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18-03-2024 Notas

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Por Guillermo Fernandez

Es cierto que nunca nos movemos sueltos por el mundo. Desde que nos desprendemos de los brazos paternos volvemos siempre a sostenernos a través de “algún tutor” que nos guía para no equivocar el camino. La idea es que siempre nos deslizamos sin dejar un corralito gigante que nos resguarda de alguna posible caída al vacío, a ese hueco oscuro que nos aterra. 

La escuela de antes, con esos maestros y maestras rectos, sin polvo de tiza en la mano, porque hacían limpiar el pizarrón para no mancharse, nos enseñó la letra y con la grafía, la palabra y la norma. El timbre del recreo se asemejaba al punto y aparte, como descanso a esa lectura de pie que también se ejercitaba y se premiaba con nota y cuadro de honor. 

El orden en la época de los Normales y de la “normal conducta” intentaba sojuzgar y someter a una sociedad que se desplazaba entre pupitres y tinteros blancos. Nada acontecía “anormal” fuera del edificio. 

Francois Truffaut en Los cuatrocientos golpes (1959), fue uno de los tantos, que se atrevió a desnudar la escuela y la familia como paradigmas del castigo. La rebeldía consistía en un imaginario imposible sin la fuga. 

Diez años después, If , un film de Lindsay Anderson (1968), puso con crudeza el rol de la escuela tradicional inglesa y su apropiación de los buenos modales. El final de la película del director inglés conmovió a la crítica por lo desmesurado. En el acto vindicativo no puede haber equilibrio. 

¿Por qué era indispensable la corrección de los desviado? ¿Por qué la alteración del orden escolar involucraba la posibilidad de una revuelta social?

Convengamos que casi siempre el arte respondió con firmeza a la intolerancia del poder. Muchas veces contó con la retórica de la metáfora para mostrar un camino; otras, direccionó su mensaje sin escrúpulos. Las dos películas que cité son ejemplo de ello. 

Ninguno de los dos directores escatimó recursos visuales para paliar el camino a seguir. Quizá corría una época en la que desenmascarar el juego de la violencia implicaba tomar una posición.

En nuestro país también hubo desafíos al abuso del poder. Julio Cortázar en su libro de cuentos «Deshoras» escribe La escuela de noche (1982). Le pone tinta y grafía a ese mundo oscuro y silencioso de la intimidación solapada en guardapolvo. 

Hago hincapié en uso y abuso del término “Colegio Normal”. Tanto en la película de Anderson como en el relato de Cortázar aparece la figura del preceptor. En el cuerpo de docentes quien se ocupa del orden, de restablecer un desvío es precisamente esa figura que se involucra con la suciedad del exceso. 

Son acólitos del sacrificio que cualquier sociedad demanda como ejemplo de castigo. Además, estos auxiliares son los encargados de llevar la voz de los directivos. Existe una gradación que cualquier manual que se precie de analizar la institución escolar tiene en cuenta: gobierno político de turno, rector escolar y aquellos que se ocupan de hacer cumplir la orden/el orden. 

La resistencia nunca dejó de existir: el desobediente recurrió al recreo para tramar, al baño para fumar y a insistir en lo que está fuera del registro de aula. La escuela pasó a ser un lugar para aprender a sostenerse en un rumbo social que tambalea. 

Los lugares más creativos del colegio muy pocas veces fueron las aulas vidriadas como peceras para vigilar a los cautivos. Entre timbre y timbre se arguyen pruebas, venganzas y la planificación de un combate contra un enemigo que dicta desde un escritorio. 

En los baños no sólo se excretan las necesidades: el único olor que se expide es el del tabaco y el de la necesidad de crear un territorio común. 

 

* «Escuelita rural» (1956) de Antonio Berni

 

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