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Por Leandro Diego
El guardia de seguridad del turno tarde del edificio en el que vivo se llama Nelson. Es muy dedicado. Casi siempre que lo cruzo está en su garita mirando los monitores que proyectan las cámaras del predio, en especial las que apuntan a la vereda. Tengo la idea de que cuando ve gente merodeando por la cuadra, sobre todo si son muy distintas a las que vivimos ahí, las denuncia. Llegué a esta conclusión porque, con relativa frecuencia, y siempre en su turno, me encuentro con tres o cuatro oficiales cacheando o pidiéndole documentación a los caídos que duermen en la calle.
Me fui acostumbrando al ritual de saludar a Nelson con cada entrada o salida del edificio. Me lo figuro como el guardia modelo, lo que me hace sospechar que en el barrio tal vez ya se haya corrido la bola: Nelson, en lo suyo, es bueno, acaso el mejor. Que los policías ya saben su nombre y los encargados de edificios y administradores de la zona también. Que tiene buenas referencias. No tengo idea de cómo es la carrera de un guardia de seguridad pero cada tanto me lo imagino, dentro de no mucho, custodiando celebridades del mundo de la farándula o de la política.
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Toda experiencia se agota a sí misma. Se vive y se desvanece. Lo que queda, si queda, es información. La conversión de experiencias en informaciones que podamos hacer circular entre nosotros es la base de nuestra interacción social.
Hay algo paradójico en el modo en que esa conversión sucede en las redes sociales: cuanto más ajenos a la experiencia son los elementos que usamos para mediatizarla (micrófonos, cámaras, posteos) más intentan parecérsele las informaciones que producimos.
Por eso me gusta la oralidad: porque la inmediatez obliga a improvisar. Y con la improvisación, la experiencia vivida de la que se nutren los relatos ya no importa. Lo que importa, de pronto, es la experiencia del lenguaje.
Eso es lo que yo llamo literatura. Y así como puede suceder en cualquier contexto, no siempre sucede en lo que se conoce como literatura.
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En un zapping por CineAr encontré Ayerza (Agustín Adba, 2013), una película rarísima que cuenta el derrotero de un músico itinerante que vive medio en pedo y deambula por la ciudad hasta vincularse con un grupo de artistas de clase alta que se lo lleva a una isla del Delta. Allí se ve envuelto en una conspiración con aires de secta. La película, que empieza como una aventura urbana y trasnochada, de a poco se va volviendo diurna y misteriosa, con una atmósfera que me hizo pensar en Ojos bien cerrados (Stanley Kubrick, 1999) y Sobre héroes y tumbas (Ernesto Sabato, 1961).
Después de unos días de haberla visto, varias veces se me apareció la imagen del protagonista zigzagueando por Florida o cerca del Obelisco. Me di cuenta de que mi cerebro no había podido discernir si había visto a un personaje de ficción o una persona real.
Lo busqué y resultó que se trataba de Piwa La Piwa, un músico de amplia trayectoria, que pasó por más de seis bandas de relativo éxito, y a quien yo había conocido como tecladista de Barco. Así llegué a Noche de hotel, su último LP, grabado en 2022 y que, como su personaje en Ayerza, resiste cualquier intento de clasificación. Hay roncanroles de una estirpe bastante ignorada por las bandas post 2001, hay cierta psicodelia narrativa-pop que podría emparentarlo con la tradición de Los Twist, hay melodías fiesto-hiteras que recuperan los picos creativos de Decadentes y Pericos. La lista podría seguir. Pero lo cierto es que lo que se destaca es la impronta personalísima de Piwa que, aun a pesar de todas estas referencias, hace que su disco suene novedoso.
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«¿El “mensaje” de Arlt? Bien, y exactamente: que en el hombre de la clase media hay un delator en potencia, que en sus conductas late la posibilidad de la delación. Es decir: que desde el punto de vista de las exigencias lógicas de coherencia, que pesan sobre toda conducta, existe algo así como un tipo de conducta privilegiada, a la vez por su sentido y por ser la más coherente para cada grupo social, y que si ese grupo es la clase media, esa conducta no será sino la conducta de delación.»
Esto lo dice Oscar Masotta en Roberto Arlt, yo mismo, un texto que acabo de leer gracias a la recomendación de Manuel Quaranta, cuando le pregunté por dónde empezar a leer a Lacan.
Lo que Masotta identificaba como clase media en el mensaje arltiano tal vez sea lo que hoy entendemos por progresismo, ese núcleo duro de la corrección política que, en nuestro país, hasta hace no mucho, fue un discurso de poder.
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El enemigo es la identidad, tanto en su versión individual (la personalidad) como en al colectiva (los grupos de pares o de pertenencia). Porque ambas basan su permanencia en fijar lo que pareciera ser móvil.
Los grupos (y los vínculos) que basan su colectividad en compartir ideas, gustos o intereses me han resultado siempre (a lo largo de mi vida personal y en la lectura que hago de mi contemporaneidad), cuanto menos, peligrosos. Me gustan más los grupos y los vínculos que, simplemente, disfrutan de estar juntos aun no compartiendo nada más que tiempo y espacio.
En mi experiencia es ahí (precisamente cuando las identidades se suspenden en una colectividad espontánea y fugaz que las anula en vez de reforzarlas) cuando la lengua se suelta y de pronto (por ejemplo: en el relato de una anécdota que no necesariamente refiere a un hecho vivido), podemos compartir la experiencia del lenguaje.
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«Pienso, también, en el rol que termina cumpliendo la “incorrección política” que no trae nada nuevo en un momento en que esa incorrección gobierna. De vuelta, no me molestaría tanto que eso circulara si no fuera porque genera un clima comunicacional ruidoso en el sentido más literal, como el ruido de fondo del campo de concentración en Zona de interés, que hace que los discursos incómodos en serio, los que nos sirven para pensar diferencias sutiles, los ocurrentes y valientes, no se puedan escuchar con claridad: es como que solo queda lugar para andar gritando lo obvio, justo en el momento en que necesitamos lo contrario.»
La presión de lo obvio que percibe Tamara Tenenbaum en el extracto que acabo de citar (que pertenece a este texto que salió en ElDiarioAr) hoy está presente en casi todos los órdenes de la vida. Incluso en Zona de interés, la película que cita. Es que el ritmo (compulsivo) de producción impone un tipo de lectura ligada al consumo. Tarde o temprano, ese tipo de lectura altera nuestros modos de producir (películas, incorrección política, vínculos). Todo se vuelve consumo y, por ende, obvio.
El texto de Tenenbaum me recordó una frase que Romi descubrió hace poco en una pared cercana del barrio en la que alguien, con un marcador rosado y una caligrafía muy honesta, escribió: ¿Por qué me siento tan solo cuando me junto con ustedes?
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Hay obras de arte que tienen la capacidad de reunir, de compilar, de hacer converger una serie de elementos dispersos e implosionar salpicando todo a su alrededor con esquirlas de materia reconocible: restos de sus condiciones de producción. Llorando en la fiesta (2022) es el único LP hasta el momento de Julieta Aylén Ordorica, más conocida como Blair, cantautora de 22 años, nacida en Punta Alta, al sur de Bahía Blanca, que se define como erudita de la literatura y escritora por pasión, ya teloneó a Taylor Swift en Argentina y ha logrado la aprobación de nuestra high class cultural.
El disco (22 minutos de pop fino y filoso, compuesto según ella bajo la fórmula letras tristes, melodías alegres) fue grabado en una semana y tiene claras referencias a las décadas de los setenta y ochenta.
Hay quienes no ven con buenos ojos la libertad con la que los artistas jóvenes van y vienen del pasado, manipulándolo a su antojo (el pasaje de la influencia a la referencia: la refe). A mí me parece genial. No solo porque impide la cristalización del autor en un género (la zoncera de hacer siempre lo mismo con la esperanza de hacerlo cada vez mejor) sino –sobre todo– porque traslada esa inquietud al espectador: lo aleja de la costumbre propiciando la posibilidad de la experiencia.
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A nadie le gusta que lo rotulen ni lo incluyan en ningún colectivo. Por eso, toda guerra cultural siempre se pierde en la batalla del lenguaje (en esa arena social en que la lengua devenida en dogmas deja de ser experiencia). La tentación de englobar las opiniones ajenas dentro de un colectivo al que se denomina de una manera u otra destruye toda posibilidad de comunicación y –sobre todo– de pensamiento. Ninguna persona tolera que la rotulen, que le pongan nombres a los discursos que produce.
Cuando alguien con poder (el poder de decir) reduce a adjetivo los discursos de parte de una sociedad y los engloba, señalando con espíritu delator un nuevo colectivo (que suele identificar sin escrúpulos como enemigo), con el tiempo, ese colectivo crece y toma consciencia de sí.
En esa instancia, lo que generalmente quiere es venganza.
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