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04-04-2024 Notas

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Por Pablo Manzano

Hubo un tiempo en que los mitos enseñaban que se pagaba un precio muy caro por querer ir más allá y explorar lo desconocido (Babel, Ícaro). Un tiempo sin eslóganes humanistas (just do it). Un tiempo de resignación, de impuestos y expolios y poca cosa más. Un tiempo de palacios, castillos, templos, catedrales, banquetes y cruzadas. Un tiempo sin inversiones, en el que conceptos como producción, crecimiento o nuevos mercados eran inconcebibles. Un tiempo en que el producto se mantenía estable y solo crecía si crecía la población, y en el que el dinero, por muy inverosímil que hoy parezca, solo representaba las cosas existentes. Un tiempo sin dinero de fantasía. Sin confianza ni esperanza. Así vivió la humanidad durante siglos y milenios. Sin el mito del progreso.  

¿Por qué Europa? ¿Por qué Gran Bretaña? ¿Por qué franceses o neerlandeses? Incluso algunas naciones no industrializadas de ese continente terminaron subiéndose al carro (o al barco). ¿Por qué no Asia? No es que allá no pudieran hacerse con la máquina de vapor, no es que no tuvieran las armas. De hecho, ellos habían descubierto la pólvora (aunque tardaron 600 años más en descubrir para qué servía: no pasó tanto tiempo entre la fórmula de Einstein y el Proyecto Manhattan). ¿Por qué entonces Australia o Indonesia no fueron ocupadas por competidores más cercanos? ¿Acaso los asiáticos no eran dignos competidores de Europa? Durante muchísimo tiempo Europa fue el enano en la sombra y Oriente Próximo, Lejano y Medio el titán en todo su esplendor, con árabes y chinos como amos de la economía (hay quien dice que hoy estarían recobrando esos honores). ¿Es que no estaban dispuestos a competir? ¿Tenían el capital, pero no los capitalistas? ¿Y qué hay del conocimiento? Quizá tampoco tuvieran mucho interés por explorar. ¿Eran asiacéntricos? ¿Tenían otra manera de pensar y actuar, otro orden, otros mitos? 

Un siglo después de Colón, Ámsterdam no solo era el epicentro de un estado recién independizado, sino también del recién creado mercado de valores. Toda una novedad. La gente renegaba de los impuestos, pero se alegraba de poder invertir, doblar la inversión y duplicar la apuesta por otro barco ganador (uno que no sucumbiera ante piratas ni tormentas). Los fondos de financiación, entonces, no provenían solo de los créditos de banqueros y nobles, sino de la venta de acciones a gente corriente de todos los sectores sociales. Gente que prefería no saber: ciudadanos amables, excelentes padres, gente aficionada al arte y la música, personas de trabajo y ahorro. Las dos compañías neerlandesas de expediciones eran empresas privadas que cotizaban en la bolsa y contaban con una tripulación armada superior a la del ejército nacional. A la compañía del Índico se la recuerda por su oficial, Jan Pieterszoon Coen, y la frase: «No hay comercio sin guerra» (mucho menos naif que la máxima libertaria de «Donde hay comercio las costumbres son dulces»). La empresa de Cohen se consolidó en el mercado sometiendo, matando, destruyendo, esclavizando (mejor no saber) y en el mejor de los casos imponiendo un monopolio (así lo hizo en todas las islas que pisó, menos en Japón, donde se vieron obligados a comerciar con educación y dulzura). La compañía del Atlántico, por su parte, es recordada por haber fundado Nueva Ámsterdam a orillas del Río Hudson y por haber intentado (sin éxito) protegerse de un ataque británico tras un muro al final de una calle en la parte baja de la ciudad. Hoy ese lugar se conoce como Wall Street.  

En Norteamérica, el proyecto de negocios francés no pasó de la fase de startup y pronto perdió la confianza de los mercados. La compañía del Misisipi, fundadora de Nueva Orleans, intentó financiarse con la venta de acciones y fábulas sobre el futuro del Delta. Los parisinos, entusiasmados, se lanzaron a comprar (algunos lo hacían tras pedir un crédito). Si bien al comienzo el valor se disparó, luego se empezó a oler el humo y las acciones cayeron en picado. Entonces el oficial de la compañía aprovechó sus contactos políticos para que el Banco Central de Francia volviera a inflarlas mediante una operación de compra compulsiva, pero al final la entidad se quedó sin dinero y la burbuja del Misisipi estalló. Como siempre, hubo quien logró deshacerse de las participaciones a tiempo, y hubo quien se quitó la vida. El resultado fue un estado endeudado al que solo le prestaban a intereses altísimos y que debía endeudarse aún más para pagar sus deudas (¿Te suena?). La crisis en Francia se prolongó hasta finales de la década de 1780.

Todavía faltaban casi dos siglos para que alguna gente quisiera saber, para que algunas sociedades occidentales empezaran a reaccionar de otra manera frente a esta clase de emprendimientos (como lo hicieron, por ejemplo, durante los conflictos en Vietnam o Argelia). Mientras tanto, durante los tiempos más prósperos del imperialismo siguió imperando la confianza (materia prima por excelencia). No siempre se trataba de crear nuevos mercados, a veces era mejor aprovechar los ya existentes. Senegal, por ejemplo, contaba entonces con un mercado bien organizado y una amplia red de distribución, cuya cartera de clientes no estaba en Europa sino en Oriente Próximo. La cercanía con el continente americano hizo que fuera más económico importar la fuerza de trabajo desde allí (y no del Lejano Oriente, donde también ya había un mercado de esclavos). En este escenario global, la oferta de este importante actor económico llamado África bastó para satisfacer la demanda caribeña, una vez extinguida la población originaria del Caribe al cabo de un par de décadas de expansión empresarial en la región. En el siglo XVIII las empresas de comercio de esclavos desde África también cotizaban en la bolsa, asegurando un 6 % de rentabilidad anual. El 70 % de la mercancía que llegaba a destino (sin haber perecido en la cacería o la travesía) iba a parar a las plantaciones de caña de azúcar («Donde hay comercio las costumbres son dulces»). Con lo que el oro blanco dejaría de ser un bien de lujo en Europa. Con lo que un día María Antonieta acabaría cometiendo aquel célebre sincericidio: «Que coman pasteles».   

Napoleón, orgulloso de su proyecto estrictamente militar, solía mostrar desprecio por el comercio: «Esa nación de mercachifles», decía de los británicos. Aunque fueron las fuerzas armadas de la corona británica las que enviaron al corso a retiro, el liderazgo inglés en el mercado mundial no dependía de la corona, sino (como en el caso neerlandés) de compañías privadas de navegación con un ejército ampliamente superior, como la British East India Company, empresa que operaba en la zona de India, Pakistán, etc. El caso inglés de expansión es particular, ya que, le gustara o no a Napoleón, además de la meta del crecimiento, tenían la del conocimiento. En definitiva, no se trató solo de un proyecto capitalista. Fue también un proyecto político y científico. Hay quien dice que incluso cultural.

Fue la misma British que propuso su estatización y la de sus colonias. Y a partir de entonces llevó las riendas del gobierno británico, que, como buen esbirro, estaba a sus órdenes y actuaba siempre que fuera necesario. Así los empresarios de la compañía podían dedicarse solo a lo suyo: el libre comercio. Cuando las autoridades chinas, ante el problema de adicción de su población, prohibieron la venta de opio, el cartel británico de la droga, con muchos ministros y diputados ingleses entre sus accionistas, le ordenó a su gobierno que le declarara la guerra a China en nombre de (una palabra que ya estaba tardando en caer) la libertad. Los chinos enseguida firmaron la paz, indemnizaron a los narcos ingleses por los cargamentos incautados/destruidos y entregaron Hong Kong. El ejército de la corona también se hizo oír en Egipto, con algún que otro cañonazo, interviniendo en favor de acreedores y accionistas británicos.

Por supuesto que nada de esto habría sido posible sin los conocimientos de balística y matemáticas (entre otros) aportados por Isaac Newton. Y es que, al menos en el modelo de negocios inglés, el capitalismo es impensable sin la ciencia. Lo revolucionario de aquel pensamiento científico fue admitir que no todo se sabía, y lo que se sabía podía ser refutado o ampliado. El conocimiento anterior, por el contrario, se presumía completo. ¿Para qué investigar o explorar si todo lo que se sabía o importaba saber ya estaba en los Vedas o el Corán, en las enseñanzas de Confucio o Gautama? Colón, como buen premoderno, también creía saberlo todo y murió sin saber. ¿Acaso las Sagradas Escrituras no hablaban solo de Europa, Asia y África, por qué habría de existir otro continente? Tanto Colón como los imperialistas nativos del continente al que llegó estaban convencidos de conocer todo lo existente (puede que aztecas e incas estuvieran incluso seguros de dominarlo). Para el europeo moderno, en cambio, la existencia de tierras hasta entonces desconocidas era la prueba de que había mucho más por conocer. Y en el caso británico, el saber no solo ya no representaba la verdad, sino que representaba el poder. Los barcos de las empresas inglesas de expedición, además de hombres armados, llevaban exploradores y científicos: mientras unos cartografiaban las costas (información muy útil para crear futuros nuevos mercados o conflictos), otros recogían muestras.

Así fue como una isla conquistó el mundo. Así fue como el enano europeo salió de la sombra, se hizo gigante y nos legó el mito bajo el que hoy vivimos. Claro que, invirtiendo lo del párrafo anterior, tampoco habría habido ciencia sin capitalismo. Sin inversores que financiaran y dirigieran ciertas investigaciones (y no otras) según sus Intereses de Desarrollo (I+D). Sin nobles, reyes o banqueros que esperaran beneficiarse con nuevas herramientas. Se puede concluir entonces que la ciencia no decidió el futuro, más bien fue empujada en una dirección por fuerzas políticas y económicas.

Con respecto a la Historia, como se sabe, no siempre ha puesto destrucción, exterminio y humillación en primer plano. Hay enfoques que se centran más en los beneficios del saber y la herencia civilizatoria (la cultura unificada, la democracia, el estado de derecho, las ciudades, la agricultura avanzada, el tren, el criquet, el balompié). El conocido poema de Kipling no hablaba de extraer recursos ni llenarse los bolsillos, sino de una misión (obligación) altruista, ingrata y sacrificada que el hombre blanco debía asumir. La Historia también recuerda que fueron los antropólogos y lingüistas ingleses quienes descubrieron más sobre el pasado de los pueblos conquistados de lo que los mismos pueblos y conquistadores anteriores habían llegado a saber. Desde esta perspectiva, entonces, fue el motor de la Historia lo que impulsó este proyecto europeo. Y fue un proyecto que estaba más allá del bien y del mal. Un proyecto en nombre de la ciencia. Una ciencia que no solo aportó las herramientas y el conocimiento, sino también el marketing ideológico. Aquella ciencia supremacista a la que no había que motivar para que legitimara y justificara, con determinadas interpretaciones y pruebas, el derecho de una raza a dominar sobre otras.     

Montezuma: ¡Qué obsesión con el oro! No se puede comer ni beber. Tampoco se pueden fabricar armas resistentes con él. ¿Para qué sirve?

Cortés: Para curar una enfermedad del corazón.

 

 

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