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Por Leticia Martin
En el valle inferior del Chubut, río verde y caudaloso acariciado a ratos por los cabellos de los sauces llorones que lo escoltan con elegancia, se encuentra Gaiman, una colonia galesa de mediados del siglo XIX que sería un despropósito no conocer. Muy cerca del río, a pasos literalmente, sobrevive en la mejor de sus versiones una casa de té que bien podríamos llamar museo. Ty Gwyn es un lugar de ensueño que hace que nos sintamos en un mundo que ya no existe. Podría contar mil sensaciones de esta experiencia del té interminable que llega a la mesa en teteras vestidas con fundas al crochet y acompañado de una buena variedad de tortas que secundan a la novia: la torta galesa. Pero es que no solo el aroma de los panes recién horneados y las hebras del té me cautivan. Hay también una pequeña mujer. ¿Quién es? Luego, cuando me anime a pararme e ir hasta ella, sabré que tiene 87 años y que cocina entre 18 y 20 tortas galesas al día con la receta que aprendió de su madre. Sin levantar la voz, la mujer pide, entrega, cobra, señala, agiliza y está atenta a cada detalle del salón sin que ninguno se le escape. La observo largo rato. Debe medir un metro cuarenta porque es más bajita que yo. Muy delgada, con el cabello completamente blanco y cortito, para no entorpecer la labor en la cocina, viste un delantal blanco que parece recién sacado de la lavandería. Todo es así en Gaiman y en esta casa de té: limpio, prolijo, cuidado: expresión de algo que asumimos como dedicación o esmero. Por fin me decido y me acerco a saludarla. Se llama María Elena Naso, el apellido lo sabré después, en mi reencuentro con Google cuando me disponga a investigar algún detalle más.
—¿Se puede saber cómo una torta sin huevo y sin leche puede ligar y tener un sabor tan rico? —Me mira con desconfianza como toda respuesta. —Además es húmeda. ¿Cómo puede ser? —insisto ante su silencio que ahora también me escruta. —Me lo contó la moza que solo usted es la que hace esta torta acá —le aclaro para dejar atrás el misterio.
Ahora sí se relaja. De todos modos no sigue hablándome, no cree necesario responderme. Antes de abrir la boca para responderme algo, levanta un ojo y revisa la caja, le dice algo a una moza y me vuelve a mirar raro. Entiendo que necesita entender mejor algo de mí para decidir si va a hablarme o no. Las galesas son las matriarcas de la casa en la América del siglo XIX. Los hombres van al campo o a la mina y las mujeres arman una jerarquía intramuros para trabajar en todos los quehaceres, criar a los hijos, educarlos en medio de las inclemencias climáticas, sembrar la huerta, cosechar, carnear, asar, moler la harina, cocinar diversidad de tortas y panes, tejer, limpiar y sentarse a esperar la llegada de los hombres, si es que esto sucede alguna vez. De esa mesa llena de esperanza nace el té gales. Mujeres alrededor de una espera espesa. Muchos de los hombres que partieron no volverán y eso sobrevuela entre los días y las noches de la colonia. Así, y a fuerza de ponerle el pecho a la rusticidad del clima, se foguea una personalidad nada ingenua, nada similar a los voladitos de las cortinas que decoran las alacenas o a las miniaturas de las vitrinas antiguas. La galesa es áspera. Su torta galesa no tiene huevo ni tiene leche.
—Yo no le pongo, porque es la receta que me enseñó mi mamá, que la había aprendido de mi abuela —dice orgullosa.
Si le ponían a la masa esos organismos vivos que se descomponen con el paso del tiempo, la torta no llegaba a estar en la mesa cuando viniera el marido; así que en la asunción de una tristeza irremediable, que implicaba hacerse a la idea de que el amor tardaría, la torta encontró su forma argentina. Cargada de frutos secos, en verdad solo intentaban emular las tortas de Gales, que llevaban frutas frescas que aquí no había, con lo que tenían a mano. Se sabe que el gobierno repartía frutos secos para matar el hambre, así es que con lo que quedaba, más la esperanza de la duración, nace esta receta única y local.
—Se llama galesa porque la hacíamos nosotras, las galesas, no porque se haya inventado allá —comenta orgullosa María Elena. La torta galesa es más Argentina que el dulce de leche.
La conversación deriva y vuelve a derivar en giros insospechados. Terminamos hablando de los años dorados de la fundación, cuando vivía su esposo: Carlos Alberto “Boby” Sánchez, descendiente de uno de los 153 galeses que bajaron del velero “Mimosa”, allá por 1865, para luego poblar estas zonas de la Patagonia.
Galesa de los galeses del sur argentino, esta emblemática torta —también mal llamada torta negra— lejos de provenir del viejo mundo, nos refresca la invención de las migrantes galesas que se mezclaron en estas tierras con los Tehuelches y con la música de sus gaitas y otros instrumentos, para entrar en contacto luego en las capillas protestantes, que hacían de telón a aquel cruce cultural.
Tomar el té en las capillas galesas también era una tradición usual para matar la espera. Las mujeres llevaban algo cada una y, a la salida del oficio, se partía el pan y las tortas se ponían en común. Si una cámara cenital tomara registro de un té galés, lo que veríamos no sería más que esa larga mesa de delicias compartidas. Una común unión.
Cuando por fin compraron el terreno donde ahora funciona la casa de té, un poco con ayuda familiar y otra parte con un préstamo bancario de largo aliento, María Elena y Carlos ya tenían a sus hijas. Eran pequeñas, necesitaban mucha atención y cuidados. Cierta mañana un vecino en camioneta se cruza a Carlos en una callecita del pueblo. Intentando hacer un chiste, el hombre hace como que va a pisar a su vecino y la maniobra falla. Carlos muere en ese accidente estúpido. Siempre es instantánea la tragedia. María Elena decide seguir con el negocio. No lo piensa. Se pone a cocinar al día siguiente. ¡Qué tiempo para duelo, ni tiempo para duelo! Cocinar es lo que mejor sabe hacer. No puede fallar. Además hay que pagar la deuda. Así arranca un proyecto familiar que nunca más se detuvo y que hoy cuenta con más de 20 empleados y una trayectoria impecable en la recepción de turistas de todas partes del mundo. Cocina y coraje. Dos cosas que ni la más osada de las feministas podría disputarle a una galesa.
Etiquetas: Chubut, Gaiman, Gales, Leticia Martin, Torta galesa, Ty Gwyn