Blog
Por Lucas Damián Cortiana
El Mercedes 1114 está al costado de un camino de tierra bajo la fina lluvia. A la lona roja, empapada y nueva, el agua (y no la luna) la ha vuelto de un rojo más intenso y brillante, casi de barniz negro, porque no hay luz que realce en la noche encapotada. La lona del camión chorrea. Sobre el suelo va dejando charcos como si fuera la sangre de un animal triste que agoniza. El temporal empeoró hacía varios kilómetros y algunas horas, más o menos desde que empezó a oscurecer. Los últimos metros del sendero muestran unas huellas zigzagueantes por el barro chirle y el surco de una encajada. Hace un rato, Cáceres se bajó a estirar las piernas y se guareció bajo unas sibipirunas. Con el cuerpo encorvado parece una bestia agazapada, aunque todo su esfuerzo se concentra en evitar la llovizna. Las alpargatas ya están mojadas y siente el pantalón húmedo a la altura de los muslos.
Cáceres había mantenido el motor encendido quince minutos. Cuando se fijó la hora y vio que eran las dos y cuarto, apagó el camión y el traqueteo se detuvo en el medio de la nada. A Cáceres le molestaba el ruido de la patente floja atada con unos alambres y del candado golpeando contra la puerta. Sin embargo, en vez de tranquilidad, el silencio repentino le dio pavor. Miró para todos lados antes de bajar del estribo. Luego dio una vuelta alrededor del camión y buscó a lo lejos un par de luces. También cerró los ojos y buscó con los oídos el sonido de una camioneta. Pero nada llegaba. Galloso se había retrasado.
Cáceres está inquieto y traslada el nerviosismo a sus manos. Las pone en el bolsillo, repiquetean contra el tronco, las cruza junto con los brazos. Hasta hace poco habrían estado ocupadas sosteniendo un cigarrillo, pero había dejado de fumar cuando su hija se lo pidió. El olor del tabaco negro que traía cuando subía hasta Canindeyú era insoportable. Nina ya no quería que Cáceres la abrazara ni que le alisara el pelo. El humo la hacía toser y la ahogaba. Y Cáceres ya había intentado de todo, pero un humo invisible se le había impregnado en la piel y más abajo de la piel. Y no quería arruinar el pelo rubio casi blanco que Nina había heredado de su madre, una misionera nieta de alemanes, pálida y linda como les gustaba en cualquiera de los vértices de la triple frontera. Primero había intentado lavarse con jabón y agua tibia, refregando entre los dedos y debajo de las uñas hasta lastimarse. Pero el olor era persistente. Un día, El Tacuara, que viajaba a Brasil cada dos o tres días, le dijo que le iba a traer café para limpiarse. Volvió de Minas Gerais con un paquete de café que Cáceres enseguida lo convirtió en una pasta con agua y bicarbonato de sodio. El mejunje funcionó, pero cada vez que fumaba, el olor volvía y el proceso de desinfección era diario y tedioso. La decisión de dejar el cigarrillo era la más conveniente. Cáceres recuperó los abrazos perdidos de Nina. Se había acostumbrado, cada día, a prolongarlos. El último mes cada uno había durado cinco o seis minutos. La última semana, una tardecita antes de viajar, la había abrazado durante diez minutos que pasaron como un suspiro.
A Cáceres le iba bien llevando y trayendo cosas. En cada frontera lo conocían. En Ñeembucú, Cambyretá y Ñacunday. Entraba buena plata. En poco tiempo había comprado el camión. También le había puesto la lona nueva. Con la plata de este trabajo iba a arreglar la pieza de Nina. Pero no era fácil y había varios que querían su trabajo. El Tacuara era uno. El Tacuara llevaba otras cosas, menos peligrosas. Todavía no se había ganado la confianza de Galloso. Alcohol, zapatillas, televisores, cubiertas. Pero llegar a donde llegó Cáceres.
Mientras esperaba, Cáceres pensaba en amenazas reales, como el policía nuevo en la garita de Ñeembucú. Era preciso hacer algo. Iba a hablar con Galloso. Le había descubierto un punto débil, una hermana que había dejado en Formosa. Pero quería ver si podía comprarlo con algo.
El toldo rojo se iluminó y Cáceres escuchó el golpeteo del motor del Fiat 147 de El Tacuara. Se quedó debajo del árbol no porque no le importara, sino porque daba por hecho una situación imprevista.
―Cuándo vas a hacer ver ese motor ―dijo mientras El Tacuara estacionaba―. ¿No escuchás que está golpeando una biela? ―aseguró con aires de superioridad.
Con la ventanilla abierta, El Tacuara se sonrió. «Vos porque tenés ese camioncito nuevo…» Luego le dijo que subiera, que se iba a hacer sopa. Cáceres le dijo que estaba bien.
―Bueno, bajo yo y me mostrás la mercadería.
El Tacuara se apuró en llegar a donde estaba Cáceres. Enseguida le pidió fuego. Y más rápido se acordó de que Cáceres ya no fumaba.
―Lo que hace uno por la familia, ¿no? Yo no tengo pibes pero por mi vieja hago lo que sea. Ahora la vieja anda mal de la cadera, pero es una paraguayita dura. Le duele pero no se queja. Los paraguayos y los alemanes son los más duros. Los argentinos no, son más blanditos. Galloso es medio blandito.
El Tacuara hizo una pausa. Dijo que tenía un encendedor en el Fiat, pero que quizás tendría que hacer como Cáceres y dejar el vicio. «Por la vieja», agregó. «Igual, la vieja nunca se quejó del cigarrillo. Tu mujer era una alemana brava, yo me acuerdo. ¿A ella también le molestaba o sólo a la nena?»
Cáceres no entendía qué hacía ahí El Tacuara. Galloso nunca le había dado la posibilidad de enterarse dónde eran las transacciones. Y menos estando tan cerca, apenas a diez kilómetros del paso. No hizo falta que preguntara nada, El Tacuara le dijo que Galloso lo había mandado para avisarle que iba a llegar más tarde, para que no se preocupara. Tampoco le preguntó para qué quería ver la mercadería; El Tacuara le explicó que a Galloso le habían prestado un camión más chico. «Creo que es un Mercedes 710», le dijo. «Si vas muy lleno, pasamos un poco al otro». Para no ponerse a discutir, Cáceres sacó la llave del candado del bolsillo del pantalón y se dirigió al camión recordándole que el dueño del 1114 era él y que si tenían que mover la mercadería, lo iba a hacer el sólo.
Nadie lo obligaba a estar ahí ni había firmado un juramento de fidelidad a Galloso. Con la culpa siempre pendiendo del aire como una nube grosera. A veces espantosa. Pero la culpa se había vuelto una virtud. Cuanto mayor la culpa, mejor el dinero. Aunque tuviera que mentirle a Nina y aunque no le gustara que Galloso se apareciera cada tanto por la casa a avisarle que había un trabajo. «Llamame por teléfono, Galloso», le decía, «que para eso lo tengo». «Vos no querés que la nena sepa el padre que tiene», lo apuraba. Y Cáceres se mentía. A él y a Nina. Y a su conciencia. «No la quiero meter en problemas.»
Cuando sacó el candado, Cáceres le dijo a El Tacuara que se hiciera para atrás. Abrió la puerta despacio. Adentro había olor a limpio. Cáceres cuidaba el camión nuevo y lo lavaba una vez por semana. Pero se sentían los alientos cansados y sedientos y las traspiraciones hediondas. Había miedo, también, adentro y afuera del acoplado.
―Todas negritas, ¿no? ―dijo El Tacuara―. Riansé así las veo.
―Son muchas pero van bien. No las movemos.
―Hay que ver lo que dice Galloso.
Cerca, como invocado por una señal mala, el camión de Galloso venía siguiendo la huella del camión de Cáceres. Los dos paraguayos se apartaron del camino. La puerta del 1114 quedaba abierta ostentando un paisaje tormentoso de libertad. En una maniobra, Galloso pasó por detrás del acoplado y las luces iluminaron rostros que ya eran ausencia y atravesaron nombres que algunas familias estarían repitiendo incansablemente en largas plegarias.
―Hay que tener firmes las riendas ―dijo Galloso―. Cada vez que llueve este camino se pone peor. En Ñeembucú ya está todo arreglado. ¿Y qué tal la mercadería? ―le preguntó a El Tacuara.
―Esta vez Cáceres no se esforzó.
―Cáceres… hace rato no te venís esforzando.
Galloso se dirigió al acoplado, detrás lo seguían los paraguayos.
―Pero qué es esto… Son todas negritas ―dijo mirando a Cáceres―. Todas negritas ―repitió.
Subió al acoplado con una linterna y escudriñó los dientes, las orejas, el cuero cabelludo. Afirmó que ahí no había mucha plata. Dijo que valían poco; acaso en algún momento dijo la palabra «mujeres» pero en un sentido metafórico, como una simple figura retórica. Bajó de un salto y se quedó caminando en círculos con la mirada en el barro. «Cáceres, Cáceres», decía. Y Cáceres, sin buscar justificarse, le decía que se hacía cada vez más difícil. «No, no», interrumpía Galloso, «es cuestión de convicciones.»
Mientras Galloso hablaba, la lluvia cesó y pareció que el argentino recuperaba la paz.
―Tenés razón, Cáceres, está difícil. Pero yo no pido mucho. Una o dos blancas por lote, nada más.
El comisario miró hacia atrás y luego al camino a Ñeembucú.
―Hagamos una cosa. Vos te vas a volver en el Fiat de El Tacuara y yo voy a ir en tu camión a entregar la mercadería. Tengo que hablar con el policía nuevo y quiero que conozca a El Tacuara. Si todo sale bien, cuando vuelva, te pago.
Mientras hablaba, buscó un encendedor, sin fortuna.
―¿Tenés fuego? ―le preguntó a Cáceres. Enseguida se corrigió―. Vos dejaste de fumar por Nina. Hacés bien.
Cáceres subió al Fiat de El Tacuara y le pidió a Galloso que le cuidara bien el Mercedes. Le tiró el encendedor que había adentro. El Fiat iba haciendo un ruido de terror y patinando por el camino fangoso.
―No llega al pueblo, ¿no? ―preguntó Galloso.
―No ―dijo El Tacuara―, no hace más de veinte kilómetros.
―Hacé lugar en el acoplado y después lo seguís.
El comisario sacó de la camisa la llave de un candado y abrió la puerta del acoplado de su 710. Adentro estaba oscuro pero un pelo largo centelleaba como un rayo amarillo. Y un rostro pálido, se mantenía imperturbable al dolor o la tristeza, como el rostro endurecido que tienen las alemanas. Galloso le largó el humo en la cara y la nena tosió.
Etiquetas: Lucas Damián Cortiana