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Por Alberto Savinio
Una amiga me pregunta si es mejor la monogamia o la poligamia. Respondo:
Tenía trece o catorce años. Estudiaba piano y armonía en el Conservatorio de Atenas. Al Conservatorio los atenienses lo llaman Odeón, por el nombre que sus ancestros le daban a las construcciones en que cantores, instrumentistas y poetas ensayaban antes de presentarse en público. Era verano, la vigilia del día de examen. Como si fuera una colmena sonora, el Odeón exhalaba por sus ventanas abiertas un ensordecedor soplido de sonidos entremezclados frente a los cuales el peatón de la calle Pireo, donde el Odeón solía situarse, curvaba la espalda, apuraba el paso y se tapaba los oídos.
Un día, cuando había terminado de armonizar un bajo continuo, entré en el cuarto donde, como un hijo de Eolo, mi compañero clarinetista inflaba las mejillas y soplada el pico de ese tubo suyo vertical; preparaba para el examen uno de esos “conciertos” ridículos e insensatos que ciertos compositores anónimos escriben para instrumentos que carecen de repertorio (el clarinete, el fagot, el corno). Repetía hasta el hartazgo las partes difíciles en escalas, arpegios y trinos. Aquel tenaz clarinetista tenía varios años más que yo. Estaba en el ejército y tocaba en la banda de su regimiento. Noté que su clarinete era viejo; en una tregua de aquellas tremendas ejercitaciones, le pregunté si se presentaría al examen con aquel instrumento. Me miró sorprendido. Sonriendo con malicia, me respondió: “No. Este es el clarinete de estudio. Para los conciertos tengo el bueno”.
Para explicar la monogamia en el matrimonio, los evolucionistas han narrado la formación de la familia de la siguiente manera: al principio, el hombre vivía como las bestias, en estado de promiscuidad. Luego el padre pasó a un estado más o menos ignoto, los hijos se agruparon en torno a la madre y se formó el matriarcado. Más tarde, el hombre se convirtió en el jefe de la familia y formó el patriarcado, que al principio era poligámico y sólo en un estadio reciente se volvió monogámico. Por su parte, Karl Marx define la monogamia como un efecto de la superestructura de la economía capitalista y la explica a través del deseo del hombre de transmitir su propia sustancia a sus hijos, lo cual le otorga sustento a la familia monogámica.
Las explicaciones citadas son dos claros ejemplos de la importancia que tiene en nuestro modo de razonar la manía, es decir, el hábito de explicar la vida, el hombre, el universo, en suma, cualquier cosa partiendo de una idea y desarrollando en piloto automático lo que en filosofía se llama un “sistema”. Por mi parte, creo que descubriremos la razón de la monogamia con mayor facilidad a través del ejemplo del joven clarinetista del Odeón de Atenas.
Se le saca mejor sonido a un clarinete antes que a varios. La armonía entre los dos instrumentistas tiene una importancia sustancial en el éxito del acto sexual. La técnica del acto sexual tiene, como toda técnica, sus propios secretos, su propia poesía, su propia profundidad, y no se alcanzan sin atravesar los obstáculos que presentan la falta de intimidad y el pudor. La ley biológica según la cual la fecundación no puede tener lugar si no es en condiciones de absoluta oscuridad extiende su “sentido” a la operación misma del coito, envolviéndolo en tinieblas. Incluso en el coito voluntariamente estéril el impulso surge de la voluntad de fecundar. Se trata de un acto solitario, por más que lo realicen dos individuos diferentes que se integran y se funden, envueltos en una oscuridad propicia que casi siempre es la oscuridad cósmica: la noche.
La poligamia excluye la profundidad de la operación amorosa, pone el acto sexual en una condición de estúpida superficialidad. El pudor que circunda y vela el coito tiene el propósito de hacerlo todavía más solitario, más profundo. Sólo dos amantes que lo practican siempre juntos, fieles duetistas, y que intiman cada vez más, sólo ellos son capaces de llegar a la profundidad abismal del acto sexual, esa variante humana del origen de la Vía Láctea.
*Tomado de Savinio, Alberto. Vita di Enrico Ibsen. Milán, Adelphi, 1979. Traducción de Nicolás Caresano
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