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Por Leandro Diego
Vengo intentando sin demasiado éxito complementar el orden con el ímpetu, la improvisación con la alacena, la nutrición con la fiesta. Cuando lo que resuelvo comprar con cierta urgencia es poco, voy a lo de Maruja.
Maruja tiene tres pizarrones dispuestos sobre la vereda, a la altura de su fachada. Uno de ellos declara que su boliche no es, como cualquiera pensaría, una verdulería sino un almacén. Y justifica: arroz, azúcar, fideos, leches, yogurt, gaseosas, aceites, atún. Los otros dos alternan frases de ocasión, que ella misma escribe según su estado anímico–espiritual: El mundo es así porque hay pocos rebeldes y demasiados lameculos o Humilde es aquel que llega a la cima de la montaña sin olvidar cómo subió pero también ¿No te entra bien? ¿Te maltrata la punta? ¿Te duele por detrás? Ahhhh… Entonces ese zapato no es tuyo.
Elegí tres tomates y fui a la caja: un escritorio pequeño donde Maruja se sienta a pesar y cobrar. Ahí también tiene las paltas. Consulté los precios. Había de mil, de seiscientos (dos por mil doscientos) y de dos mil. Como la maduración no se me da bien, pregunté si había alguna en condiciones. Pero mi mirada ya se había fijado en una de dos mil que se comía sola y mis manos, al hablar, se nota que de algún modo se aproximaron a ella. Maruja dijo que la había estado por llevar una chica la tarde anterior, que había prometido volver. Maruja, que habla con tú, le había aconsejado: llévatela ahora, después me la pagas. Pero la chica había insistido en volver otro día y se estaba por quedar sin nada.
—Ahora me va a dar culpa comérmela.
—No —dijo alargando la o como si yo hubiera dicho algo imperdonable–, cómetela con ganas.
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No medito. Me edito. No corrijo, no reescribo (ese lifting de la literatura, como decía Libertella): me edito. Me recorto, me borro: vuelvo a lo que escribo para crear ausencia.
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Hay un nexo entre el empoderamiento supremacista que se cuece al calor de los nuevos líderes derechistas, la difusión de relatos alternativos (el hombre no llegó a la luna, el chip en la vacuna del Covid, la planicie de la tierra, los Illuminati) y el regreso exitoso de expresiones culturales berretas de los noventa (ejemplo: Vilma Palma e Vampiros).
El fin de la Historia, la lógica de las redes sociales y el clima de seriedad que se impuso durante la asimilación de las minorías al Mercado parecen haber dejado muy poco espacio para el deseo. De ahí los niveles récord de ansiedad, depresión, apatía, frustración e indignación.
La cultura de masas de los últimos cincuenta años (el sostén de las democracias liberales) se traicionó a sí misma. Canceló todo lo que había pregonado idolatrar y no propuso sistemas de ideas ni praxis atractivas con que llenar el vacío. Acéfalos, los públicos globales que ella misma había creado, no tuvieron con qué entretenerse ni catalizar sus pulsiones. Y esta vez, en lugar de buscar alternativas en las contra o sub culturas (ahora, insulsos nichos de mercado), las buscaron en lo descartado, en el desecho. En la basura.
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No recuerdo grandes entretenimientos de mi temprana infancia: desde chico me incliné por lo perceptivo–mental, de modo de que de la era física no me quedó casi nada. Hice Tae-kwon-Do, fui a fútbol, andaba en bicicleta: todo medio por obligación. Por la pereza de decir que no. Porque no se me ocurría la posibilidad de negarme.
Cuando íbamos a la plaza no me divertía con casi nada: el vértigo de la hamaca me duraba poco, la trepadora me quedó chica demasiado rápido, el tobogán me lastimaba la piel y la calesita (esa que había que girar manualmente desde un volante central) no era lo mío. Por eso le guardo mucho cariño al barril que algunos llamaban caballito: un chulengo sin abrir, que seguramente había almacenado combustible, dispuesto horizontalmente sobre un tímido pozo en la arena y amarrado mediante cadenas a cuatro palos macizos anclados a profundidades poco claras.
El juego consistía en fabricar una montada (de caballo, de toro) con la propia tracción: era uno quien, meciéndose alternadamente hacia atrás y hacia adelante, generaba la ilusión de una cabalgata. El vaivén me provocaba una suerte de hipnosis. Fue mi primer contacto con el silencio: una experiencia en la que, de a ratos, no había nada. Esa nada es aun hoy la forma de mi deseo.
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Cuando se incursiona en una disciplina artística se corre el riesgo de extinguir la llama de la expresión. Esa llama, la del decir algo, la intrínseca necesidad de un tipo de comunicación que esté por encima o por debajo del lenguaje, es todo.
Esto no quiere decir que cualquier expresión sea artística per se: todo arte es algo más que expresión. Pero sí quiere decir que sin ese pulso no hay nada más que lo que Barthes llamó studium («lo conocido, lo esperable, lo estático, lo genérico»).
Las ganas, el deseo, son –por definición– discontinuas. Cualquier arte se trata de construir artefactos continuos con materia discontinua. Si hay algo parecido al trabajo en la vida del artista, consiste en mantener viva la llama de su expresión durante toda la vida y, en ocasiones, solo cuando se pueda, cuando las condiciones externas e internas lo permitan, convertirla en arte.
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Según parece, cuando alguien encuentra cierta salvación en una práctica (la posibilidad de una pausa, un hiato en el que se desprende de ese que está obligado a ser cuando se levanta de la cama), sufre la tentación de confundirla con una resistencia. Así, se volvió habitual que el karate, cultivar un jardín, la literatura, el teatro o el psicoanálisis sean referidos por sus actores como hábitos emancipatorios, actividades de trinchera frente al imperio de la utilidad.
Siempre me pareció una idea floja de papeles, con la profundidad del cafetín. La resistencia es estar vivo, mantenerse con ganas y llevarse puesta la inercia ajena, no automatizar ni siquiera el modo de hacer las compras. Es imposible o, al menos, muy difícil. Utópico, diríamos. Pero eso no debería reducirnos a creer que la resistencia solo mora, casualmente, en una actividad a la que nos dedicamos.
Las prácticas pueden o no volverse de trinchera según la actitud o el espíritu de quien las practica. Los practicantes harían bien en dudar cuando se descubran colgándole credenciales a aquello que practiquen. Porque delegar la resistencia a una práctica implica cierto margen para, el resto del tiempo, comportarse como un algoritmo.
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Desde muy chico la idea de decidir la propia muerte me pareció una cuestión profundamente humana. Si con Voltaire supimos que la nuestra es la única especie que sabe que va a morir, ¿por qué no esperar de esa consciencia (como de todas las demás) una eventual acción? Es un tema delicado. Sé que hay estados mentales que pueden llevar a las personas a tomar decisiones cuando técnicamente no son ellas.
Fog, mi gato, acaba de salir de su cuarta internación. Con Romi le estamos dando de comer cada tres horas por una sonda esofágica y le pasamos medicaciones cuatro veces al día. Después de treinta y seis horas de sueño y letargo, ni bien tuvo un poco de energía, la usó para ronronear en mi regazo. No pude evitar la ilusión de una cura repentina que, como no llegó, dio lugar a una clase de desesperación que no sentía hace mucho. Décadas. Fue esa desesperación, seguramente, la que me impulsó a apoyar mi mano contra su abdomen y, en un absurdo y amateur émulo de reiki, dirigirme a alguna entidad superior que testimoniara que, en ese acto, y en pleno uso de mis facultades, le cedía dos años de mi vida.
Son tuyos, Fog.
Ojalá puedas
usarlos.
Hay tiempo.
Y si no hay
está bien
igual.
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