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26-04-2024 Notas

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Por Cristian Rodríguez

Veo personas estalladas y aterradas durmiendo en la vereda con sus colchones y sus mantas de campaña permanente, veo chicos jugando al borde de las zanjas en las luces mortecinas de la ciudad sin poder dormir, a pasos del Konex, bajo las vías del tren Sarmiento, multiplicándose por el país que duele. Veo dengue y malaria en la piel de muchos argentinos, veo también un grito firme y amoroso en la comunión del 24 de marzo en la que seguimos los hijos y los multiplicados, es por el Nunca Más a 48 años del Golpe, veo mi propio libro del Informe de la Conadep raído y firme desde el primer año que salió, acompañándome en estos últimos 40 años.

Veo que todavía habremos de nombrar la desventura las veces que sea necesario, Parque de la Memoria, Monumento de las Víctimas del Terrorismo de Estado, por eso son crímenes de lesa humanidad y no delitos criminales comunes. El único monstruo mitológico de dos cabezas yace en la fantasía de los golpistas y los obsecuentes de espíritu. Dos debates que los organismos de Derechos Humanos no olvidan, sólo que son diferentes. Y poder decirle a un negacionista ilustrado, que sostiene que todos los terrorismos son la misma cosa, “lo que acabas de decir es un grave error jurídico”. Petulancia y pragmatismo con la que huelen la sangre los que dicen entre líneas y también a voz en cuello: “ustedes son un cáncer.”

Veo al tío de Milei en las noticias, a las puertas de un desalojo, con su bicicleta de repartidor, a los 64 años de edad. Veo muchas noches de los bastones largos, agazapadas a las puertas de las universidades públicas y veo también muchos bastonazos a los jubilados y su movilidad, al modo de una rancia argucia que pretende reinstalar las AFJP. Veo un poder pendenciero, veo una iglesia filantrópica, veo el horror que sin dudas vendrá y se yergue desde el poder financiero. Veo a alguien que se llama Toto, y es sobrino o primo hermano de esta bicicleta financiera, pero no es el perrito de Dorothy y esto no es el Mago de los Oz, ni Buenos Aires es la Ciudad Esmeralda. Veo como se nos escurre de entre los dedos el oro de los días, lo que alguna vez fuimos, lo que alguna vez leímos, lo que transformamos con esfuerzo intergeneracional.

Igual seremos con nuestras marcas identitarias, cuestión de tiempo y participación. Imaginando que Sobre el deber de la desobediencia civil de Henry David Thoreau es una ofrenda de flores silvestres para no admitir, disentir, plantarse ahí. Veo cómo la propia poesía de Pizarnik vuelve a tocarme en una espiral de incienso y de veneno dulce. Por momentos más que ver presiento esas muertes próximas, toda esa humanidad haciendo fila para morir, y a pesar de eso afuera hay un sol y cantamos. El año pasado nos habíamos despedido con Alejandra, La Pizarnik, ella y yo, fue en la muestra que hicieron en la Biblioteca Nacional, se lo dije a su hermana Myriam, “me despido de ella y de mi propia profunda tristeza adolescente”, lo irreversible de los dolores familiares. Pero no, Alejandra, vuelvo a tomarte en mis brazos, vuelvo a tus abrazos y a mi admiración hasta extraer la piedra de la locura ¿Podremos? ¿Cómo se hace para no sentirnos tan solos y desamparados en esta época de crueldad obediente?

Veo mi incierto e impreciso devenir en la foto que guardé de Gandhi esquelético, imprescindible, de torso desnudo, a su lado Nehru, hablándole a una multitud de mujeres, con su escueta vestimenta hecha por él, para recordar a una multitud de miles y millones que el hilo de la rueca tiene que rodar entre nosotros, que habremos de compartir el hilo para emanciparnos. 

Veo el estupor en mis amigos y veo la tristeza de otro amigo que fui a ver al hospital, porque esta es época de caídas y espirales sociales descendentes. Veo mi propia niñez arrebujada en las palabras iniciales de Saint Exupéry, ese principito, ese niño de la dedicatoria que habla del dolor de los grandes que hablan como niños a los niños adultos. Tienen verdadera necesidad de consuelo. Tienen hambre y frío. “Si todas estas excusas no fueran suficientes quiero dedicar este libro al niño que esta persona grande fue en otro tiempo. Todas las personas grandes han sido niños antes”. Veo niños ávidos de sueños y pelotas que giran en el vacío, y en ese vacío sueñan sus pesadillas familiares y también sus consuelos.

Te lo digo a vos también, que estás aquí, ante mí, para amarme o despecharme. Te veo profundamente a los ojos. Es la realidad última que nos vuelve humanos en la desgracia. No sé cuántas noches habrán de pasar entre músicas, duermevelas o insomnios. Veo un film de Wim Wenders que toma su nombre de un poema musical de Lou Reed, Días Perfectos, en plural. Pienso si será posible la transformación en plural.

Veo que mi vieja guitarra eléctrica me mira y se ríe, porque es más sabia que yo. La hicieron hace cincuenta años unos jovencitos de la industria nacional, Fanta Beadoux y Guido Mela, y tomó el nombre de una banda del Flaco Spinetta con Papo que finalmente no fue: Tórax. Sí, necesitamos poner cuerpo también. Entona sus propias melodías de rock argentino, de antigua resistencia a los totalitarismos. Veo que naufragar no es un destino, pero es, en este momento, un beso necesario para continuar. Veo que habremos de conseguir mucha madera. Veo cómo alguien, siguiendo El llamado de la selva de Jack London, escribe El Oso en pantalón jeans, y recupera su libertad y su contento. Y entre todas esas voces, veo también el rostro del amor. Me pregunto cómo hacer para pintar entre todos un lienzo que tenga el aroma del retorno.

Veo que mi amigo Cortázar, que volvió al país porque lo embriaga la democracia y le duele -aún hoy- el dolor del exilio, no puede pronunciar mi erre de Rodríguez, le patina con una cadencia hermosa y me invita a proteger mi alma leyendo Rayuela, siendo Rayuela mientras tanto, para transportarnos, del lado de allá al lado de acá. Tal vez él, que me conoce mejor, sabe que no quiero diáspora, ni exilio de mis conciudadanos y los querré acá, como cantó Nacha Guevara, que extrañaba las luces de nuestra ciudad, nuestro país.

Curiosamente no veo gente muerta, como ocurre en Sexto Sentido del país del norte. No me pretendo ese niño de poderes telepáticos. No me pretendo superhombre, superlativo que mira a través de la vida y la atraviesa sin vivirla. Ni quiero ser ese psicólogo que ya estaba muerto y no lo sabía. No quiero ver más gente muerta en mi país, ni sicarios del mal y el sufrimiento. Acaricio una de esas monedas acuñadas en Tecnópolis con las caras de los Premio Nobel Argentinos. Paso la yema de mis dedos ásperos por ellas y eso me hace vivir, son caricias afortunadas las que ellos me devuelven. Quiero ver el otoño en plenitud y el ciclo invernal, y quiero volver a ver la vida florecer.

No sé cómo se lucha para lograr esto. Sólo sé que es menester, cuando sea requerido, acudir a la voz hipnótica de la marea en las calles y de las marchas que nos convocan, nos llevan, nos traen. De ellas volvemos en estado de gracia por unas horas mágicas y misteriosas, ebrios de los mejores vinos que nunca beberemos salvo en esta ensoñación, en esta respiración común, y luego se aprende de esto. Tenemos ese misterio compartido entre los cientos de miles que abrazamos la Plaza, las madres, las abuelas. Abrazos oceánicos entre millones y generaciones. Ya no tendremos que llorar frente a la enorme bandera argentina con los rostros de los desaparecidos porque los traeremos vivos, ni llorar escondidos en anteojos andrajosos de sol, porque habrá mañana.

 

 

 

 

 

 

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