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23-04-2024 Notas

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Por Leandro Diego

Durante toda mi juventud fui gordo y fumador. A los veinticinco años pesaba ciento tres kilos y fumaba un atado de Philip Morris de veinte por día. A los veintiocho ya pesaba setenta y seis y entraba en un período de unos cinco años en el que, sin proponérmelo de modo programático, dejaría de fumar. 

Sé que no voy a volver a fumar. A veces extraño la sensación de tener algo en la mano o la excusa para alejarme un rato durante algunas reuniones, pero no pasa de ahí. Con la gordura es distinto. Aunque hace años que peso setenta y ocho kilos y la opinión general es que estoy bien, me sigo sintiendo un gordo. Especialmente por cierta acumulación de grasa en los laterales del abdomen, que le debo a una herencia genética de dos generaciones. 

El fantasma de la gordura me va a acechar siempre. No importa que ya no sea la persona que fui hasta los veinticinco, que no tenga los mismos hábitos ni comportamientos. Siempre voy a sentir que, llegado el caso, y bajo ciertas circunstancias, puedo volver a engordar. Algo en mí cree que eso, la gordura, es mi naturaleza.

 

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Soy un seguidor del cine de terror. Es una afición que compartimos con Romi: casas malditas, autos enfocados desde arriba en rutas montañosas, heroínas que se enfrentan a demonios y al escepticismo de sus familias, extraterrestres, terror psicológico, ciencia ficción, slayer, gore. Ningún sub–género nos resulta ajeno (salvo quizás el de la comedia de terror, que nunca entendimos) mientras se logre cierta atmósfera. 

Lo que nos atrae, creo, es ver de qué maneras se las ingenian los directores y guionistas para –con los elementos y estructuras de siempre– reinventar el género y lograr el efecto buscado: que el espectador sienta la presencia de algo ajeno dentro de sí, algo que se rechaza pero a la vez le genera una irresistible atracción. 

Eso es lo que les sucede a los jóvenes protagonistas de Talk to me (Danny y Michael Philippou, 2022), cuando descubren que al proferir cierto mantra mientras tocan una mano fosilizada, pueden ser habitados por un muerto rándom. Morirse por un rato les hace sentir un éxtasis de tal naturaleza que la experiencia se les empieza a ir de las manos. No puedo contar más porque en cierta escena que sucede en un baño o una cocina (solo recuerdo que había azulejos) perdí el conocimiento. 

 

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Fui al Espacio Roseti, en el corazón del Abasto, y al llegar se disparó un recuerdo: justo enfrente hay a un antro donde cierta noche tocó un amigo en una jam de jazz, a la que había decidido ir con otros dos amigos del secundario (técnico, industrial) que no comulgaban con mis nuevos intereses. Como la idea de esa noche era hacer algo después, vinieron conmigo pero decidieron que no era necesario acompañarme. Mientras yo tomaba cerveza y veía el show, se quedaron afuera esperando en el auto. Todavía me pregunto qué habrán hecho las casi dos horas que estuve ahí adentro. 

A Roseti fuimos con Romi a ver a Axel Krygier y Carola Zelaschi. Tomamos vino y comimos gírgolas en un típico patio de casa porteña. En el salón varias personas se habían quedado a custodiar los mejores lugares (unas sillas de caño y cuerina dispuestas sin demasiada estrategia). Cuando llegamos los que estábamos afuera algunos tipos intentaron convertir su permanencia en mérito. Hubo algo de tensión. Por suerte todo se olvidó cuando Krygier convocó un dancing general.

Como en un permanente desafío que tenía algo de duelo o de payada, Axel jugaba constantemente a alterar la lógica de sus canciones. Cada vez que Carola entraba en un loop, él rompía de golpe toda la estructura y ambos tenían que volver a empezar. Se divertían. Se miraban como diciéndose te cagué o esta vez no agarrás, en lo que a mí me pareció en un elogio lúdico de la dificultad, del rulo. Del firulete.

 

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Hace dos años tuve un episodio extraño de dolor en un pie, que mutó a una pierna y después a la ingle. Tras varias semanas de consultas y estudios descubrí que se trataba de dos hernias de disco en la zona baja lumbar. Poco después del hallazgo todos los dolores convergieron en la cintura y estuve varios días sin poder sentarme.

Las hernias se pueden operar. Te rellenan los espacios intervertebrales con un gel que impide que las vértebras toquen los nervios o, directamente, te bloquean las terminales nerviosas. 

Como tuve un pico de dolor recién a mis treinta y siete años, se me indicó prudencia: kinesiología y ejercicio. Fortalecer sobre todo piernas y abdomen. Mi osteópata estuvo de acuerdo: gimnasio, pileta o pilates, estiramientos diarios y –sobre todo– no estar más de cuarenta y cinco minutos en la misma posición. 

Si no hago todo eso, el dolor puede reaparecer en cualquier momento.

 

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En una mesa del Celta Bar volví a encontrarme con Guillermo Dinwoodie, una leyenda porteña que conocí hace mucho tiempo, no recuerdo si en el Ghandi, el Ramos, La paz o La academia. Guillermo se acercó y, como siempre, dejó en mi mesa las fotocopias de sus dibujos, enmarcadas en cartón blanco. 

— Te conozco.
— ¿De dónde nos conocemos?
— De acá. 

Con acá no quise decirle el Celta sino algo más difuso pero a la vez más concreto: algo que no es un espacio ni tampoco un tiempo sino más bien un modo de existencia. Creo que Guillermo me entendió. Le conté que el último dibujo se lo había comprado como hacía diez años y que ahora estaba viviendo cerca, que nos veríamos más seguido. Me dejó un pedacito de papel fotocopiado con su teléfono y la dirección del Hotel Ostende que, en verdad, dijo, es un conventillo. Me hizo mucha ilusión volver a verlo. Le compré un dibujo de Cemento y otro de la calle Estados unidos. 

 

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Mi vida íntima tiene hoy un techo impuesto por ciertas vicisitudes familiares que no solo se suman al repertorio de fantasmagorías que me acechan (gordura, lumbalgia) sino que además consumen demasiado de mi tiempo. Esto no va a menguar con los años sino más bien lo contrario. Por eso he ido tomando algunas medidas respecto de mi vida profesional. Pretendo, con ellas, aumentar gradualmente mis ingresos. Cambiar dinero por tiempo y recuperar parte de mi independencia perdida. El plan incluye ciertos cursos de formación.

Santiago, el profesor que veo por Zoom dos veces por semana, es un tipo genial y muy elocuente. Le pone muchísima onda a una cursada que tiene todo para ser un embole. La otra noche estaba mostrándonos cómo modificar un objeto ya creado mediante cierto lenguaje de programación: armó una frase que contenía un error, la ejecutó en el motor, y en vez de modificarla, que era lo que ya nos había enseñado y todos esperábamos que hiciera, la borró y la volvió a escribir y ejecutar con un firulete sintáctico que sorprendió a todos. Nos sorprendió porque si bien era algo que todavía no habíamos visto, de algún modo sí estaba contenido, latente, en nuestros conocimientos ya adquiridos. 

Después de su acto de magia dijo: ¿Qué es lo que hicimos acá, eh? ¿Qué hicimos? Lo que hacen los valientes: eliminar lo que ya está y volver a crearlo.

 

 

 

 

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