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Por Enrique Balbo Falivene
“Y así, una pasión dominante en el pecho,
como la serpiente de Aarón, devora el resto”.
Alexander Pope. Ensayo sobre el hombre. Epístola II
Los santos de mi santuario se habían erigido con singular fuerza desde un cine de la calle Lavalle de Buenos Aires; venían de la Europa del norte y los había alojado en un descascarado apartamento del barrio del Once. Corrían los ochenta, había visto Fitzcarraldo, El cielo sobre Berlín (o Las alas del deseo) y Aguirre, la ira de Dios. Esos santos eran, no en este orden, Win Wenders, Werner Herzog, Otto Sander y Bruno Ganz. En realidad, santos a los que rendirme tenía unos cuantos pero, ¿cómo encajar, verbigracia, a Pepe Biondi o a Hércules Poirot en este texto?
Había visto tantas veces estas películas que la taquillera me saludaba como si fuéramos familia, con esa desidia; después compré, en un videoclub de mi barrio, en la concurrida esquina de Córdoba y Paso, frente al bar Capricornio donde Luca Prodam se hinchaba de ginebra, las cintas en idioma original, subtituladas y a precio de oro. Esos videos me provocaron dos conmociones; la primera: cada vez que aparecía Bruno Ganz en la pantalla del Telefunken, en sugestivo blanco y negro, me veía obligado a pausar el film para contemplar los rasgos marmóreos de su cara; además, un amigo cinéfilo con aspiraciones de fotógrafo (hoy es propietario de una cadena de ferreterías industriales, ¡ah, la vida!), me había contado que Ganz vivía en Venecia y regenteaba una carnicería. Era tan imposible imaginar al actor cortando chuletas de cordero con una sierra sinfín que di la anécdota por verosímil. La segunda conmoción estuvo sembrada por mis deseos de trasladarme a la selva como el endemoniado de Lope de Aguirre. Y me fui, tenía dieciocho años, llegué hasta Misiones. Tuve que abandonar porque el calor me ahogaba y no había repelente capaz de ahuyentar los nubarrones de mosquitos. Al volver mi padre se entretuvo dándome collejas en la nuca con su manaza de camionero, y diciéndome que había tenido suerte que algún guaraní no me hubiera clavado una flecha en el pecho.
Muchos años después, en Madrid, una amiga que escribía para la revista Fotogramas (un clásico y una rareza en papel: sobrevive desde los años cuarenta), me invitó al Festival de cine de Málaga donde iba a entrevistar al elenco de una coproducción hispano-alemana y entre el reparto estaba Bruno Ganz. Se había comprometido incluso en conseguirme un pase de prensa. Era una oportunidad que no pensaba perder, pero como la revista no tenía presupuesto para el alojamiento, mi amiga, valiente, elaboró un plan: nos íbamos a casa de sus padres en Huelva, luego viajaríamos a Sevilla donde conocía a alguien del staff de la revista Ajoblanco (otro clásico) y podía alojarnos durante una noche. Finalmente nos trasladaríamos en autobús a Málaga, a sólo doscientos kilómetros. Un gran plan.
En Huelva mi amiga, que se llamaba Chus (encuentro oportuno que a esta altura del texto al menos la mencione) se fue a saludar a unos parientes dejándome solo en la casa. Pasado el mediodía salí a caminar evitando las zonas turísticas; me adentré primero en el casco viejo, luego en las calles que serpenteaban los barrios obreros. Al caer la tarde me refugié del calor andaluz en un bar que estaba frente a un solar abandonado, rodeado por casas bajas y talleres, alguna tienda de ultramarinos, una casa de empeños; creo que fue el local más sucio que encontré (desde Madrid hasta Algeciras cuanto más sucio está el suelo del bar mejor son las tapas; de Madrid hacia el norte el cuento cambia bastante).
Escogí una mesa, pedí una caña con una ración de las afamadas gambas rojas de la zona y al levantar la vista vi a aquel fantasma entrar por la puerta. Desaliñado, quizá algo sucio, saludó al voleo, inclinando un poco la cabeza sin levantar la vista del suelo, se dirigió a un rincón en silencio, casi arrastrando los pies. De espaldas, mientras se estiraba para alcanzar una guitarra que descansaba sobre unas cajas de cervezas Cruzcampo, me di cuenta que el pantalón estaba sujeto por una cuerda de cáñamo que hacía las veces de cinturón, un jersey descolorido le flameaba como una bandera a la altura de unas tripas que debían estar vacías.
Templó el instrumento, apoyó una mejilla hundida en el cuerpo de la guitarra, le cayó un mechón abundante de pelo que le ocultó la cara y empezó a tocar. En mi vida había escuchado algo así, más aún, teniendo en cuenta que su guitarra tenía sólo cuatro cuerdas. Movía una mano por el diapasón improvisando y, en la otra, se le advertía un callo o una deformidad en el pulgar. De esa guitarra salieron sonidos que hoy recuerdo y que sé que no acierto en poner en negro sobre blanco; sí reconocí una zambra, una marcha aflamencada y creo que alguna bulería. En un momento un camarero le acercó un café con leche y me pareció que se lo agradeció cambiando una nota o con una escala. Después de una escasa media hora guardó la guitarra en su estuche y la regresó a su sitio encima de las cajas y salió. El café con leche ni lo tocó. Lo seguí con la mirada mientras se perdía por la calle, nadie en el bar, que estaba al completo, le prestó la más mínima de las atenciones. Me pareció que sus pies no tocaban el suelo, como si fuera el último hombre de este planeta.
Al volver a la casa Chus me explicó que se trataba sin duda del Niño Miguel (er niño migué, en onubense básico), a saber: Miguel Vega de la Cruz (Huelva, 27 de Enero de 1952-Ibídem, 23 de Mayo de 2013). Hijo de otro grande de la guitarra flamenca, Miguel el Tomante, que fue quien le enseño el arte del instrumento y tío de otro célebre, Tomatito, que acompañó al Camarón de la Isla durante casi toda su carrera y que hoy ya ha abandonado el diminutivo alcanzando el rango de Tomate. El pequeño Miguel ya despuntó de niño –de aquí el apodo-, por tabernas, tablaos y las muchas peñas que coexistían por entonces en Huelva. Crítica y público se rindieron ante el intuitivo fenómeno. Grabó discos y participó en programas de televisión. Ganó con mérito todos los premios que se pudieran ganar. En su juventud cayó en la heroína de la que, milagrosamente, logró salir. También era esquizofrénico, patología ésta que nunca trató y lo encerró en su mundo y en una guitarra que supo cobijarlo. Quizá la historia de la música no lo trató con justicia; también es verdad que se negó a salir de gira con los grandes, aunque les tocó a todos o todos le pusieron la voz a su guitarra. Hacia el final aceptó ingresar en un centro psiquiátrico del que consiguieron recuperarlo físicamente, pero él se quejaba de haber perdido lo más valioso para un flamenco: la libertad.
Con el tiempo intenté conseguir algunos de sus discos sin éxito; muchos años después de mi encuentro con aquel prodigio que tocaba con cuatro cuerdas, y cuando ya no lo buscaba, tropecé con un vinilo en el rastro de Madrid: “Diferente”, editado en 1976. De esta obra, de sólo cuatro composiciones, recuerdo ahora un soberbio vals flamenco y una farruca dedicada (creo) a su padre.
Por lo demás, logramos entrar con Chus al Festival de cine de Málaga orgulloso con mi credencial colgando del cuello como redactor acreditado de la revista Fotogramas. Pero a Bruno Ganz no lo vimos ni yo ni nadie. La productora se disculpó aduciendo un fuerte estado febril.
Al final resultó que persiguiendo un santo encontré un fantasma. La media hora de música del niño Miguel en aquel bar de Huelva compensó todas las ausencias que me había procurado el festival. Resulta de todos modos revelador que hoy se ejecute la guitarra flamenca como lo hizo el niño Miguel hace cuarenta años; solo, con su esquizofrenia y su rabia volcada al instrumento, sin pedir nada y dando su arte desde una sencillez abrumadora, fue una trainera remando contracorriente, cortando las olas. Cuando le preguntaban qué era lo que más le gustaba de este mundo contestaba que los chicles y el metegol: es que un rato de libertad con su música es mucho tiempo.
Etiquetas: Bruno Ganz, Cine, Enrique Balbo Falivene, Música, Niño Miguel, Otto Sander, Werner Herzog, Win Wenders