Por Pablo Manzano

Rebobina la cinta de la vida y ponla en marcha de nuevo,
y la posibilidad de que algo como la inteligencia humana
vuelva a aparecer resulta evanescentemente pequeña
Jay Gould

Primer éxodo

Debió ser muy duro salir del agua. Emigrar del primer elemento, el primer refugio. Si pudieras viajar al pasado a la velocidad de un año por segundo, tendrías que viajar durante veinte años hasta llegar a encontrarte con aquella vida acuática primigenia. Dicen que verías cosas aún más raras que en los mares de hoy: trilobites, opabinias de cinco ojos, seres sin ojos, sin corazón, sin boca, sin ano, sin órganos. ¿Animales o plantas? No se veía aún la diferencia. Por mucho que llegaras allí y te presentaras como persona no binaria no conseguirías llamar la atención entre tanta singularidad. Muchos de aquellos diseños originales no prosperaron, no pasaron de ser intentos de complejidad sin descendencia. El resto, se cree, ya habría empezado a sentir allá abajo la presión de la competencia: una sola masa de tierra y menos hábitat costero, los primeros predadores marinos diseñados para el ataque. Pero allá arriba, allá afuera, tampoco debía de ser muy prometedor. La tierra caliente, seca, expuesta a una radiación inclemente. Y aunque la atmósfera ya no carecía de oxígeno como al principio, no era lo mismo extraerlo del agua que del aire. Algunos seres salieron del agua, se integraron en el nuevo elemento y aprendieron otra vez a moverse y a respirar. De hecho, el nivel de oxígeno era tan alto que estimuló la vida terrestre de grandes dimensiones. Y estimuló también, otra vez, una vez más, la competencia.

El mamut más feroz

A finales del XVIII, comienzos del XIX se pensaba que la Tierra era mucho más joven, pero los fósiles ya empezaban a contradecir esta idea. Los huesos hallados, sin embargo, en especial los de antiguos animales inmensos, avivaban menos la discusión sobre la edad del planeta que la rivalidad entre el viejo y el nuevo continente. Fue en aquel tiempo cuando el conde de Buffon lanzó su chicana desde Francia: «América siempre fue una tierra de animales de menor tamaño y menos vigorosos». (También escribió que «los indios» carecían de virilidad, prueba de ello era que no tenían barba, vello corporal ni pasión por la hembra). Las observaciones de Buffon tuvieron el apoyo inmediato de otros prestigiosos autores europeos de la época. Fue por eso que Thomas Jefferson mandó una expedición al otro lado del Misisipi, con el objetivo de encontrar un mastodonte: uno vivo. Era común entonces descreer no solo de la evolución, sino también de algo mucho más inquietante: la extinción. La idea planteaba para muchos un dilema moral, hacía pensar en un Dios despreocupado y hostil. ¿Por qué crearía especies para más tarde acabar con ellas? ¿Por qué algunas eran eliminadas mientras otras seguían existiendo? Y si bien la joven aristocracia francesa ya empezaba a plantear una teoría formal de las catástrofes y las extinciones, Jefferson estaba entre quienes se negaban a aceptarlo. La expedición en busca del saludable mastodonte no fue precisamente un éxito, sin embargo, mientras tanto, unos naturalistas de Filadelfia habían empezado a unir los huesos (hallados en Kentucky) de una criatura gigantesca. Se dijo que era un mamut, y los estadounidenses lo reconstruyeron exagerando su tamaño y ferocidad: lo dotaron de unas garras aterradoras, lo sobrecargaron de colmillos por todas partes y lo representaron en ilustraciones que enviaron al conde francés donde se apreciaba la agresividad de esa bestia norteamericana descomunal atacando a sus presas tanto en la tierra como en el mar. El conde de Buffon, que falleció apaciblemente en 1787 sin llegar a conocer la guillotina, no dejó este mundo sin antes responderle a Thomas Jefferson: «Esa bestia americana parece vigorosa, pero por algo se extinguió».

Una vida bípeda 

La vida fuera del agua se diversificó, se manifestó en varias dinastías. Pero bajo la lluvia ácida solo quedó el 10% sobre la tierra, mientras que en el mar solo el 10% se extinguió. Tu dinastía sobrevivió a aquel mundo terrestre ultracombustible. Quizá debido a tu bajo mantenimiento, a tu sangre caliente… ¿Quién sabe? Eras un mamífero apto y con pocas pretensiones: hasta entonces. La vida se siguió ramificando y más tarde, ya como criatura peluda y trepadora, la selva te abandonó. Ni el alpinista más flipado viajaría en el tiempo para asistir a la formación del Himalaya, como tampoco lo haría el evasor más aplicado solo para ver a Panamá aflorando del mar. No es que vieras emerger el istmo de Panamá, claro que no, pero cerrado el paso de las corrientes oceánicas tus bosques tropicales se desecaron. Te esperaba una nueva forma de vida: ya no en el agua ni en los árboles, sino en la sabana. De pie podías ver mejor, toda una sensación, pero en campo abierto también se te podía ver a lo lejos: sin garras, sin colmillos, sin velocidad, te sentiste ridículamente vulnerable. La cabeza te pesaba mucho más, no porque tu cerebro hubiera crecido, más bien por tu nueva manera de desplazarte. Tus caderas se estrecharon, tu vida peligraba cada vez que parías una. Pero así y todo duraste bastante, millones de años, eso dicen, más de lo que hemos durado nosotros hasta ahora. 

Cazadores de huesos

En la Inglaterra del XIX probablemente no había seres vivos más rastreros que los especialistas en reptiles enormes. Para que unos fueran recordados, otros debían ser olvidados. Mantell pertenecía sin duda a la especie candidata a la extinción, incluso antes de que Owen oyera hablar de él. Mantell, que solía comprar los fósiles a los campesinos y trabajadores de las canteras, fue el primero en concebir la existencia de un reptil extremadamente grande del periodo Cretáceo. Como su descubrimiento podría llegar a poner patas para arriba a las ciencias naturales, decidió seguir el consejo de un colega y amigo y actuar con prudencia, sin prisas. Pero mientras Mantell seguía reuniendo pruebas, su amigo se apresuró a publicar sus conclusiones, consiguiendo que en el futuro lo invitaran a él, y no a Mantell, a las cenas de científicos destacados de la Real Sociedad. Mantell, ignorando que la decepción iba a ser una constante en su vida, siguió comprando fósiles. Acabó endeudado y con la casa llena de huesos, y su mujer lo abandonó. Pese a no estar nunca presente en las cenas de las eminencias, los aportes y descubrimientos que Mantell iba realizando hacían que su nombre sonara en la mesa una y otra vez. Owen, que solía presidir esas mesas como estrella de la joven ciencia, empezó a hartarse de oír hablar de ese tal Mantell, a quien no conocía personalmente, y del que solo llegaría a conocer «sus propios huesos». En la actualidad Owen es bien recordado: porque fue un gran anatomista, porque acuñó el término «dinosaurio», porque abrió al público las puertas del Museo Británico (antes para acceder había que presentar una solicitud y pasar una entrevista) y porque consiguió que su mujer no lo abandonara el día que ella encontró un rinoceronte muerto en el salón. A Owen, sin embargo, también se lo recuerda por las falsedades más descaradas, por obstruir las investigaciones de sus colegas, por cercenar miembros y partes de cadáveres sin permiso para llevárselos a su casa (como la cabeza de un marinero negro que, según se cuenta, se le escapó de la bolsa y echó a rodar por los adoquines de Londres) y por ser la única persona a la que Charles Darwin llegó a odiar. Además, se ha dicho que Owen estaba tan entregado al conocimiento como a la misión de arruinarle la vida a Mantell. Más de una vez usó su influencia en la Real Sociedad para que le rechazaran todos los artículos que presentaba, y cuando Mantell, tras un accidente, sufrió un daño irreversible en la columna vertebral, Owen aprovechó su estado de debilidad para hacer desaparecer todos los archivos de sus aportaciones y atribuirse sus descubrimientos. Finalmente, cuando Mantell se quitó la vida, el mismo Owen escribió su necrológica, en la que lo calificaba como «un anatomista cuyas modestas aportaciones se hallaban limitadas por una carencia de conocimiento». La columna vertebral dañada de Mantell se envió al Real Colegio de Cirujanos, donde, cruel ironía, quedó al cuidado de Owen. Tras ser expulsado de la Real Sociedad por plagio y falsificaciones, Owen, ya muy viejo y enfermo, dedicó los últimos días de su vida a presionar para impedir que se erigiera una estatua en memoria de Charles Darwin.    

Uno de los nuestros, uno de los otros

Tu cerebro creció y con tus extremidades libres empuñaste un hacha que emula una lágrima (tecnología, símbolo, utilidad y belleza), y dos piedras para la fuente de luz y calor, para ahuyentar colmillos y garras. Aprendiste a hacer daño a la distancia (primera bomba atómica), quemaste tierras para penetrarlas y recogerlo todo. Empezaste a generar señales, sonidos, gestos. Aprendiste a cooperar y ya no tuviste que conformarte con la médula ósea. Del interior del hueso pasaste al músculo, de presa a cazador. Tus alimentos mutaron con el fuego, también tu constitución. De la evolución fractal nació un nuevo ser, que se convirtió en uno de los nuestros y que en nuevas tierras se encontró con uno de los otros. Ha dicho la genética que tenemos algo de esos otros, que hubo apareamiento. Pero no eran como nosotros. Eran más robustos, más cabezones, más frentudos, prognatos de una masa encefálica superior pero sin la autoconciencia del yo: el yo en la manada. Solitarios, desorganizados, incapaces de una coordinación numerosa. No eran como nosotros, esos otros, no eran de los que saben. Pero se nos parecían demasiado como para ignorarlos. Y eran demasiado diferentes como para perdonarlos. Imponerse, someter, suprimir, hacer desaparecer. ¿Cómo desprogramar esa configuración de piedra ancestral, siempre tan actual?

Desmontando a Lucy

Poco se puede decir a ciencia cierta de la historia humana, salvo que tuvimos una. Las especulaciones, con mayor o menor aceptación, se basan a menudo en ideales, nostalgias y prejuicios. Ante el silencio de los pocos huesos humanos primitivos disponibles (se ha dicho que todos podrían caber en la parte trasera de una camioneta), los propios hallazgos se interpretan en favor del propio prestigio. Y los ajenos suelen ser desestimados. Al hallarse los primeros fósiles de un homo en el valle de Neander (1856), un antropólogo que no había participado en el descubrimiento se negó a creer en su antigüedad; la pronunciada cresta superciliar se explicaba, según él, porque se trataba de un soldado herido que había pasado años con el ceño fruncido a causa del dolor. Y más tarde (1924) el cráneo fosilizado de la primera especie precursora encontrado en Taung (hoy un tesoro antropológico) estuvo años encima de un escritorio haciendo de pisapapeles, debido a la indignación que causó en la ciencia de la época, por sugerir que los humanos habían surgido en África. La historia del eslabón perdido, por su parte, es ilustrativa de la vanidad científica; su búsqueda inicial tuvo el propósito de convencer a quienes no creían en la evolución, más tarde la ciencia lo consideró una idea equivocada, por entender que la evolución es más compleja, pero los medios, que nunca han mostrado interés en las complejidades, insistieron con el relato simplista y lineal: cada vez que se descubría un hueso de homínido todas las portadas y pantallas hablaban del eslabón perdido. Lejos de hacer valer el rigor científico, los especialistas, ávidos también de las luces, aprovecharon cada oportunidad para venderse y figurar. Los restos hallados más famosos del mundo (Etiopía, 1974) también fueron anunciados como el eslabón definitivo. A partir de un conjunto incompleto de huesos (un 40% del esqueleto, según su descubridor, un 20%, según otros egos de la ciencia), se dijo que aquel ancestro nuestro podía caminar y que se trataba de una mujer. La estrategia de marketing se reforzó con una canción de los Beatles como banda sonora. Hoy se sabe, o se cree, que Lucy fue como otra reproducción de un diorama demasiado imaginario: que esa criatura muy probablemente no podía andar erguida, que más que un ancestro fue otra rama lateral fallida y que su sexo fue una suposición basada en su diminuto tamaño (o en la inevitable demagogia de género). Puede que lo único que podamos afirmar a ciencia cierta sobre nuestro origen es que en algún momento nos separamos de unos animales con los que aún tenemos una coincidencia genética del 98,4% (una cebra y un caballo tienen menos en común), que alguna vez los dejamos atrás, y que, como seres que saben, nos convertimos en los dueños intelectuales del planeta.    

Comienza el show

Un momento, no los exterminamos nosotros a esos otros. Se extinguieron porque no tenían nuestra capacidad para narrar. Sin historias, también nosotros nos habríamos extinguido. Narrar es crear realidades en nuestra mente. Así sobrevivimos, gracias a la enorme variedad de realidades que fuimos capaces de crear y creer. Relatos lógicos, éticos, jurídicos, políticos, místicos, económicos, estéticos. Ficciones con dioses y demonios, con tramas de filias y fobias que tejen lazos, que unen. Realidades para escenificar todos juntos: en clanes, en bandos, en comunidades, en redes, en teams, en clústeres, en movimientos reivindicativos. Guiados por ellas hemos sido capaces de actuar e interactuar (sobre todo de «actuar»), sin dejar nunca de parlotear. Creyendo en ellas creamos ciudades, reinos, imperios, feudos, estados, credos. Teísmo, monismo, animismo (nunca faltaron los ismos). Creamos unidades monetarias y fiduciarias con sus paridades. Teorías, filosofías, psicologías. Toda clase de lenguaje con poder sobre el mundo. Realidades que solo existen en nuestra mente: dinero, libertad, justicia, igualdad. Creamos el amor y el erotismo para subirle el precio al apareamiento. Mitos convincentes que no están hechos de átomos ni proteínas, sino de historias. No es fácil, nada fácil concebir narrativas tan potentes. Para el sacrificio de lo individual en favor de lo colectivo, para hallar un refugio que nos proteja del miedo atávico en la sabana, para no sentirnos solos y pertenecer. Por eso aquí seguimos, sin extinguirnos, invocando todavía poderes ante la sequía, bailando en cofradías alrededor del fuego, al son de magos libertarios, líderes populares o chamanas empoderadas. Porque somos seres que saben, que saben narrar, convencer, dejarse convencer. No le hables a un anfibio de un ser jerárquico incorpóreo, no le cuentes a un alga sobre el Uno, el Todo, el Tao, el Logos. Esas son solo realidades para nuestro show. Porque si la historia de la vida durase un día, lo interesante empezaría recién poco antes de la medianoche, con nuestra llegada: nuestra salida al escenario. Todo lo que nos precedió sería una tediosa sucesión de teloneros, abortos de una previa a la espera del gran show protagonizado por nosotros. Antes no hubo nada, ni mantras cantados ni obleas con vino ni zarzas ardientes ni profetas guerreros. No hubo representación. No hubo héroes. No hubo stand-up.

Una existencia embriagadora

Hay más de 20.000 especies de líquenes. Crecen incluso en la Antártida. Son la unión simbiótica de un alga y un hongo: el hongo evita la desecación y el alga aprovecha la luz. Algunos son grandes como platos, se cree que estos podrían tener miles de años. El liquen es descrito a menudo como el organismo menos ambicioso. Como si habitara en él una especie de conciencia de lo vivo (de una parte de lo vivo que te excluye): la conciencia de que todo lo vivo, aunque se una, se organice, aniquile, conviva o perviva, tarde o temprano se extingue. Quizá sea esa la razón de que el liquen tenga la existencia con menos plenitud que puedas imaginarte. Pero aunque su falta de vitalidad te parezca insultante, aunque no aspire a una existencia embriagadora, aunque no tenga objeto ni propósito, el apego del liquen a la vida es tan fuerte como el tuyo. Puede que no te conformes con ser una costra peluda adherida a una roca, pero si fuera eso lo que te tocara (probablemente lo que te ha tocado) lo aguantarías. Y es que la vida en general solo quiere ser, aunque la tuya quiera ser demasiado.

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