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Por Luciano Sáliche
I
Todas las bombas explotan. Lo supo el represor Ramón Falcón cuando escuchó un ruido, un golpe, bajo su carruaje, el 14 de noviembre de 1909.
Seis meses atrás mandó a reprimir la manifestación del primero de mayo: ochenta muertos. Las centrales obreras movilizaron hasta que Falcón —que entonces era jefe de Policía de la Capital en pleno estado de sitio— renunciara, ese era el objetivo. Por esos días, sesenta mil trabajadores acompañaron los féretros de los asesinados hasta el cementerio de Chacarita.
Entonces ordenó una nueva represión a balazos, robó los cajones, clausuró los locales de los sindicatos, cerró la prensa combativa, incendió imprentas, se rió en la cara de la clase obrera y mientras lo hacía peinaba su bigote frágil y altanero. Aquellos sucesos se conocieron como la Semana Roja.
Cuando Ramón Falcón, tendido, destrozado, todavía vivo, entre el carruaje y la calle, miró al agresor se encontró con un muchacho. En la esquina de Quintana y Callao, con la respiración agitada y los ojos exorbitados, Simón Radowitzky, un anarquista de 17 años recién llegado de Ucrania llevando adelante la venganza. Falcón murió unas horas después.
II
¿Desde cuándo empezó a usarse la palabra bomba como sinónimo de primicia? Ni siquiera: en los medios y en las redes refiere a una noticia ¿impactante?, ¿novedosa?, ¿desconcertante? La época encontró en la palabra polémica el significante para recostarse en su opuesto. Lo polémico ya no polemiza, simplemente sobredimensiona, falsea. ¿Cuando un periodista habla de bombas alude a algo que nunca estalla? ¿Y qué pasa cuando lo que debería explotar no lo hace?
III
Todo ocurrió un domingo. La noche del 5 de mayo, dos semanas atrás, en una pensión de Barracas, Justo Fernando Barrientos, de alrededor de setenta años, prendió fuego a cuatro mujeres que se alojaban en la habitación de al lado. Lanzó una bomba molotov y cuando intentaron salir de la habitación les empezó a pegar y a empujar para que vuelvan a las llamas. Las había amenazado varias veces: insultos y denigraciones. Las cuatro mujeres son lesbianas. Eran: tres murieron.
Pamela Cobbas y Mercedes Roxana Figueroa, ambas de 52 años, eran pareja. Andrea Amarante, de 43, y Sofía Castro Riglos, de 50, también. Ninguna murió ese día: Pamela al día siguiente, tres días después Mercedes y finalmente Andrea el domingo pasado. Sofía continúa internada; está fuera de peligro, aseguran. Barrientos no quiso pagar las consecuencias legales. Agarró una sierra y se serruchó el cuello para morir. No pudo. Lo internaron. Ahora está detenido.
Las organizaciones LGBT hablan de lesboodio y aseguran que desde el gobierno de Javier Milei y todos sus satélites narrativos —desde los trolls libertarios hasta el biógrafo oficial Nicolás Márquez y el vocero presidencial Manuel Adorni: personajes infames de esta nouvelle de la crueldad— fomentan el odio a los colectivos gays, trans y todo lo que se corra de la heteronorma.
IV
El bombardeo a Plaza de Mayo, la bomba bajo el colchón del general Cesáreo Ángel Cardozo, el cochebomba en la AMIA, el bombardeo permanente en Gaza, la bomba en el auto de Zajar Prilepin, la bomba en la boca de Louis Lingg, el bombardeo policial al grupo MOVE en Filadelfia, la bomba gigante de la Segunda Guerra Mundial que encontraron días atrás en un estadio de Alemania.
V
Amenaza de bomba en Tribunales. No, mejor: amenaza de bomba en el Palacio de Tribunales.
Fue ayer a la mañana, luego de un llamado al 911. No evacuaron el lugar; los trabajadores quedaron adentro mientras ingresaban las fuerzas policiales. Quienes sí salieron fueron los que habitan los despachos de la Corte Suprema. Buscaban una bomba escondida “en un rincón”. La Policía de la Ciudad y el Escuadrón Antibombas revisaron todo el edificio. No encontraron nada.
Sin bomba no hay explosión. Pero, ¿qué es lo que ocurre cuando este tipo de amenazas explosivas, de estos anuncios de detonaciones no se concreta? Hay una vieja canción de Attaque 77 que dice: “la bomba era un invento / pero nosotros explotamos igual”.
VI
Cuando una bomba explota ocurre algo más que una explosión. No son solo cuerpos los que se rompen, se desmembran, se incineran, se mueren. Hay una continuidad narrativa que se interrumpe. Los argumentos se arrebatan, la disputa desaparece y la historia queda inconclusa. El mundo se deteriora. Después de la denotación llegan los gritos. Luego de los gritos, el silencio. Y finalmente el vacío: las consecuencias. Lo irreversible.
Todas las bombas explotan. Incluso las imaginadas. En algún lugar se detonan. No sólo las correctas. Ese es el problema.
* “Explosión” (1917) de George Grosz
Etiquetas: Attaque 77, Bomba, Explosión, Javier Milei, Lesboodio, Ramón Falcón, Simón Radowitzky