Blog

25-06-2024 Notas

Facebook Twitter

Por Leandro Diego | Portada: Romina Guarda

La imagen típica de una juventud salvaje enfocada en excesos y relaciones fugaces no es un reflejo de mi experiencia ni la de mi entorno. Me pregunto hasta qué punto los nuevos discursos sobre la sexo-afectividad pudieron ocupar, en el pasado reciente, el lugar que en otra época ocupó Cris Morena: una especie de imperativo vincular. 

Satisfacer un deseo que implique interactuar con otra persona siempre tuvo para mí el límite de una voluntad que requiere de la repetición y la confianza. La trivialización de las interacciones íntimas en pos de poner en jaque el estado de una determinada cultura en un encuentro interpersonal (batallar lo macro en lo micro) nunca me convenció.

El campo vincular se está pareciendo cada vez más a exigirle a otros que cumplan una serie de requisitos que solo nos garantiza que el otro nunca sea del todo otro. En el vértigo relacional le pedimos a los demás que sean lo que nosotros queremos ser (y no somos).

 

§

 

Caminando por Rivadavia desde Pueyrredón al bajo se puede tener una clara vivencia del infierno de lo igual: prácticamente una detrás de otra, se suceden personas que ofrecen lo mismo al mismo precio y con pregones que, con suerte, apenas tienen alguna mínima variación léxica o tonal. Si uno les preguntara a esas personas qué hacen de nueve a dieciocho seguramente responderían lo mismo que un chofer de colectivo, un oficinista, un arquitecto, un médico, un periodista o Gabriel Batistuta: que trabajan.

¿Tirar una manta y ofrecer lo mismo que el de al lado (es en esto último y no en la manta donde radica la fuerza del ejemplo) es trabajar? 

La sabiduría popular suele premiar la chispa, la incorporación del toque personal: es frecuente escuchar en los vagones de tren o de subte cómo los pasajeros se predisponen de otro modo cuando el vendedor o el mendigo tienen algo diferente: por lo menos hace algo distinto, dicen, antes de soltar un billete.

¿Qué es el trabajo? ¿Qué es lo que lo diferencia de una suerte de lumpenaje con horario fijo? ¿Existe esa diferencia o seremos todos manteros vendiendo lo mismo que el de al lado?

 

§

 

Los medios masivos de comunicación democratizaron la contemplación artística. Ese fue el potencial artístico de la cultura de masas: ser capaz de intervenir la vida de las personas en la calle, la radio, las pantallas, la publicidad, y provocar cápsulas de contemplación espontánea. 

Ese es para mí el lugar del arte. No el museo, ni el nicho de los especialistas. 

La pregunta sería, en todo caso, cuál es, hoy, el espacio o la esfera pública. Y si no la hubiere, qué hacer para que exista. De lo contrario el artista abandona la praxis y se vuelve artístico, cultural.

 

§

 

Fui caminando a buscar la comida macrobiótica que mensualmente le encargamos a Graciela. Había fumado algo de marihuana. En la caminata de ida me fue invadiendo la creciente sensación de que algo me iba a pasar. Un vértigo típico de cierto pegue cannábico que trae dosis iguales de temor y expectativa. Dan ganas de salir, de estar en la calle: de postergar el gimnasio y salir a vagar cuaderno en mano. Y eso hice: volví a casa, dejé la comida, agarré la mochila y volví a salir.

 

§

 

Romi suele decir que cuesta encontrar gente que no sea genérica. Nuestro amigo Juan nos contaba el otro día que, aunque se había resistido mucho tiempo a creerlo, estaba empezando a aceptar la probabilidad de que el noventa y nueve por ciento de las personas sea medio boluda. Es probable que ambos tengan razón: que cada vez existan menos personas que no se contenten con reproducir lo que consumen sin imprimirle un patrón propio, más no sea (harto mejor si lo es, de hecho) el de la duda. Todos parecen tan seguros de cosas que ni pensaron ni vivieron que tarde o temprano los vínculos se estancan: sobreviene el tedio anticipatorio de quien sabe que cuando el cántaro se rompe la fuente, más pronto que tarde, se seca.

Sin embargo, no creo que la cuestión esté en buscar personas interesantes sino en lograr acceder a lo interesante de cada persona. Es decir: tomarse un trabajo. Otro más. Sospecho que el camino es dar algo. Cuando uno da, tarde o temprano, pasan cosas. La generosidad es un detonador de automatismos. 

La única vez que rompí las limitaciones de mi círculo de amistades laborales o académicas fue cuando con Facundo hicimos Zigurat: un sitio de reseñas literarias con claros objetivos personales pero que no escondía cierta empresa filantrópica: tomarse el tiempo de leer en serio un libro escrito por otro, desconocido, y decir algo sobre él. No descarto, en este sentido, que el futuro no muy lejano me depare una aventura editorial.

 

§

 

Camino por Rivadavia a paso lento pero decidido. Me pregunto por mi destino. Florida Garden, Celta Bar. Dudo. Quisiera estar en el Florida pero está lejos. Me detengo un momento para chequear si estoy muy lejos de la parada del ocho. Pero a esa altura de Rivadavia no se puede parar. Me abordan para venderme algo, con la ya establecida triple insistencia. No, gracias. No gracias. Nogracias. Se van.

La situación me obliga a seguir caminando. Acelero. Llegando a Jean Jaures dos sujetos caminan lento y me obstruyen el paso. Decido superarlos con una finta que me hace pasarles muy de cerca. Uno me agarra del brazo. No, gracias. No gracias. Nogracias. No me suelta. Giro y veo: dos tipos bastante fisura, un contenedor de basura. Insisto: «No. Gracias.» Mirá que te reviento a balazo eh. Sigo caminando. Arrastro un brazo cuya presión de pronto empieza a ceder. Me doy cuenta de que hablan algo entre ellos. Vuelvo a mirar adelante. Rescatate eh dice uno, ya soltándome, como si yo tuviera que enmendar la acción de no detenerme. Finalmente me suelta.

 

§

 

Nuestra cultura valora y defiende demasiado algo sobre lo que no se suele pensar lo suficiente: tener un plan y ejecutarlo. Circunscribir todos los órdenes de la vida a una meta prestablecida: trabajar para algo y no parar hasta lograrlo. Suele elogiar también, siempre hambrienta de mesías, la convicción, la ambición, la coherencia fatal que lleva a morir en la propia.

«¿Por qué los secuestradores prosperan? / ¿Por qué sonríen los diputados? / Tienen plan. / Vos no tenés plan.», escribió el poeta cordobés Vicente Luy, trece años antes de tirarse de un séptimo piso mientras le mostraban un departamento en alquiler.

El plan corrompe el alma: la circunscribe a lo posible, la endurece en el trabajo, la hunde en la apatía endogámica del oficio.

 

§

 

En un rapto cannábico Romi tuvo una idea que nos recordó una parecida que había tenido yo cuando recién nos conocimos y que nunca ejecutamos. Yo había propuesto que cada uno armara una lista de diez películas que hubiera visto y quisiera volver a ver con el otro. Lo que Romi propuso esta vez fue que tomáramos todos los libros que no habíamos leído, que cada uno elija un libro de la pila del otro y asuma el compromiso de leerlo. Yo sumé un requisito temporal: un mes, como máximo.

Elegí Walden, de Henry David Thoreau. 

A poco de empezarlo leí: «La mayoría de los hombres lleva vidas de tranquila desesperación. (…) Una desesperación estereotipada pero inconsciente se oculta bajo los juegos y diversiones de la humanidad. (…) Aquello de lo que todo el mundo hoy se hace eco o admite como cierto en silencio puede resultar falso mañana, mero humo de opinión que algunos habrán tomado por nube.»

 

§

 

En la esquina de Rivadavia y Junín, hay un dibujante que es como el lado b de Guillermo Dinwoodie, ya mencionado en esta serie. Este dibujante alternativo se dedica a retratar fachadas de edificios con regla y lápiz, al estilo en que lo hacían los arquitectos antes de la era digital. Su trabajo radica en copiar lo que existe con altísima precisión: pura destreza ejecutiva. 

Existe toda una corriente de personas que cree que hay un mérito en eso: en resistir haciendo o hacer resistiendo, aunque lo que se haga sea copiar, calcar la realidad. Como si hubiera un mérito en hacer algo que lleve mucho tiempo, sin importar el resultado. Como si el proceso fuera más admirable que la obra.

Sigo caminando. Arrastro, todavía, la remota y absurda sensación de que mis agresores me persiguen. Recuerdo la tarde en que me apuraron por primera vez en una plaza. Algo de esa sensación de peligro y vulnerabilidad (fielmente retratada en esta mítica escena de Okupas) vuelve a mí. Su origen es la certeza de haber descubierto, como dijo Mikasa Ackerman, que el mundo es un lugar muy cruel. No estoy seguro, ahora, de saber de qué lado están el peligro y la vulnerabilidad. Pero durante las próximas cinco cuadras no vuelvo a mirar atrás.

 

 

 

Todos los textos de la serie En Pausa acá

Etiquetas: , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.