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Por Leandro Diego
Una urgencia se atraviesa en un estado de vacío en el que no solo no hay futuro sino tampoco interioridad. La urgencia proyecta hacia afuera: predispone no solo a mirar el mundo de una manera más directa, como si algo en la subjetividad se hubiera detenido, sino incluso al vínculo espontáneo.
En general estas situaciones requieren de una movilidad inmediata, por lo que es habitual viajar en taxi, Uber o sus equivalentes. El soundtrack suele alternar entre la conversación banal y efeéme Vale. El conductor aporta opiniones superficiales y anécdotas narradas desde una suerte de podio experiencial; la radio, baladas latinas y reguetones tristes de tipos que quieren matar a otros tipos o maldecir a alguna mujer. Con mucha suerte puede tocar un auto con Aspen en el que un Phil Collins o un Elton John te revivan, te carguen de una energía inesperada que te saque de vos, mostrándote que incluso en la pura desesperación seguís pudiendo sonreír. Que te recuerden, mientras mirás por la ventanilla una ciudad que pasa cuadro a cuadro, que –como estaba escrito en el anillo de Julio Grondona– todo pasa.
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Blindar significa «proteger exteriormente con diversos materiales, especialmente con planchas metálicas, una cosa o un lugar contra los efectos de las balas, el fuego, etcétera» pero también «poner en un contrato laboral alguna cláusula que garantice una indemnización muy superior a la normal en caso de rescisión anticipada».
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Late night with the Devil se viene mencionando como una de esas bocanadas de aire fresco que vienen cada tanto a revitalizar un género, en este caso el de terror. Y tenía todo para serlo. Pero sus directores (los hermanos Colin y Cameron Cairnes, seguidores de Spielberg, Carpenter, Cronemberg y Romero) decidieron otra cosa.
Dice Adriano Duarte en esta aguda reseña para la Revista 24 cuadros: «Late Night with the Devil muestra los videotapes hallados de la trágica emisión en vivo de Night Owls with Jack Delroy, ocurrida el 31 de octubre de 1977». Es exactamente así: se nos muestra un resumen del clima del mundo en 1977, se nos muestra una mini biografía de Jack Delroy con los picos altos y bajos de su trayectoria y su vida profesional, se nos hace saber que en la emisión de esa noche el tipo se jugaba su carrera. Acto seguido se nos informa explícitamente que lo que vamos a ver es el programa de esa noche, el 31 de octubre de 1977, noche de Halloween con emisión en vivo, con el agregado de algunas tomas nunca vistas del detrás de escena.
Pero en el último cuarto de película Colin y Cameron se cagan en todo lo que nos estuvieron haciendo creer y nos muestran cosas que pasan en la cabeza del torturado presentador. Rompen lo único que una obra de ficción no puede romper: el pacto de lectura. Deberían indemnizarnos.
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Siempre tuve, adentro, un sentimiento negativo del que no me puedo desprender. Los que no lo tienen ni se preocupan por entenderlo lo decodifican como resentimiento. Pero no es resentimiento. Es otra cosa. Algo más ligado a la imposibilidad de creer que lo que hay es lo mejor que podemos hacer. Esto se traduce en una constante exigencia de mi parte hacia el mundo (¿esto es lo que pueden?, ¿esto es lo mejor que pueden?) que vale para todo: trabajo, pasatiempos, vínculos, menesteres cotidianos.
La historia de la humanidad ha dejado la vara bastante alta en casi todo. No obstante, vivimos como si esa vara no existiera y hacemos todo «más o menos bien». ¿Por qué? ¿Qué se guardan las personas al no dar todo o al menos lo mejor que tienen? ¿Para qué lo guardan? Marcela, mi terapeuta, me ofrecía esta explicación: nadie se guarda nada porque nadie tiene nada para guardar: no hay más de lo que hay. Esto me resulta difícil de asumir: ¿por qué yo tengo y los demás no? Y mejor aún: ¿yo tengo?, ¿realmente tengo eso que creo que los demás mezquinan? He pensado mucho este asunto a lo largo de los años y he llegado a la conclusión de que sí, de que yo doy, en general, en casi todo lo que hago, algo más.
Lo que no creo es que eso sea fruto de una especie de plusvalor que ha venido conmigo. Tampoco de un trabajo o de un esfuerzo que me tomo para con lo que hago o doy.
Nunca pude estudiar “para un seis». O estudiaba o no estudiaba. O me iba bien o me iba mal. Si me sacaba un seis no era por haber calculado el grado de mi esfuerzo sino por haber estudiado poco. No hay dudas de que algo pasa con mi escala de grises, de que no soy ducho en la materia dosificación de la energía: o estoy muy arriba o me duermo sentado.
Llegando a mis cuarenta años, estoy empezando a pensar que esto tal vez no sea un defecto.
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Cierta noche le escuché decir a alguien que la derecha casi siempre escribe mejor que la izquierda porque no tiene la necesidad de ser pedagógica: puede hacer lo que se le cante, remató ese alguien.
Es cierto: las ideas de la(s) izquierda(s) necesitan de la doctrina para expandirse. Las de la derecha no.
Las ideas de derecha se expanden por pereza.
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Vi la película Imprenteros, último bastión de una especie de imperio cultural que la familia Vega supo construir alrededor de su historia. Imprenteros fue primero una obra de teatro, después un libro y, ahora, también una película documental que mezcla fragmentos de la obra de teatro con el proceso de gestación del libro y textos leídos por su protagonista.
La película tiene un aura celebratoria de la experiencia creadora (del libro, de la obra, y también de la propia película) que fue alegremente recibida por la sala. A mí no me llegó. Tuve la sensación de que los aplaudidores habían leído el libro y visto la obra (yo no).
Cuando una experiencia creadora no deviene (por la razón que sea) en experiencia estética para el espectador, ¿en qué se transforma eso que no llegó a consumarse como obra? ¿Qué es ese documento que queda del proceso creativo cuando la (no)obra no es más que el testimonio de su hechura?
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El jardín de las máquinas parlantes es una novela de Alberto Laiseca cuyo protagonista es el Gordo Corvina Sotelo, un escritor que va a todos lados con el manuscrito de su libro inédito porque está manijeado: es decir, vive en un estado constante de obsesión que lo hace experimentar el mundo como un gran problema. Todo es terrible porque todo lo aleja de la manija, que es en su caso es la literatura. La consecuencia es que, a causa de la manija, el Gordo en verdad no es. Por suerte existe un grupo de esoteristas dispuesto a desmanijearlo. Entre ellos, hay uno, De Quevedo, que lo toma bajo su tutela. Sotelo se convierte en su discípulo y, juntos, durante toda la novela, libran una larga batalla contra los chichis, entidades que voluntaria o involuntariamente operan sobre el manijeado para mantenerlo manija. La cosa se complica porque un chichi puede ser un amigo u otro esoterista que se acerque a Sotelo con buenas intenciones, pero, también manijeado y sin saberlo, termine potenciando la manija.
La lucha particular de Sotelo es una manifestación de la lucha milenaria entre el Ser y el Anti-ser, uno de los canales por los que se expresa esta batalla astral que compele al Universo mismo y por ende también a nosotros. Todos estamos rodeados de chichis y manijas. A todos, diariamente, nos intenta colonizar el Anti-ser. Una de las formas mediante las que logra habitarnos es la pereza.
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Fui a la confitería La Pasta Frola en busca de un sándwich de miga de alcauciles, un triple especial del que Romi es fan y, con el tiempo, yo aprendí a apreciar. Nos atendió un tipo muy raro que le estaba contando a una colega (que arrastraba los pies al andar) que había estado a punto de ir a ver la obra de Esperando la carroza. La señora preguntó varias veces cómo iba a ir, quién le había conseguido la entrada. Pareció decepcionada cuando el mozo le contestó que nadie, que se la iba a pagar él. Mientras esperábamos el pedido le pregunté al tipo si podía pasar al baño. Me dijo que estaba ocupado, que él en persona me iba a venir a avisar cuando estuviera disponible.
Me puse a mirar todo lo que vendían: unos turrones artesanales con obleas enormes, tortas Sacher (una torta alemana de chocolate y damascos cuyo inmediato anhelo me hizo sentir viejo), ensaimadas tamaño jumbo, facturas que nunca he visto en otra parte, bombones, masas finas, vino, cerveza y, por supuesto, la tarta que le da nombre al lugar, en tres tamaños diferentes: individual, mediana y grande. En cierto momento apareció una nena que fue recibida por mi mozo, que también atendía atrás del mostrador. Le envolvió una tortita negra en una servilleta y se la dio. La nena le preguntó por una empleada, que resultó que estaba de vacaciones. La nena preguntó si él, mi mozo, también tenía vacaciones. El tipo le explicó que todos tenían, que se iban rotando para que siempre haya alguien para atender. La nena saludó y se fue. En el intercambio no intervino ningún dinero.
El sándwich lo hicieron en el momento: no vino de la heladera sino de la cocina. Parecía seco pero estaba correctamente humedecido. El pan venía untado con mayonesa y, a diferencia del de Las Violetas, donde lo maridan con jamón, tenía queso. Estaba exquisito.
Del baño nunca me avisaron nada.
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