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Por Leandro Diego | Portada: Romina Guarda
Hace un tiempo compré las obras completas de Joaquín Giannuzzi, un poeta que he leído poco y principalmente por haber sido referente de otros poetas que siempre sentí cercanos. Supe, al leer a Giannuzzi, que algo nos vinculaba. Por eso me compré sus obras completas. Pero cada vez que me asomaba al libro me terminaba preguntando qué habría visto en él.
El otro día me tiré en la cama dispuesto a resolver si había match o no. Leí varios poemas del primer libro (la edición está ordenada cronológicamente) y no pasó nada. Me fui a los últimos, de principios de los noventa, y me parecieron mejores pero todavía ajenos, muy lejos de la cercanía que sentí cuando lo conocí. Entonces, sin saber por qué y sin haber hecho esto nunca antes con ningún otro poeta, empecé a leerlo en voz alta.
Nunca escuché leer a Giannuzzi. Pero algo pasó. Empecé a leer con una voz, un tono y una lentitud que no reconozco mías. Con una cadencia y una fonética tirando a paisanas que Romi, que me escuchaba desde la otra pieza, definió como papales. Dijo que parecía Era.
Seguí leyendo, embriagado por la certeza de que había pasado algo importante.
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Después de años de sentir el impulso y no ejecutarlo, fui a ver a MujerCebra. Mi empuje terminó arrastrando a cuatro personas más. Estaba fresco para hacer puerta así que, por primera vez, cambiamos la cerveza por vino. Lo tomamos en unos vasitos de papel de Merlina que trajo Darío. Con eso y unas falsas Pringles de Carrefour le presentamos una digna batalla al frío. Me hizo mucho daño ver que habían removido la tarima que rodeaba el árbol de la esquina de Humboldt y Niceto Vega. No estaban, tampoco, las chicas que venden empanadas veganas. Pero sí las señoras que venden cerveza helada en bolsas que parecen no tener fin. Una de ellas se nos acercó, hurgó en nuestra bolsa sin impunidad y nos preguntó qué tomábamos. Nos preguntó si no éramos demasiado viejos para estar ahí. Tienen catorce años, agregó errándole por mucho a la edad promedio de la fila que avanzaba a nuestro lado.
El show estuvo genial. MujerCebra suena bárbaro, tienen un repertorio sólido y una crew de fanáticos dispuestos a corear solos, hacer mosh y hasta prender un encendedor en el momento de la balada que promedia el segundo de sus discos. Por un momento sentí que me envolvía una atmósfera sonora similar a la que habrán sentido los que pudieron ver Dynamo en vivo en los noventa.
La noche terminó en casa, con vino, guiso sin carne, bombón escocés de pistacho, el canal de YouTube Historia de la televisión marplatense y un compilado de propagandas de Norbert Degoas, que a once a años de su muerte, nos sigue alegrando la vida.
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Una de las primeras cosas que uno descubre cuando empieza a leer es la infinitud. Y la experimenta como una tempranísima consciencia de la mortalidad: la misma que llevó al joven Sabato a una profunda tristeza cuando calculó el tiempo que le llevaría leer todos los libros que le interesaba leer y descubrió que no le alcanzaría la vida.
No sé Sabato, pero de esa certeza demoledora yo me repuse eligiendo. Si no se puede leer todo, me dije, es evidente que siempre voy a leer «algo». El asunto era qué algo: con qué criterio hacer el recorte de lo que sería mi experiencia de la literatura. Muchos resuelven esto segmentando. Ahí están los que eligen leer el presente, lo local, el pasado, lo inédito; los que eligen leer a sus amigos o, por el contrario, los que solo leen autores que no estén vivos; los que eligen un tema, un género o un formato; los que eligen una ética, una estética, etcétera.
Me pregunto si, ante la amenaza de la vastedad, la segmentación no será un chichi. Me pregunto si a la ética del recorte no convendría oponerle la pasión por el corte.
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Un amigo me prestó un libro de un poeta yanqui traducido por un chileno. Llegué hasta la mitad con mucho esfuerzo: me estaba pareciendo una gran cagada. Confío en el criterio de mi amigo y en el de muchas otras personas que hablaban muy bien de este poeta. Pero no sería la primera vez que, frente al consenso general, me descubro solo y triste en una apatía irremediable. Como la edición era bilingüe, sin esperanzas, empecé a leerlo en el idioma original. Fue una experiencia completamente diferente. Si yo tuviera que traducir poesía, aun sin haber estudiado nunca inglés, hubiera hecho algo muy distinto a lo que hizo el amigo chileno. Lo seguí leyendo en inglés. El tipo, el autor, efectivamente era genial.
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A mí no me interesan los libros, los discos, las películas. Me interesa la obra. Cuándo hay obra, cuándo no, y qué es lo que determina que la haya. Para muchos, esta cuestión supondría tener que definirla. Para mí no. Adhiero a la idea de que, como a la poesía, a la obra no se la define sino que se la reconoce. Y estoy seguro de que esa operación no depende (exclusivamente) del intelecto. Pero así como la poesía y el espíritu soplan donde quieren, la obra, que no es una unidad sino una serie de (dis)continuidades, no.
A esta altura tengo la sospecha de que el trigger que define si hay o no hay obra no lo gatilla –únicamente– el artista. Hay una instancia intermedia que identifico con mucha facilidad en la música (la figura del productor, del ingeniero de sonido) pero que, por alguna razón –y que me perdonen los editores contemporáneos–, me cuesta ver en nuestra literatura. Muchas veces he leído y escuchado que un artista puede ejecutar mejor su arte cuanto más se desentienda del resultado. Puede ser. Pero el arte y la cultura son esos resultados. Y esos resultados son los que, en buena medida, moldean las obras por venir.
Se me ocurre una pregunta fudamental para un potencial proyecto editorial: qué puede hacerse con un texto para que sea leído como una obra.
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La frontera como defensa férrea y material de una ética: estar pero no estar. Nada de infiltrarse y dreamear cambios desde adentro. Tampoco jugarla de outsider porque afuera no hay. Habitar el borde, el límite, la cornisa de todo lo que se cristaliza en su socialización.
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Estoy sentado en un vagón de la línea B y enfrente tengo a un tipo con cara de asco. No estoy seguro de que esté expresando asco. Más bien parece una de esas caras que expresan algo todo el tiempo, como si una mueca se les hubiera adherido a las facciones. Me doy cuenta de que este mismo tipo había tirado una queja al aire cuando demoré dos segundos más de lo ideal en pasar mi Sube por el escáner del molinete. Ahora mira a una señora que viaja a su lado con muchas bolsas. Se separa unos centímetros de ella y entonces me pregunto si habrá o no una relación determinista entre las caras y los temperamentos: este tipo ¿siente asco o no?
Saca un Kindle de la mochila y se pone a leer. Cuando el subte sale de Pueyrredón, el impulso trae algo que viene rodando de otro vagón. El tipo transita el resto de las estaciones, con su inflexible cara de asco, ignorando la mata de pelo ajeno que se ha detenido sobre su inmaculada zapatilla bordó.
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