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Por Leandro Diego
A todos los postres y golosinas con los que mi padre edulcoraba su regreso a casa, por alguna razón, mi consciencia los redujo a uno. El bocadito Holanda: un caramelo de leche con sabor a chocolate y textura gomosa sin atributos que justifiquen su prevalencia sobre (por ejemplo) el Marroc o el BonoBon y que, sin embargo, ocupa un lugar central en la memoria de mi generación: el padre, la vuelta a casa después del trabajo, el bocadito Holanda.
Algunos sábados atrás fuimos con Juan y Cata a buscar la torta de queso de C.A.N.C.H.A. Llegamos tarde. Volvimos a nuestras casas por Corrientes con claras intenciones de venganza. Talkeamos de golosinas y, entre otros, fue mencionado el dulce neerlandés. Dudamos de su existencia en el stock de kioscos contemporáneos y empezamos a pedirlo. No nos dieron. Pero nos llevamos el nuevo Chocman (alguien debería acusar a Bonafide de traición a la marca) y una doble certeza: el bocadito Holanda seguía existiendo, y se vendía mucho.
El anteúltimo viernes, en una caminata que tenía como objetivo conseguir un regalo para la celebración de su vínculo (que tendría lugar esa misma noche) prolongué la búsqueda del bocadito. Tres kiosqueros se lamentaron mucho, con genuina amargura, de no poder vendérmelo. El tercero me sugirió el Arcor de Corrientes y Talcahuano. Fui. Había. Sueltos. Compré treinta. Sabían a infancia.
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La obra como el proceso de orbitar una falta y después: montaje, edición. Si hay una mímesis en la obra literaria está ahí, en el émulo de la carencia, ese núcleo hueco que permanece, latente, mientras dura la existencia humana. Si en un libro no hay eso, habrá escritura, habrá literatura, pero no obra.
Escribir sin miramientos, borrar lo más importante y tratar a lo que queda, a lo que sobra, como si fuera lo más importante. Honrar la ruina, buscar la vida en los restos de esos otros que nos habitan.
Hay ahí una ética y una erótica de la palabra. Es algo. Un punto de partida del que pensar la (propia) escritura pero también la edición, la ingeniería de la obra literaria.
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–Tengo hambre.
–Fumate un pucho.
Este brevísimo diálogo lo escuché al pasar caminando por Avenida de Mayo (después de 9 de julio, en dirección al bajo). El hambre lo tenía un tipo abrigado con campera de nieve y gorro de lana. La orden había sido dada por una mujer bastante menos abrigada que caminaba un poco ausente, como si toda su atención estuviera en el mismo lugar que su mirada: un punto distante, lejano pero preciso, perdido en el horizonte.
¿Sería hambre o ansiedad lo que expresaba el tipo? ¿Habría ironía en el consejo de ella, esa suerte de desdén con el que las parejas a veces respondemos a la necesidad del otro? ¿O estarían acostumbrados a fumar como una forma de saciar el hambre (como quien se come una barrita de cereal o un puñado de frutos secos)?
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Parte de mi generación creció en entornos de cierta violencia. No siempre física, con el cachetazo ya un poco en desuso, es cierto, pero en nuestras casas eran moneda corriente miradas temibles, gestos despectivos y adjetivos ponzoñosos. Fuimos criados bajo el imperativo de la urgencia. Claro que ha habido, hay y seguirá habiendo entornos peores frente a los que mi descripción se volvería una suerte de paraíso: el mundo siempre tendrá violencias más atroces que atender. Pero sigue siendo un buen momento histórico para discutir la violencia.
Reconocer que la violencia tiene grados y que los superiores no invalidan, minimizan o justifican la existencia de los más bajos (no les sustraen gravedad) hubiera sido una buena conquista de mi generación. Pero no. No estuvo a la altura de su dolor, no defendió el valor de su sensibilidad.
Mi generación: un sujeto político vacante que nunca encontró representación y que ha sublimado sus carencias maternando hijos imaginarios.
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Los cinco años de enfermedad de mi padre y, muy particularmente, su última noche, fueron un sopapo de la Historia: un cachetazo de materialidad preguntándome con toda impertinencia quién me estaba creyendo que era, de qué lado de la mecha creía que me encontraba o, peor, si había caído en la estúpida trampa de negar la mecha.
¿Cuál es tu lucha? ¿Cuál es tu dogma? ¿Qué es lo que estás decidido a aceptar como una cruzada personal y qué es lo que vas a admitir, a tolerar como limitación histórica?
El bocadito Holanda en el bolsillo, la vez que pedí un FIFA y me dieron un rándom, la góndola de importados de Carrefour como venganza de clase.
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Desde el momento en que Milei empezó a ser temido (digamos, a partir de los resultados de la primera vuelta) se impuso un clima social que detonó la tranquilidad bienpensante y la identidad de quienes se autoperciben como los buenos. Como si algo de aquel discurso enardecido en el late night de Viviana Canosa hubiera tocado un punto determinante, alguna fibra neurálgica.
Negar la duda vital que impone el deseo (disimulada en la presión dogmática del consenso), empatizar –cómodamente– solo hacia abajo, la torpe ilusión de un altruismo al pie de una promesa falsa.
La política como maniobra para evadir la pequeña muerte que habita el ser desde que se asume el sinsentido de la existencia.
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Vuelve de llevar a su gato al control semestral con el endocrinólogo, que decidió medicarlo: aunque el tumor en la hipófisis no había crecido, los valores de la hormona IGF-1 que regula el crecimiento seguían siendo altos.
Cuando sube al Renault Logan de José siente un olor raro, como a aliento contenido. Se pone el cinturón de seguridad, abre uno de los cierres del bolso y empieza a acariciar. En Diaz Vélez al tres mil novecientos, dos cuadras antes, empieza la congestión de Bulnes. José hace una maniobra arriesgada, con la convicción amoral de un baquiano del asfalto. Él la elogia. José acepta el cumplido con un gesto que parece indicar que tal vez no lo merezca, que no se trata tanto de mérito propio como de estupidez ajena. Eso sí, hay que hacerse el boludo, dice.
La frase le confirma que el olor del Logan, efectivamente, es a aliento (al aliento de José), y le recuerda la contratapa de Sí, seré mala poeta pero…, donde Alberto Laiseca escribió que las verdades no había que decirlas, había que saberlas y punto, porque si las decías te mataban a garrotazos como si fueras un enano. En cambio, como siguiendo la línea de José, dice: que no te vean venir.
Lo dice con tanta naturalidad que no se da cuenta, al principio, de que se trata del consejo que le había dado su padre como si le pasara un hack vital, como si algo importante en torno a la existencia se destrabara si uno andaba por la vida guardándose un as bajo la manga, disimulándose en lo genérico.
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Cata está por cumplir treinta, tiene una hermana de cuarenta, otra de cincuenta y estudió comunicación. El cruce de sus conocimientos e intereses con su experiencia pan–generacional (que incluye lateralmente a la nuestra) le confiere a su mirada sobre lo social algo con lo que Romi y yo comulgamos.
Un poco después de darles mi regalo pero antes de que el living se volviera el trópico del sel, Cata dijo algo sobre mi generación, la que hoy tiene cuarenta. No podré reproducirlo con fidelidad pero la idea principal era que tenemos algo podrido adentro: un núcleo oscuro e inasible, un agujero negro (vinculado tal vez a haber sido contemporáneos de un bisagra de la Historia y no haber estado a la altura, a una especie de renuncia vital tristemente ligada a lo familiar, lo convencional y el consumo: los pilares del orden social que en teoría veníamos a cuestionar), una angustia existencial que derramó consecuencias evidentes sobre la suya en un contexto en el que a ellxs, los que hoy tienen treinta, no le quedan siquiera las instituciones pretéritas.
Un par de días después hablé de esto con Romi y nos preguntamos por qué teníamos amigos de treinta, de cuarenta y de sesenta pero no de cincuenta. ¿Quiénes eran los de cincuenta? ¿Dónde estaban? Claro, nos dijimos, eran lo que tenían veinte en los noventa. Y nos quedamos un rato en silencio, mirándonos, como si en esa frase hubiera contenida una cantidad de información imposible que estuviera más allá de las palabras.
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Subte–línea–bé. Vuelvo de comprar dólares, lo único que me permite hacer mi educación financiera para convertir en algo lo que me sobra. Se me sienta un tipo a la izquierda. Escucho como si dijera algo, supongo un quejido. Del vagón de al lado, intervenida por el ruido ambiente, llega la voz de un falso beatle que, aunque impostadísima, cubre dignamente el registro del cuarteto.
Vuelvo a escuchar el quejido. Miro los zapatos de todos los pasajeros y siento un olor amargo y dulce que me recuerda lejanamente a un crematorio. El crooner arranca Stand by me. Me doy cuenta de que el quejido es constante: un sonido que se repite siempre igual, invariable, y me acuerdo que la noche que Julio murió, mientras esperaba novedades en la sala anterior a la de terapia intensiva, un tipo repetía: por favor, por favor, por favor.
Del otro vagón llegan los primeros versos de un mega éxito (declara casi mil millones de reproducciones en Spotify) de Bill Withers, ese que dice que cuando ella se va no sale el sol. Entiendo lo que dice el tipo de al lado. Son tres palabras. No las voy a escribir.
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