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18-04-2024 Notas

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Por Pablo Manzano

45 millones de ejemplares vendidos. ¿Cómo no te lo van a regalar para Navidad? Un libro para dummies, para mí, para aprender y piratear. Ignoro si Yuval Noah Harari trabaja con ghostwriters, pero da la impresión de que detrás de Sapiens podría haber más de uno, y que a veces no se ponen de acuerdo. En la solapa del libro la editorial destaca que este pensador estrella mundial es gay, budista y vegano: «La cría masiva de animales es el peor crimen de la historia de la humanidad». Hay que destacar también que Harari es israelí.

La idea central y más sugestiva de Sapiens es la de los mitos. Órdenes inventados que se presentan como naturales. Narrativas que sobreviven, mientras se siga creyendo en ellas. Sobre ellas se construye el mundo y se desarrolla la Historia. Fantasías consensuadas de ayer y hoy, como la esclavitud o la igualdad. 

El mito de la igualdad, según el cual todos somos creados iguales, es cuestionado por el ghostwriter del capítulo 6. Para la genética no somos creados, dice, sino que nacemos con un genoma propio que nos hace diferentes y únicos. Para el ghostwriter del capítulo 15 la diferencia genética es mínima, todas las personas somos casi iguales, y hablar de diferencias no es otra cosa que una forma de racismo enmascarado o de querer vivir del cuento de la antropología.

Con respecto a la esclavitud, Harari señala que ya existía una justificación bíblica: naturaleza libre, naturaleza esclava. Por eso quizá los americanos de las 13 colonias, liberales pero devotos, declararon una independencia basada en la igualdad y la libertad, seguida de una expansión basada en la esclavitud de africanos y el atropello de pueblos indígenas. En aquella declaración, la igualdad ante la ley era solo para las personas, y no todas eran consideradas como tales. La idea de libertad, por su parte, se limitaba a que el estado no metiera sus narices en los asuntos de la gente y respetara su propiedad. ¿Te suena?

La homofobia, al igual que el racismo, también encontró asidero en las Sagradas Escrituras. A un milenio de distancia de la antigua Grecia, la teología cristiana introdujo la distinción entre lo natural y lo no natural. La idea de que la naturaleza surge de la voluntad divina, cuyo fin es la reproducción, fue el argumento para condenar la homosexualidad. Pero la evolución y la biología, dice Harari, no conocen propósitos divinos. «La cultura prohíbe, la biología permite, y todo lo que la biología permite es natural». (Claro que si mencionara otros ejemplos menos simpáticos –y fuera de Overton– de lo que la biología también permite –incesto, pederastia, efebofilia, necrofilia, algunas formas de zoofilia–, su best-seller no se habría publicado ni en Amazon KDP).

Toda discriminación, entonces, todo sometimiento responde a un orden creado y necesario. Ya desde el comienzo la opresión fue tan esencial como la escritura para la organización política y social. El crecimiento de las ciudades se financió mediante el expolio de los pueblos agricultores. La apropiación del excedente de las tierras fue lo que alimentó y enriqueció a funcionarios, burócratas, militares, sacerdotes, artistas, filósofos, arquitectos y demás elites que más tarde llenaron las páginas de los libros de Historia. El robo al agricultor, sostiene Harari, fue lo que impulsó la civilización.

Al hablar de imperialismo, el ghostwriter de la página 237 parece celebrar la opresión. Maldecir la historia de los imperios, escribe, es maldecir la historia de la cultura. Las obras de arte más valiosas deben su existencia al sometimiento de los pueblos. Los imperios, además, no solo financiaban el arte y la filosofía, sino que integraban a todos sus pueblos sometidos superando la tendencia sapiens y provinciana de «nosotros y ellos». El ghostwriter de la página 460, por su parte, acusa mala conciencia y la empata: para millones de nativos de aquí y allá, víctimas del saqueo, la esclavitud y el desangramiento, sin duda los imperios no fueron nada bueno.  

Ya sea si se habla de razas, géneros, clases o castas, la superioridad y la diferencia que sostienen las jerarquías se describen en Sapiens como un producto de realidades puramente mentales. Se mencionan varios mitos. Uno de la China antigua, según el cual la aristocracia está hecha de arena dorada y los campesinos de barro. Otro de India, sobre la manifestación de la gran conciencia cósmica universal, de la cual surgió el mundo y por tanto las castas. Se habla de los arios (los que se parecen más a Apu que a Navalny), aquellos que, por haber conquistado India y Persia y haberse mezclado con la gente de allí, perdieron su pelo rubio y no fueron reconocidos más tarde como auténticos arios. Estas tribus arias también habrían creado un orden social ficcional, situándose en ese relato como la casta privilegiada.

Los Derechos Humanos, pese a ser incompatibles con la desigualdad, son para Harari equivalentes a la esclavitud o a cualquier sistema basado en la superioridad de una casta, etnia, raza o clase social. Es decir, vendrían a ser un mito más, contemporáneo y occidental, una especie de religión humanista con sus mandamientos: más bien deseos, y no tanto derechos. Sin duda este enfoque es la gran apuesta provocadora del autor (no creo que aquí haya un ghostwriter detrás), ya que lo retoma varias veces a lo largo de 500 páginas. Un apartado del capítulo 6 concluye con la caricaturización de un «fiel creyente» en los Derechos Humanos, al que el autor hace hablar cual hombre de paja. Y en el siguiente apartado Harari empieza dirigiéndose al lector: «Probablemente usted se ha escandalizado tras leer el párrafo anterior. No se preocupe, es normal reaccionar así». A la vez que define los Derechos Humanos como una narrativa actual, el pensador estrella mundial desplaza el marco de Overton para promocionar Derechos de otra narrativa minoritaria pero en boga: «Hemos logrado superar el hambre, pero sacrificando vacas y pollos en cadenas de montaje. La cría masiva de animales es el peor crimen de la historia de la humanidad». 

Al ser intersubjetivos, los mitos existirán siempre en mí, explica Harari. Aunque tome conciencia de ciertas narrativas (el dinero, el sexo en la pareja o una vida de experiencias) y de cómo determinan nuestros deseos, aunque me resista a celebrarlas y cumplir con lo que dictan, esas fantasías no dejarán de existir porque yo las abandone. Para que un fenómeno intersubjetivo desaparezca, la mayoría de la gente debe dejar de creer en él; eso, o morir. La Ley de Gravedad no es intersubjetiva, pues no cambiará ni desaparecerá, aunque la gente muera o deje de creer en ella. A diferencia de los Derechos Humanos, remarca el autor, la Gravedad no necesita ser defendida con habeas corpus, tribunales o cárceles. 

La misma validez científica le otorga Harari a una enseñanza budista más que conocida: «La ley que define el deseo como única causa del sufrimiento es una ley de la naturaleza y se cumple siempre y en todo lugar, tanto como la ecuación E = mc2». Con sufrimiento no se refiere a la insatisfacción de clase media. Según Gautama, según Harari, las causas del sufrimiento no son la guerra, el hambre, la injusticia, los genocidios o las enfermedades, sino el deseo. Nuestra actitud mental frente a todo eso. Entonces… ¿sufre quien es torturado porque desea que dejen de torturarlo, quien vio morir a toda su familia asesinada porque desea volver a verla con vida? Como sea, nuestra felicidad no depende de la percepción subjetiva o intersubjetiva, concluye el pensador budista, sino de librarse de ambas. No pensar nada, no sentir nada.  

Por último, Harari habla de mitos y sometimiento en relación con el género. Si en otras páginas se muestra disruptivo, aquí resulta más predecible y complaciente (como si hubiera oído una vocecita: ¿Querés que tu libro esté bien visible en las cadenas de librerías más importantes del mundo? Entonces, en este capítulo portáte bien). Lo más interesante de este capítulo es la exposición de cómo a partir de una diferencia biológica se construyó una diferencia cultural y social. El nacimiento de una niña en la antigua cultura china experimentado como un hecho luctuoso, la violación de una mujer en algunas sociedades arcaicas penalizada como un delito de propiedad, la imposibilidad (por ilógico) de que un hombre viole a su propia esposa, pues sería como robarse a sí mismo. Harari destaca que el género social, al ser intersubjetivo, se encuentra en cambio permanente, estableciendo siempre la diferencia en la atribución de roles. El aprendizaje de estos roles lo vuelve más complejo que el género biológico: no todo hombre biológico es considerado hombre a ojos del mundo, y lo mismo ocurre con la mujer. Si ellas temen no ser lo bastante femeninas, ellos temen no ser lo bastante masculinos. Hasta aquí viene bien, pero concluye con una frase para la endecha de America Ferrera en la película Barbie: «Siempre fue peor ser mujer». 

Harari no habla de heteropatriarcado blanco (toda una entelequia distópica –¿mito, narrativa?–, teniendo en cuenta que es en países como Egipto, Líbano, Irán, etcétera donde mujeres y minorías sexuales están más sometidas, reprimidas y perseguidas). El autor ni siquiera habla de patriarcado. Su texto ofrece más bien una semblanza de las sociedades patriarcales occidentales actuales. En ellas, afirma, no solo se les otorga a las mujeres escaso poder político (¿Para que puedan jugar el juego de los hombres?), sino que además se escatima toda inversión destinada a servicios y espacios para la mujer. Pero… ¿no se caracteriza acaso el patriarcado socialdemócrata (al menos aquí en Viena) por sus dignas intenciones sutilmente inhibitorias: cursos para mujeres, formación para mujeres, salud para mujeres, planes y programas para mujeres, charlas para mujeres, becas para mujeres, desayunos para mujeres, subvenciones para mujeres, excursiones para mujeres, lecturas para mujeres, asesoramiento para mujeres, apps para mujeres, exposiciones para mujeres, café para mujeres, leyes para mujeres, proyecciones de ficciones empoderadas para mujeres? 

Explicar el sometimiento ancestral de la mujer por parte del hombre no resulta sencillo, admite Harari. Las teorías de la fuerza física y la agresividad quedan descartadas. La agresividad no prima tanto como la capacidad de pactar o tejer alianzas. En cuanto a la fuerza, los hombres son más fuertes «solo en promedio» y las mujeres son más resistentes a las enfermedades, el cansancio y el hambre. «Si se tratara de fuerza y resistencia, las mujeres habrían obtenido una tajada más grande del pastel». La fuerza física tampoco es condición para someter y mandar (basta pensar en ancianos liderando imperios o mafias), más bien una característica de las capas sometidas que realizan los trabajos más duros, tanto hombres como mujeres. Aquí Harari equipara las minas de carbón con las tareas del hogar, la obra de construcción en Qatar con la limpieza, el campo de batalla con el cuidado de personas. Olvida que los hombres son descartables. 

Finalmente se pregunta: ¿Por qué las primeras sapiens, dependientes de ayuda y apoyo durante el embarazo y la crianza, lo terminaron recibiendo de otros y no de otras? Y a continuación arriesga con una analogía de machos y hembras en sociedades de bonobos. Harari sabe que esta concepción del mundo basada en la naturaleza, la evolución y la biología goza de rechazo en el ámbito de los estudios de género, pero también sabe (o cree) que convencerá. Las bonobas, debido a su espíritu cooperativo, dominaban en esas comunidades, mientras los bonobos egoístas permanecían en la periferia matándose entre ellos. ¿Por qué no sucedió así entre homo sapiens, que al fin y al cabo son animales cuyo éxito se debe a la cooperación? ¿Por qué las mujeres, dotadas de mayor competencia social, no pudieron desbancar y dominar a hombres violentos, competitivos e individualistas? ¿Cómo un grupo tan cooperativo acabó sometido por otro tan poco cooperativo? Esta, remata Harari, es la gran pregunta de la historia del sometimiento.  

 

 

 

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