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Por Pablo Manzano
Para matar y no morir, el guerrero oriental requería de una elevada percepción (perfección) espiritual. Su estado mental y meditativo se asemejaba al del sabio. Ya fuera indio, chino o japonés, se cree que antes de cercenar una cabeza experimentaba la unidad ideal con el universo. Ese estado de conciencia en el que, según dicen, queda suprimida toda forma de fragmentación y todo se funde en una totalidad indiferenciada: el Uno, el Orden Superior, el Principio Unificador…
En la cultura occidental, en tiempos de Heráclito, esa totalidad en perpetuo cambio era el Logos: la visión monista y orgánica de la interacción cíclica de los opuestos, donde los opuestos forman una unidad. Fue la escuela de Elea, mucho antes que Descartes, la que rompió con esta unidad e introdujo el dualismo característico de la filosofía occidental. Para Kant, sin embargo, en el mundo de los fenómenos somos individuos diferenciados, mientras que en la realidad inaccesible del noúmeno somos un todo unificado. Lo que (soslayando al guerrero) podría explicar la empatía y la compasión.
Esta realidad integradora, según el misticismo oriental, no es inaccesible. La meditación permite reajustar la mente y sentirse parte del Todo Interconectado. Nuestra percepción ordinaria, si bien es útil en nuestro entorno diario, no sería más que una ilusión, una abstracción intelectual que nos mantiene atados a la realidad burocrática de las cosas separadas y clasificadas en cajones. Cosas firmes y sólidas que suscitan apego. Aferrarse a esas formas fijas (ya sean objetos, sucesos, personas o ideas) y oponerse al cambio equivale a vivir atrapado en un mundo que brota de la discriminación. La liberación está en transcender esa visión fragmentada y estática. Para quien lo consiga, el coaching de la filosofía oriental augura beneficios: «El sabio que se hace con el Tao reconoce patrones en ese flujo cambiante y procede triunfando en todo lo que emprende». Ahí va otra: «El que se conforma al curso del Tao encuentra fácil dirigir el mundo entero» (ambas de un tal Huai Nan Tzu).
El Tao es el Brahman de los hindúes y el Tathata de los budistas. Lo llamen como lo llamen, esa realidad trascendental, aunque accesible, trasciende conceptos y no puede describirse. Eso dicen. Sin embargo, siempre han abundado esfuerzos por describirla y escribirla. Millones de páginas, millones de ejemplares. Como si solo fuéramos lenguaje, como si solo tuviéramos palabras (a veces solemnes, a veces cursis, a veces cínicas) para todo aquello ajeno a las palabras.
Los monismos orientales suelen seducir a cierto target occidental (reconexión, transformación, abrazo consciente, danza cósmica, inmersión sonora, trabajo personal, estar presente), que, seducido también por lo político, se revela formateado por el maniqueísmo monoteísta. Frente a un hecho bélico, un hecho electoral, ya no se aplica la prédica del somos UNO, de que cada ser es la manifestación de una realidad última, de que «el Todo está en cada uno y cada uno está en el Todo». En tales ocasiones, ese canto deviene en el gruñido ético del bien y el mal: les nuestres y los otros.
No es casual que ya en tiempos remotos el concepto del Tao fuera extrapolado y desvirtuado, que el confucianismo lo confundiera y le diera una interpretación moral, política y social: la del Tao de la sociedad (un todo sin fragmentación), la del buen gobierno (algo más próximo a Mao Tse que a Lao Tse). Pero Chuang Tsu, el segundo después de Lao, decía lo siguiente: «Un taoísta no se esfuerza en lograr el bien ni el buen gobierno». Y acá va una del propio Lao Tse: «Cuando todos entienden lo bueno como el bien, se está creando el mal». Para Gautama, por su parte, despertar era ir más allá de las diferencias y los opuestos (necesitó siete años en el bosque para darse cuenta). En su amplio espectro, el pensamiento místico oriental se centra en superar contraposiciones dualistas, aceptar los ciclos de cambio y no luchar por el bien para eliminar el mal. «Aquello que deja aparecer ahora la oscuridad, ahora la luz. Eso es el Tao». Pero puede que también yo esté interpretando, extrapolando de manera torpe. O puede que esa realidad integradora, en la que cada individuo es el reflejo de la Unidad, solo sea accesible para místicos profesionales, y que para los profanos (incluyendo a la burbuja consumista del target seducido) sea más bien la verdadera ilusión. La visión holística que se luce con coquetería, como un parietal rasurado.
La visión de un todo integral también es compartida por la física moderna. La disolución de los opuestos se da tanto en la física relativista (espacio y tiempo) como en la cuántica (partículas y ondas). Esta última no concibe el universo como entidades aisladas, sino como una telaraña de interacciones fluctuantes: creación y destrucción. Y es que, al parecer, penetrando en la materia se hace evidente la unidad de todas las cosas y todos los sucesos. En la realidad subatómica todo estaría interconectado, como en el Tao. Una partícula se compone de todas las demás y solo puede definirse por sus conexiones, que se alternan configurando la textura de la totalidad. Si en el mundo macroscópico las conexiones son locales, a medida que nos sumergimos en dimensiones más pequeñas se aprecia la influencia de conexiones no locales (el entrelazamiento de partículas a distancia que un Einstein porfiado se negó a aceptar). Las interacciones en ese espectro micro, además, carecen de causalidad, por lo que la cadena de causas y efectos quedaría reservada a la experiencia del mundo visible y predecible de la linealidad temporal (y a las series de Netflix).
Al desarrollar el concepto de sincronicidad, Jung se nutrió de la idea del Tao, y, aprovechando su paralelismo con la física cuántica, se valió de las conexiones no causales ni locales de las partículas para darle solidez argumental a sus observaciones. El propósito era comprender cómo las personas crean conexiones. Analizando una «coincidencia significativa» entre un suceso psíquico (un sueño, por ejemplo) y uno físico, sin que exista ninguna relación causal, Jung incita tanto al pensamiento mágico como al escepticismo científico más ultra. Más allá de eso, la sincronicidad se basa en la interconectividad, en la idea de que todos los seres conforman un organismo animado por una conciencia única («El número total de mentes es una», afirmó Schrödinger) y de que existe un orden en todo cuanto acontece. Así, toda la historia del universo y la humanidad sería un despliegue de los diferentes aspectos de ese Orden: el Uno, el Todo, el Principio Unificador. O, como lo llamaría mi amigo Javier, el centro que marca el ritmo.
Me acordé de Javier no solo por su libro (A propósito de Majorana, Mondadori, España, 2015, novelón), sino por un episodio de sincronicidad que ocurrió hace década y media. Llevábamos mucho tiempo sin vernos, sin hablar, en la misma ciudad pero distanciados, hasta que una noche estaba soñando con él y me desperté con el teléfono sonando: era Javier. Colgué espantado (era un fijo, se podía colgar) y arranqué el cable de la pared. Más tarde, civilizadamente, llamé a Javier y le expliqué mi reacción.
En el libro de Javier los encabezados de los capítulos sitúan la acción en «el presente» o «algunos días antes», lo que interpreto como una ironía, voluntaria o no, ya que en realidad nunca hay ni antes ni después. El tiempo lineal, rígido, inmutable, newtoniano, telón de fondo de casi todas las historias, se va alterando, y todo culmina con una experiencia Aleph del narrador en un instante dilatado. No se trata de una novela adornada con cuántica, más bien es el resultado de un proceso creativo inspirado por esa teoría.
La idea de un centro que marca el ritmo está muy presente en el libro de Javier, y se plasma en interacciones (interconexiones) que invitan a apreciar la armonía coreográfica del todo, más allá de las partes: el vuelo danzante de una bandada de pájaros; la cadencia musical y hasta «bella» del tráfico alborotado en las calles de Nápoles; una ceremonia en la que el narrador percibe a la multitud como células de un organismo que los contiene y engloba (también a él). Durante la lectura no podía evitar pensar en otros ejemplos menos simpáticos y pintorescos: motines, linchamientos, batallas, bombardeos, masacres, revueltas, malones, desfiles con brazaletes y brazos en alto, marchas con antorchas. ¿No emergen también esas interacciones de un patrón fluido y cambiante?, me preguntaba. ¿No se vislumbra también en ellas una danza armónica de conjunto, por encima de las partes? ¿No obedecen esas manifestaciones también a un orden, a un centro que les marca el ritmo?
Las aberraciones, según le explica un físico nuclear al narrador de la novela, tendrían su origen en el hecho de que la humanidad ha perdido el contacto con el centro. «La bomba atómica es solo un ejemplo. Sin un centro en el cual reflejarnos no hay música que marque el ritmo». Aquí me pregunté si ese contacto con ese centro alguna vez había existido, bajo algún paradigma, sociedad o civilización (o incluso antes). Recordé la nostalgia del paraíso taoísta, según Chuang Tzu: «El hombre de la antigüedad, cuando todavía no se había desarrollado la condición caótica, compartía la plácida tranquilidad del mundo. En aquel tiempo el estado de unidad era perfecto, no existía acción por parte de nadie y nada recibía daño alguno». Pero recordé también las teorías evolutivas sobre el primer Sapiens, que, según se cree, ya habría empezado a alterar el medio ambiente con la técnica del quema y tala, habría sido el responsable de las primeras extinciones en Australia y en dos mil años habría eliminado hasta el último mamut en Alaska (por no mencionar lo de los neandertales).
Según el físico de la novela de Javier, los males no son la expresión del Orden, sino de una concepción fracturada de la realidad. «Un individuo que no tiene una visión unificada del universo tampoco puede entenderse como parte de esa totalidad». Pero, hablando de totalidad, ¿no decía ese taoísta griego llamado Heráclito que Dios es Todo: día, noche, guerra, paz, saciedad, hambre, el bien y el mal? Si aceptamos la historia del universo como el despliegue de los diferentes aspectos de ese Todo (Uno, Logos, Tao, Whatever), ¿no debemos entender todo lo que acontece, también los males de la humanidad, como manifestación última de ese Todo? Pensando en el Heráclito de los cambios y los ciclos, de la interacción dinámica de los opuestos, surgen otras preguntas. ¿Se puede realmente cambiar el mundo o los cambios se producen con aquello que llega a un punto culminante y se retira? ¿Se cambia el mundo a sí mismo?
Convencido de que estaba otra vez extrapolando, interpretando y confundiéndolo todo, le escribí a mi amigo Javier. A fin de cuentas, el narrador de su novela también hace hincapié en la predestinación, en la idea de que lo que tiene que ocurrir ocurre y no hay nada que opinar al respecto.
La respuesta de Javier:
Hay un centro que marca el ritmo, y también hay libre albedrío. Cada uno es responsable de sus actos y esos actos influyen en la dirección que toman las cosas. Se trata de conectar con ese centro y actuar de forma armónica con él. No existe el bien y el mal en el sentido de que no se puede decir que la rigidez del metal sea mala, o la flexibilidad del agua buena. Pero frente a cada evento hay una posición correcta a adoptar, y es aquella que favorece el orden de las cosas. ¿Quién sabe cuál es el orden de las cosas? Ahí está el desafío.
¿Qué requería el antiguo guerrero oriental para matar, además de su estado mental (conectar con el universo) y su afilado trozo de metal? ¿Qué requiere el guerrero contemporáneo para hacerlo, además de sus motivaciones fortuitas: dogma, nación, honor, masculinidad, dinero? ¿Podemos todavía creer en un yo (por no decir un alma) que decida matar? ¿Hasta qué punto se puede decidir matar (por no decir votar) a alguien? ¿Hemos evolucionado como especie tomando decisiones? Se ha dicho que genetistas y neurocientíficos prefieren evitar estas preguntas, no contradecir un supuesto paradigma mitad liberal (libertad de decidir, elegir, consumir) mitad teológico, aunque algunos lo consideren científicamente decimonónico, aunque murmuren que no hay decisiones ni actos libres (ni matar, ni ofrecer la otra mejilla, ni aparearse), sino tan solo genes, hormonas, células nerviosas y procesos químicos aleatorios que determinan los actos, las decisiones y el rumbo de la humanidad. ¿Una idea simplificadora, provocadora? Desoladora, sin duda. Pero también tentadora. Solo queda pensar (aunque, ¿quién decide lo que piensa?) que no se puede ir por la vida pensando así.
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