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Por Leandro Diego
Yo tampoco, a pesar de ser un hombre blanco heterosexual, cupe (ni quepo) dentro de las taxonomías de la mayoría de las personas. Pero, a pesar de compartir el crónico padecimiento de crecer solo, cuando las minorías se empoderaron, no me incluyeron. Para ellas, yo fui (y soy) el enemigo.
Cuando el interés por el otro no va acompañado de una real apertura a concebir lo realmente otro sino de una simplista asimilación más trucha que la del mercado, aunque eventualmente cambie su polo orientador, el imperio de la norma sigue vigente. La mayoría de las personas solo ve la norma en el ojo ajeno.
Que nadie me entienda nunca fue un problema. Que me fuercen a ser lo –poco– que pueden concebir, sí.
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A medida que Julio fue teniendo menos palabras, nuestra comunicación fue ganando amplitud. Había perdido la capacidad de particularizar y, con eso, sus palabras habían vuelto a tener la potencia de lo múltiple. No había forma de interpretarlo, porque cualquier interpretación era igual de posible.
Si decía, por ejemplo, hay sol, no solo podía estar anunciando que afuera, en el mundo, estaba soleado. Podía significar, también, y entre otras cosas, el advenimiento de una alegría, la promesa de un presente venturoso, la llegada de la luz sobre la oscuridad, un haz de entendimiento que permite acceder a la sabiduría. Paradójicamente, como a un niño, las palabras solo le servían para expresar lo más inmediatamente suyo.
Una tarde caminé con él escuchando se cae durante dos cuadras seguidas, sin entender qué me estaba queriendo decir. Pensé en cosas que se podían estar cayendo: un muro, un edificio, un gobierno, la luna, el patriarcado, un viejo. Lo que se caía era su pantalón. Lo remediamos ajustando un poco el cordón del jogging. No obstante, en el abismo inmenso de lo significante, se podían estar cayendo muchas más cosas.
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La segmentación hizo de nosotros archipiélagos repelidos por un estúpido culto a la identidad. De ahí, a la intolerancia y el odio, solo hizo falta tiempo. Es una época rota, sí, pero fugaz. Va a pasar. Tal vez incluso, si prestamos atención y queremos verlos, ya esté pasando.
Un ejemplo: el catálogo que viene construyendo el sello marplatense Casa del puente, donde el requisito para integrarlo no parece estar puesto en compartir una ética ni una estética sino en hacer algo verdadero.
Durante el concierto del dieciocho de mayo de Mujer Cebra (banda que integra el catálogo y en la que, además, aparece la figura de Estanislao López, productor estrella del sello) una parte del público empezó a cantar que el que no saltaba había votado a Milei. Cantaron pocos. Muchos menos de los que venían cantando en los shows del verano. Ningún integrante de la banda se manifestó. No hubo comentarios ni gestos visibles. Siguieron tocando. No es una mala noticia.
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Para no correr el riesgo de alterar mi decisión, quisiera decir en este mismo espacio que, si Polvo me lo sigue permitiendo, «En pausa», esta serie de columnas quincenales, continuará hasta octubre inclusive. No más. Un año de escritura quincenal. Doce meses. Veinticuatro columnas.
Sin la generosidad ni la apertura de Polvo a recibir mis textos sin peros, no hubiera podido sostener la regularidad.
Habiéndolo hecho, sin embargo, cada tanto me gusta pensar que todo esto va a ser un libro. Hagamos números: siete mil quinientos caracteres con espacio por columna, unos ciento ochenta mil en total. Treinta y dos mil palabras. Un libro de ochenta páginas, con veinticuatro textos fragmentados, en promedio, cinco veces cada uno. Doscientos ochenta fragmentos nacidos al calor de lo íntimo, lo personal, pero con cierta voluntaria porosidad a la observación pública: al afuera: a lo que está pasando, a lo que se ve y lo que no, a lo que está en el aire.
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El sábado veintisiete de abril, después de algunas postergaciones, cité a mi madre y a mi hermana para decirles que durante los cinco años de enfermedad de Julio, yo había ocupado un rol demasiado importante: todas las decisiones, gestiones y visitas médicas, habían dependido casi exclusivamente de mí. Era tiempo, ahora que Julio estaba en un geriátrico, de que nos organizáramos de otro modo.
Esa misma noche, durante la proyección de Fuck you! El último show, el documental que registra imágenes de la presentación de After Chabón en el Estado Obras, recibí un mensaje de mi hermana en el grupo familiar: Julio se había caído, teníamos que ir al geriátrico. Di algunas vueltas. Pasaron muchas cosas por mi cabeza. Me costó. Pero apagué el teléfono.
A Julio lo operaron el diez de mayo, después de tener que estabilizar su corazón, darle dieta líquida un par de días, hacerle tres enemas, ponerle una sonda nasogástrica y una cánula rectal. En esos días perdió mucho peso. Una tarde, antes de la operación, fuimos a verlo con Romi. Ella le preguntó cómo estaba. Julio dijo: muy cansado.
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Como ya comenté una vez, hace no mucho publiqué un ensayo en el Hurlingham Post. Nadie parece haber advertido su principal intuición: que vale la pena volver a pensar en grandes audiencias, que las necesitamos. Lo planteaba respecto de la literatura pero ahora que veo la big picture, estoy más seguro que antes. Pasé de sentirlo como una idea personal a experimentarlo en la vida, en otros: en las calles, entre mis conocidos, en las caras de las personas en los medios de transporte.
Ya no se aguanta tanta soledad. No falta mucho para que estemos, todos, otra vez y como siempre, desamparados. No queda mucho para que se vuelva a producir una suerte de orfandad ideológica, tal como sucedió después de la no-125 y la no-ley-de-medios. Tomás Rebord lo lee muy claramente en este segmento donde arriesga el surgimiento de un kirchnerismo de derecha: un núcleo duro hiper–ideologizado que tarde o temprano terminará decepcionado por el peso de la materialidad histórica.
Dentro de no mucho habrá una suerte de desamparo viejo, un arrastre de decepción, que, sin que importe demasiado su origen, compartiremos todos.
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En su obra maestra Punctum, Martín Gambarotta escribió: que los demócratas se queden / con la narrativa actual. Yo siempre leí ahí una renuncia. Como si la intención original del enunciador hubiera sido narrar, pero ante cierta imposibilidad ligada al asco, haya decidido entregar la narrativa para refugiarse en el verso. Si bien hay un latente núcleo narrativo en la poesía de Gambarotta, a lo mejor mi lectura tenga una explicación más subjetiva: que es lo que pienso y siento yo, respecto de mi propia historia con la literatura.
Cada tanto se me ocurren ideas o tengo raptos de observación que me hacen pensar, directamente, en un cuento. Por ejemplo, el otro día caminaba por Balvanera y adelante mío iba una mujer de unos cuarenta y cinco años paseando su caniche negro. En una mano llevaba una bolsa con al menos una docena de empanadas envuelta en papel. Con la otra se comía una de humita que, a juzgar por el perfecto empaquetado que se veía a través de la bolsa, había sido comprada aparte, acaso con ese fin: ser comida en ese momento, caminando con el perro, antes de volver a casa.
Me quedé pensando que tal vez mi enemistad con la narrativa haya pasado por elegir mal los personajes que valía la pena narrar. Esa mujer era un cuento, no un poema. Y es necesario que alguien la escriba, la narre.
Ojalá algún día pueda hacerlo yo.
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La noche del martes veintiocho de mayo me llamaron del geriátrico para decirme que Julio tenía la presión muy baja y que habían llamado a la emergencia. Terminé de comer, me alisté, y cuando estaba por salir me dijeron que no vaya: una enfermera lo había compensado. A la una de la mañana me volvieron a llamar. No lo veían bien y habían vuelto a llamar a la emergencia. Cuando llegamos con Romi al geriátrico lo trajeron en camilla. Lo saludamos y subimos a la ambulancia con él.
Fuimos a la misma clínica en la que lo habían operado, donde se negaron a rechazarlo aun no teniendo lugar para atenderlo. Ni a él ni a otras cinco ambulancias que esperaban en la puerta. Todas por urgencias. Después de una serie de traslados y esperas, cuando volvimos a la clínica el ambulancista y la enfermera ingresaron a Julio de prepo.
Lo hospedaron en un consultorio pediátrico donde improvisaron una terapia intensiva, lo intubaron y le ordenaron una tomografía. Como el respirador no tenía batería, bombee manualmente su respiración durante el estudio. Lo volvieron a la guardia pediátrica y lo ingresaron a terapia intensiva. Trataron de estabilizarle la presión y le administraron adrenalina. Después me invitaron a despedirlo: tendría un paro en cualquier momento y no habría forma de que lo supere.
Durante las horas que pasamos en la ambulancia, Julio quiso comunicarse conmigo todo el tiempo. Habló bastante, pero ya no era posible entender lo que decía. Entre balbuceos, pude reconocer tres palabras. Tres palabras que él confirmó y que –ahora sé– fueron sus últimas: se hace largo.
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