece remitir a la idea de lo “escueto”, lo breve del “llamado”, como la fonética del apellido que remite a esa palabra en inglés (“call”). O “Falex Rid”, el psicólogo que se empeña en volver nuevamente productivo (o un producto) a Squet Coll, un prototipo de cierta masculinidad avasallante, que, sin embargo, comienza a declinar. “Falex” obviamente puede ser asociado al “falo”, mientras que “Rid” remite al “despojarse” en inglés: un falo que mengua. También tenemos a “Zex” cuyo nombre denota lo contrario de lo que practica. O a “Gliöne” que, en la función narrativa, hace de “guía” para que los lectores puedan entender las reglas del futuro que piensa la novela.
Más allá de las interpretaciones (un poco forzadas, claro) de los nombres, es la misma hipérbole (eso que otros llaman “sátira”) de la novela la que las habilita. También a pensar en que hay dos planos de lectura: lo que se narra y lo que se interpreta, que, como con la ironía, hay una distancia planteada entre lo que se dice y lo que se quiere decir, que permite que se hagan estas lecturas. Algo así como la diferencia entre física (el sonido de los nombres) y metafísica (lo que de ellos se puede decir).
Por otro lado, este devenir de la metafísica a la física (el camino inverso de la poética nominal de la novela) está narrado con la anécdota que da origen a la historia: Squet Coll, el influencer de moda, con más de trecientos millones de seguidores, es primero secuestrado por sus padres para alejarlo de las pantallas y, luego, intenta penetrar a un módem: es decir, volver carnal lo que es inmaterial.
En todo caso, acá es donde veo una conexión con Marechal: se pasa del hastío materialista que reclama una necesidad metafísica a una posición casi inversa, la de ir de la pretensión desmaterializada del universo etéreo del intercambio de redes sociales hacia la física (la mecánica) del coito con lo que le impide encarnar en una persona al personaje (si se me permite, a mi vez, la definición hiperbólica).
Por último, esta tensión entre dos ámbitos también está en el título del libro: ¿por qué las sesiones son en el desierto si el universo que habitan Squet Coll, Falex Rid, Gliöne, Zex y Lavinia Carve está hiperpoblado de imágenes y nombres, de palabras y conceptos replicados? Tal vez, pueda huir por la tangente de una cita. En “Los dos reyes y los dos laberintos”, Borges nos dice que el desierto es el laberinto más perfecto porque no tiene “escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso”. Así como la ausencia de cosas puede constituir un laberinto, la superpoblación de mensajes iguales puede conformar un desierto.
3.
Aún así, el problema metafísico del tiempo aparece un tanto soslayado en ambos textos. Marechal lo desliza en la ya mencionada “Cosmogonía elbitense”, en el silogismo del punto. Dice que lo que está “antes” del punto es una entidad metafísica, pero que ese “antes” no es temporal porque no existe el tiempo, que, en esa instancia de lo increado, es solo una forma de tabular el discurso.
Mavrakis, por su lado, salvo algunas pequeñas alteraciones al orden diegético de la historia, no hace menciones al tiempo como un problema de la realidad de la novela. Sin embargo, lo que primero llamó mi atención es que la prosa se concatena de manera lineal, como si cada línea generara un lazo lógico con la que sigue, y como si la siguiente solo pudiera existir en relación a la precedente. Un ejemplo que encuentro hojeando sin mucho esfuerzo:
Y había llegado el momento de ponerlo a prueba.
Para explicar esto también serán necesarias algunas concesiones que conviene juzgar como signos de una época antes que como imágenes satelitales del alma de un hombre. En tal caso, cada veinte noches, más o menos, Gliöne contrataba las prestaciones de una mujer. Y esa noche, con sus reportes prospectivos de nubosidad parcial y vientos, era una de esas noches.
No, no se trataba de explotar o degradar a nadie. De hecho, cada paso de la prestación se ajustaba un protocolo.
La prosa de Mavrakis se parece al avance irrestricto de las líneas de programación, como las que sostienen las aplicaciones que usufructúan de los personajes de la novela. La idea de un tiempo que puede ser representado, es decir no reflejado sino puesto en acto en la misma prosa, parece también ser un problema metafísico: algo que solo aparece si se puede indagar más allá de lo que la novela nos propone en lo que está a la vista.
En todo caso, la posibilidad de concebir un tiempo (narrativo, pero también físico en tanto mensurabilidad, metafísico en tanto condición ontológica) es uno de los arbitrios de la literatura: hablar de lo que no se conoce del todo sin definirlo, transformarlo en un hecho (literario) porque no alcanza con mencionarlo. Tal vez aquí, entonces, más que divergir, los textos de Mavrakis y Marechal converjan: uno con la forma del tiempo escondida con sutileza en la prosa, el otro con esa pretensión de metafísica que implica, a su vez, pensarla dentro de un marco histórico y de un devenir.
Ahora, también, el tiempo, casi prosaico, ha determinado que la pantalla muestre el número de mi turno. Dejo la silla de metal no bruñido del escudo de Aquiles y, en la caja, saldo por fin mi deuda con el Banco Provincia.
* Portada: «El Gran Salón, Banco de Inglaterra» (1808) de Thomas Rowlandson
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