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Por Leandro Diego
Se me ocurrió el disparador de una novela genial alrededor del concepto de endogamia cultural. Un joven asiste a un taller literario de una escritora no mucho más grande que él. Se arma un lindo grupo. Todos se empiezan a sentir cómodes y, de a poco, empiezan a escribir mucho, cada vez más. Leen y comparten. Se gustan. Ganan confianza, seguridad. La escritora que coordina el grupo propone actividades y consignas que, gradualmente, se van volviendo más rituales: la primera clase del mes todes llevan un vino; la segunda salen a pegar poemas por el Obelisco; la tercera se visten de rojo; la cuarta leen desnudos y a oscuras. Los asistentes, más inspirados que nunca, se dejan llevar sin miramientos. De pronto los rituales cesan. Les alumnes increpan a la escritora que, después de un rato de silencio, como si les compartiera algo que en realidad no debería, les dice que llegaron a otro nivel, que trascendieron, que están para otra cosa. Les alumnes preguntan: qué, qué. Después de hacerse un rato la misteriosa, la escritora les dice que tienen una misión: asesinar a César Aira.
Tendría que escribirla. Pero es imposible: como esta tengo muchas. Siempre tuve. Por eso no tienen ningún valor: las ideas sin carne valen lo mismo que las no-ideas. Antes me aferraba a ellas, sufría por no escribirlas. Ahora me gusta –y me sirve– la fantasía de que va a llegar un momento en que, a lo Fogwill, escribiendo novelas en tres días pero sin cocaína, las voy a escribir todas.
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El hombre de la calle habla mucho pero no dice nada. Canta su lengua, es dicho por ella. Si habla del clima, le da lo mismo el verano que el invierno: está en contra; del gobierno se queja: no le importa si se trata de alguien a quien haya votado. El hombre de la calle cree que su grado de influencia en el rumbo de los acontecimientos del mundo es nulo, cero. No cree en la acción. Por eso, habla.
Para no amargarse con el contenido de sus parloteos, tal vez convenga pensar que el hombre de la calle no es el enunciador sino el canal.
En Posfacio con deudas, el texto que cierra La obsesión del espacio, Ricardo Zelarrayán dice que no existen los poetas sino los hablados por la poesía. En su libro La pequeña voz del mundo, Diana Bellessi, agrega que, en el plano íntimo, cuando no tenemos nada que temer, cuando hay verdadera confianza entre familia, amigos y/o parejas, en el diálogo puede suceder la poesía.
Con un trío de amigos que ya no frecuento, algunas noches hemos llegado a comunicarnos casi exclusivamente por onomatopeyas. Por momentos nos asomamos al límite de la significación: ese instante en el que la risa te empieza a asustar. Por momentos sentí que éramos hablados por algo más grande que nosotros.
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Fuimos al festival Nuevo Día, en el Konex. Nos perdimos una de las bandas que queríamos ver. En realidad lo decidimos: llegamos temprano pero, en vez de entrar, preferimos tomar unas cervezas en la esquina.
Las primeras dos horas no presté mucha atención: preferí hablar, estar un rato. Durante buena parte del show de Massacre estuve haciendo cola para comprar empanadas zen, una pizza que terminó siendo una porción y dos Brahmas de litro que me sirvieron en vasos de plástico enormes.
Después de tres shows al aire libre, el evento se mudó adentro.
Para nosotros la noche empezó ahí.
El show de Dum Chica fue tremendo. El de Marina Fages estuvo bien aunque, por recurrencia, descubrí que es más o menos siempre el mismo. Pero en el MA (間), ese intervalo de tiempo y espacio que existe entre experiencias según los japoneses y que en este festival sucedió entre los conciertos de Marina Fages y Las Tussi, sucedió ese instante en el que se podría condensarse toda la noche si hubiera que pasarla por el winrar.
Muchos hubieran querido tener los huevos de ser felices por ese rato, dirá después Darío. Si puedo bailar Loco Mia sin importar nada, todo valio la pena… antes y despues es todo muerte y destrucción, dirá Nicolás.
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A veces los acontecimientos de la realidad parecen un efecto del lenguaje.
Por ejemplo: una noche después del asesinato de Sharon Tate, los Manson eligieron una nueva casa para su vandálica cruzada. Todos los testimonios coinciden en que la elección no había sido premeditada: habían salido a dar vueltas y habían parado en una casa rándom.
La mujer que mataron se llamaba Rosemary, como la protagonista de la película cuya escena principal (la fecundación demoníaca), había sido idea por Tate y en cuyos créditos aun no figura.
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El aire acondicionado del 151 me da de lleno en el hombro derecho, resentido después de ocho horas de mouse. Recién terminó mi jornada. Pocos minutos, antes de fichar mi salida con la huella dactilar del índice derecho, había escuchado al guardia de seguridad reproduciendo un video de Leandro Santoro y, por alguna razón, al pasar a su lado le había gritado: ¡Santoro! Mientras me abrió la puerta, después de darme la mano encastrando su pulgar ahí donde el mío forma un ele con el índice, confirmó la identificación con las siguientes palabras: Gran valor.
Ahora me llama la atención el pelo, entre cano y amarillento, de un señor dormido frente a mí, en uno de los asientos individuales. Voy parado, lo miro de arriba: está doblado hacia adelante. Como en una asana impulsada por la gravedad, su cuerpo no parece ofrecer resistencia. Le miro las manos, entrelazadas sobre las rodillas. Advierto un movimiento recurrente, como un espasmo: el índice de la mano derecha se le mueve solo. Se encoge rápido y se estira con relajación, como gatillando la nada. Entre sus piernas tiene una valija verde, de esas que sirven para trasladar taladros con muchos accesorios.
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Estoy mirando demasiado a las personas. También a las cosas y a los lugares. Estoy mirando mucho todo lo ente. Mi curiosidad, a veces afianzada por una cervecita o una seca de faisán, persiste en mantener la mirada. No es tan fácil como parece. De a ratos creo que alguien puede reaccionar mal y venir a increparme: qué miras.
No sé qué miro. Es como un vértigo al que me entrego con cierta pasividad, como ante una mordida suave en la oreja. Hay un riesgo, un peligro dulce, un temor que acaso sea una esperanza, una invitación. ¿Será que, como creía Hölderlin, en el peligro está la salvación?
¿Estaré evocando al peligro a través del poder de la mirada?
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