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Por Enrique Balbo Falivene
En Cataluña padecí, por un asunto comercial que debí haber ventilado en no más de cinco días y se estiró hasta los quince (ya se sabe: la administración pública sólo trabaja por la mañana), algún estrés emocional que me redujo el sueño y me infló la tripa. De lo primero conseguí el sueño profundo, pero de escasas horas; de lo segundo estoy, si consiguiera la postura de loto, a medio filete y un pincho de tortilla de parecer un Buda.
De Barcelona al Masnou, del Masnou a Vilanova y la Geltrú, de Vilanova y la Geltrú a Vic, de Vic a Blanes; de los abogados al notario, del notario a la Policía Nacional, de la Policía Nacional a la Policía Local, de la Policía Local a los bancos a timbrar y pagar impresos. Farragoso todo y agotador.
Sin embargo, los últimos días iban a reservarme dos regocijos: encontré en una librería del usado de la Gran Vía de Barcelona a mis admiradísimos Miguel Delibes y Sally Carrighar. Del primero el diario, Un año de mi vida, del setenta y dos, editado por Planeta, en rústica e inmejorable estado, en donde maese Delibes observa la cotidianidad con una prosa tan llana como ancha es Castilla, y en la que no escurre el bulto (cine, política, literatura, actualidad, naturaleza, caza –en esto último, aunque estoy otoñando, no acabo de conciliarme con el autor; educado en la escuela y universidad pública y con alguna sensibilidad que no me permite ese atávico instinto me diferencio de mis antepasados, algunos de ellos coetáneos de Delibes, que invirtieron tiempo y dinero en cartuchos, escopetas y salidas al campo. Heredé y olvidé al óxido las escopetas de mi padre y mis abuelos en el altillo de esta augusta casa). De la Carrighar Wild Heritage, del sesenta y cinco, editado por la Houghton Miffin Co, e ilustrado por Rachell Horne. La autora, en defensa de la etología, establece ciertos parámetros entre los comportamientos animales y los nuestros, reflexiona por qué atribuimos a las bestias actitudes al parecer privativas de los humanos. Y aquí es donde me detengo porque es a lo que quiero arribar, al error común de insultar con el sustantivo animal. Sallly Carrigher, naturalista, gran observadora en el modo más científico del término, admite que sus libros puedan leerse casi como literatura de viajes; en éste precisamente, dice (la traducción y el subrayado son míos): “(…)” el animal que mata no es más agresivo que nosotros cuando vamos al mercado. La verdadera agresividad es la que se produce entre individuos de la misma especie, y ésta, en multitud de casos, no se manifiesta jamás fuera de la época de celo “(…)” hay infinidad de animales que no luchan salvo en el caso de verse hostigados por un depredador “(…)” la guerra no está en nuestros genes, es un suceso previsible y remediable “(…)”.
Dicho esto, y ya descansado de mis trámites, vuelvo al Masnou, mi base de operaciones, para describir sintéticamente vida y obra del “Tara” (el lector puede interpretar este apodo como crea conveniente, pero sí, puede que sea eso que está pensando): Joan Maristany Galcerán (El Masnou, Barcelona, 1832-1914), aunque algunos textos insistan en definirlo como explorador y aventurero, fue en realidad un negrero, esclavista, pirata y genocida, que hizo negocios y fortuna con sus viajes allende los mares. Habitual de burdeles y tabernas de pésima reputación, en compañía de gente de su calaña, pendenciero y timador, desembarcó en la isla de Pascua en la víspera cristiana de la navidad de 1862. Secuestró a cuantos hombres, mujeres y niños pudiera meter en sus barcos, diezmó la civilización Rapa Nui que a la llegada de Maristany se contaba por unos 4000 individuos, trasladándolos al puerto del Callao, en Perú, porque en Chile la esclavitud ya había sido abolida. Los dineros de la trata que aportaron a Cataluña Maristany y otros esclavistas, fueron bien invertidos por todo el territorio: masías, tierras, industrias, fábricas, viñedos y edificios que hoy llamamos modernistas, son el fruto de aquel vasallaje. Y hasta los bancos, los mismos que cada año presentan beneficios y los mismos que durante la crisis desalojaron y embargaron a los trabajadores, fueron fundados en el XIX gracias a las obras de pillaje de un psicópata extremo como Maristany.
De esta criatura no hay registro fotográfico; el Museo Marítimo de Barcelona expone una imagen de un capitán Maristany pero con dudas de que se trate del esclavista masnoví. Sí hay una descripción que hace de él la Armada Americana: “un terrible ogro, tuerto, armado hasta los dientes, con pistolones a la cintura y alfanje”.
Se retiró, sin penas, juicios, causas pendientes ni gloria, a las cuestas del Masnou desde donde se había echado a la mar para morir casi octogenario, en casa de su hermana, casada también con otro Maristany y también capitán de fragata.
En el cementerio local, modernista y digno de una visita, repleto de símbolos marinos, anclas, astrolabios y brújulas, está el panteón de la familia Maristany. Los vecinos dicen que ésa es su tumba, aunque en los archivos, misteriosamente, Joan Maristany Galcerán no conste. Está a la entrada, vertebrando el eje central del camposanto, en mármol y granito y más impoluta que la tumba de Napoleón en París, luce excesiva con sus bronces, sus gruesa cadenas de hierro y sendos ramos de flores frescas. Supongo se encargarán sus herederos, los que hoy se desperezan entre los dividendos de aquella cacería implacable.
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