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Por Enrique Balbo Falivene
Cada hombre conocerá lo que desea evitar
Imán Alí. Nahj Al-Balagha. Sermón 149
Que haya leído gran parte de la producción de Juan Benet no me convierte en un intelectual; de hecho, no sólo no tengo aspiraciones, sino que además recuerdo aquellos títulos con una sensación de fatiga y abandono; tampoco tengo un trabajo honesto, soy agente municipal, interino y temporal, categoría seis, lo más bajo del escalafón con la más rancia de las mensualidades; no soy nada original ni creativo y por mi cabeza no es que pasen muchas cosas, generalmente son dos, sexo y comida; del primero no me aparto de la tradición clásica: tangas y Stilettos; en lo segundo adhiero a lo rústico con sentimiento: potajes de cuchara. Con este preámbulo, como breve mapa fisonómico, me siento envalentonado para formular la siguiente teoría: aquellos que se jactan de haber frecuentado a tantos autores son los mismos que miran videos de cocina porque cada vez se cocina menos. Vale, de acuerdo, reconozco que es más sentencia que teoría y, por cierto, bastante ramplona, pero tened en cuenta que quien la expresa es un primario.
Sí podría jactarme de haber leído, pero no reúno los méritos; leo por una suerte de inclinación natural, leo ensimismado como si padeciera una patología, como un esquizofrénico o un compulsivo o, como afirmaba Don Miguel de Cervantes, y para expresarlo mejor: “leo hasta los papeles que veo tirados por la calle”. De este modo tuve noticias de La Singla, me detuve en lo que casi nadie lee: los títulos de crédito de una película.
En Los Tarantos, un film de Francisco Rovira-Beleta del sesenta y tres, cruza la pantalla La Singla en la primera secuencia, bailando detrás de un carro chamarilero por un suburbio de Barcelona, pero sin música, con sonido ambiente y un rumor de palmas. Quizá haya sido un guiño del director, una metáfora antes de dar comienzo a los cuadros que forman este musical, un Romeo y Julieta aflamencado, porque La Singla era sorda como una tapia. Entonces, antes de adentrarnos en la historia de esta bailaora excepcional caben dos preguntas: ¿cómo consiguió bailar si era incapaz de seguir los compases y la música? Y la segunda, ¿alguien sabe algo del mundo de los sordos?
Antonia Singla Contreras, dicha La Singla, Antoñita o la Múa (muda en calé) nace en 1948 en el Somorrostro de la playa de la Barceloneta en Barcelona. Y aquí me detengo para prologar el paisaje. El Somorrostro fue un asentamiento que se extendió, hacia finales del XIX, desde la playa de la Barceloneta hasta la del Bogatell en Barcelona. Miles de trabajadores, muchos de ellos de etnia gitana, se trasladaron atraídos por la creciente demanda de las nuevas industrias, sobre todo textiles, creadas en la Barcelona burguesa y modernista, gracias al flujo de divisas aportados por negreros, esclavistas e indianos. El barrio era, más bien, una favela o villa miseria, con construcciones de madera, piedra y materiales de descarte. Todo en la más absoluta precariedad. El intrincado laberinto a pura barraca y arena, va a crecer con los diferentes flujos migratorios, deteniéndose durante la Segunda República, que se incrementaron las políticas agrarias y, por razones obvias, durante la guerra civil desde el treinta y seis hasta bien entrados los cuarenta. Llegó a albergar quince mil personas y en Barcelona, en total, se calculan unas cien mil hacia la década del cincuenta, entre los otros asentamientos como el de las faldas de Montjuic o el Carmel. El progreso, las visitas de Franco para las celebraciones de la Semana Naval de Barcelona en los sesenta, la construcción del puerto marítimo y el incipiente bum turístico (un cliente nuevo que exige poco y paga en efectivo) acabaron por desplazarlos hasta su desaparición.
La Singla nace y va a desarrollarse en ese entorno. No hay agua potable, calefacción, cloacas, calles, luz. No hay nada. Cuando el mar se embravece azota el barrio. A las primeras barracas de la línea más baja se las lleva, a las últimas las inunda. Con Los Tarantos puede tenerse una idea cabal del barrio porque hoy, sesenta años después de su estreno, el film puede verse casi como un documental. La protagonista es Carmen Amaya, dicha La Capitana, que fue quien puso el baile (un taranto es una de las formas musicales del flamenco) y el Somorrostro en todos los mapas. Y La Singla que va a venir al mundo en las más frágiles condiciones, con dieciséis hermanos, padre ausente, y una enfermedad que le va a producir la sordera va a ser signada como su heredera artística. ¿Pero cómo consiguió bailar? Empezó de niña, delgada, descalza y harapienta, empujada por el hambre, entre las tabernas de Barcelona recogiendo monedas. Al principio mira con unos ojos negrísimos las manos de los guitarristas, los chasquidos de los dedos de los palmeros, los labios de los cantaores y sigue el compás. Luego empieza a soltarse y cambia las tornas. La Singla improvisa y son los músicos quienes la siguen a ella. Su pelo negro azota el aire, revuelve los brazos, se agita y zapatea. La Singla empieza a expresar todos sus silencios y, como Carmen Amaya, baila como poseída, descalza y en pantalones.
Al entrar en la adolescencia se recupera, en parte, de la sordera. Empieza a hablar con dieciséis años como una niña de cinco. Pero ya la música le entra por todos los poros y La Singla explota su arte por escenarios y tablaos. Va a recorrer con su espectáculo primero España, después Alemania, Francia, Suiza y Holanda en una Europa que empieza a mirar el flamenco con curiosidad y lo incluye, con justicia, entre los festivales de jazz. La artista pone el cuerpo a Ella Fitzgerald, se codea con lo más granado de la burguesía, con los intelectuales. Gala y Dalí la apadrinan, la Gauche Divine barcelonesa la admira, Jean Cocteau va a escribir: “escupe fuego por la boca y lo apaga con los pies; va a sufrir el clasismo y sexismo de entonces, el desprecio hacia lo gitano, la explotación de los niños artistas. Al amanecer, después de las largas noches de aplausos y copas, siempre volverá a su barraca frente al mediterráneo, en medio de la nada que la arropa.
Con tantos honores a cuestas va a reaparecer el padre que tiene noticias de la fama de la artista, para provocarle otro descalabro. Despide al representante y se hace cargo de la Singla, o más bien de sus ingresos. Pero la bailaora al tiempo volverá a recuperarse porque, mujeres así, repletas de cicatrices, salen de casi todo. Volverá tiempo después a los escenarios con la misma fuerza interpretativa hasta su temprano retiro. La Singla va a desaparecer con treinta años, se esfuma del mundillo artístico y de los medios. Una depresión que va a postrarla en una cama durante seis años, la va a sumir, otra vez, en el abandono.
Hoy La Singla, octogenaria, vive al norte de Barcelona, acompañada de sus nietos, y descansa finalmente de tanta fatiga, de tanta desidia arrolladora. O como alguna vez declaró y ésta es quizá la mejor definición de su arte: “nunca he sido feliz y siempre he estado triste, pero con una sonrisa”.
Etiquetas: Antonia Singla Contreras, Barcelona, Enrique Balbo Falivene, La Singla